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El sistema educativo español vive desde hace tiempo en una situación de tensión constante. Es innegable que en las últimas décadas se han conseguido avances significativos: la escolarización es prácticamente universal, se han impulsado políticas inclusivas que permiten la integración de alumnado con necesidades diversas y se ha ampliado el acceso a los estudios superiores. Sin embargo, persisten problemas que lastran su desarrollo, como el abandono escolar prematuro, la elevada sobre cualificación laboral, el estancamiento en las pruebas PISA, el alto porcentaje de jóvenes que ni estudian ni trabajan y la falta de estudiantes en los niveles más altos de rendimiento. En definitiva, se trata de un sistema con carencias estructurales y una rigidez excesiva que dificultan su capacidad de adaptación a los retos del siglo XXI.
Uno de los principales problemas es la falta de continuidad en las políticas educativas. Cada cambio de gobierno suele venir acompañado de una nueva reforma legislativa más ideológica que pedagógica, lo que genera inestabilidad y desconcierto en el profesorado y en las familias. Esta sucesión de reformas impide consolidar proyectos a largo plazo y obstaculiza la confianza de la comunidad educativa en un horizonte común. A ello se suma la presión que soportan los docentes: contamos con un profesorado comprometido y capaz de sostener la escuela incluso en momentos críticos, como ocurrió durante la pandemia, pero que sufre sobrecarga burocrática, falta de reconocimiento profesional y escaso apoyo para afrontar los desafíos de la diversidad creciente y los cambios sociales. Esta situación complica la identificación temprana de quienes no alcanzan los niveles mínimos de aprendizaje y pone de relieve la necesidad de reforzar la formación permanente y los recursos de acompañamiento.
El sistema sigue anclado, además, en una cultura escolar demasiado centrada en los contenidos y en la evaluación, en lugar de situar en el centro el desarrollo integral del alumnado, la creatividad, el pensamiento crítico y la capacidad de aprender a lo largo de la vida. Necesitamos una escuela que forme ciudadanos capaces de comprender el mundo y transformarlo, no únicamente de adaptarse pasivamente a él. Para lograrlo, se requiere una mirada de Estado que trascienda los ciclos políticos, que proporcione estabilidad, recursos y confianza al profesorado, y que coloque el aprendizaje real de los niños y niñas en el centro de todas las decisiones.
En este contexto, los informes internacionales como PISA ofrecen datos relevantes para situar nuestro rendimiento en un marco global, pero no deben convertirse en un dogma ni en la única medida de calidad. Estos estudios se centran en competencias muy específicas, lectura, matemáticas y ciencias, dejando de lado otras dimensiones fundamentales como la creatividad, la formación ciudadana crítica, la cooperación o las competencias socioemocionales. Además, existen factores estructurales que explican parte de los resultados: las desigualdades sociales que atraviesan la escuela, la insuficiencia de recursos en determinadas etapas, la falta de reconocimiento a la labor docente y la persistencia de metodologías tradicionales centradas en la transmisión. Por ello, más que obsesionarnos con los rankings, deberíamos preguntarnos qué tipo de personas y qué tipo de sociedad queremos formar.
Pasamos de una escuela que valoraba la memoria mecánica a una escuela que intenta valorar la comprensión y la transferencia del conocimiento
También es importante matizar percepciones extendidas en el debate social. Muchos padres creen que antes los temarios eran más complejos y exigentes, pero esa visión responde más a la nostalgia que a la realidad. En el pasado predominaba la memorización enciclopédica, que podía transmitir la sensación de dificultad, aunque no garantizaba comprensión ni aplicación práctica. Hoy los contenidos siguen siendo esenciales, pero se trabajan de otra manera: se busca aplicarlos a contextos reales, fomentar el pensamiento crítico y la capacidad de aprender a lo largo de la vida. Esto no implica una bajada de nivel, sino un cambio de perspectiva: pasamos de una escuela que valoraba la memoria mecánica a una escuela que intenta valorar la comprensión y la transferencia del conocimiento.
La aparición de programas innovadores, como algunos en matemáticas en algunas comunidades, abre otras discusiones. La innovación no debe ser un fin en sí mismo, ni una moda ligada a la lógica del mercado editorial. Puede ser útil si ayuda a comprender mejor y a implicar al alumnado, pero lo decisivo no es la herramienta, sino la concepción de aprendizaje que la sustenta. Ningún recurso sustituye al papel fundamental del profesorado, que debe tener autonomía y criterio para adaptar métodos a su contexto y a las necesidades de su alumnado. La innovación real no está en programas cerrados, sino en una escuela que se repiensa y en docentes con formación, tiempo y confianza para hacerlo.
En el fondo, el sistema educativo refleja las tensiones de la sociedad en la que está inserto: desigualdades, valores, expectativas y transformaciones tecnológicas se cuelan en las aulas. Pero al mismo tiempo, lo que ocurre en la escuela proyecta la sociedad futura. Si se limita a reproducir lo existente, los alumnos serán un mero reflejo pasivo; si se configura como un espacio crítico, inclusivo y creativo, contribuirá a formar ciudadanos capaces de transformar la realidad. Por eso la educación no es solo transmisión de conocimientos, sino un proyecto colectivo y político.
De cara al futuro, más que grandes reformas legislativas, lo que necesita la educación es estabilidad, continuidad y una visión compartida que trascienda los cambios de gobierno. No basta con ajustes superficiales o cambios de nombre; la verdadera transformación educativa exige compromisos profundos y sostenidos en el tiempo. Urge reforzar la formación inicial y permanente del profesorado, garantizando que cada docente pueda actualizar y ampliar sus competencias, acompañando así la evolución de la sociedad y de los saberes que deben transmitirse.
Es imprescindible reducir las desigualdades sociales que condicionan la escuela y que determinan, en gran medida, las oportunidades de aprendizaje de niños y jóvenes. Apostar por metodologías activas, colaborativas y contextualizadas, que respeten la diversidad y fomenten la participación de todos, se convierte en un requisito ineludible. A la vez, incrementar la inversión educativa, especialmente en la escuela pública y en las etapas tempranas de la educación, no es solo una necesidad pedagógica, sino un imperativo de justicia social.
Dignificar la profesión docente es clave: el profesorado debe ser reconocido, valorado y apoyado. Sin docentes motivados y comprometidos, no habrá cambio real; la escuela no puede sostenerse únicamente sobre políticas y programas, sino sobre personas capaces de inspirar y guiar el aprendizaje. Esto requiere condiciones laborales adecuadas, apoyo institucional, participación real en la toma de decisiones y reconocimiento social de su rol fundamental.
Más que seguir acumulando reformas fragmentarias, lo que necesitamos es un pacto social y político duradero que coloque la equidad, la calidad educativa y el compromiso con el profesorado en el centro de un proyecto educativo de país. Solo desde esa perspectiva podremos construir un sistema sólido, coherente y resiliente, capaz de ofrecer a todas las niñas, niños y jóvenes una educación que no dependa de los vaivenes políticos, sino de principios claros de justicia, aprendizaje significativo y desarrollo integral. En definitiva, la educación debe ser un proyecto colectivo, compartido y sostenido, donde la comunidad educativa y la sociedad entera asuman su papel como agentes activos de cambio y transformación.


