Hace un siglo, la función educativa de un maestro era preparar al alumno para el entorno de la lectoescritura, fomentar su identidad nacional y disciplinarlo para un futuro de trabajo. Para lo primero estaba altamente cualificado, lo segundo era consustancial a la cultura de las escuelas normales y, en cuanto a lo tercero, él mismo era un perfecto producto de la conformidad escolar. Al profesor de secundaria le correspondía mantener y mejorar lo ya hecho, pero, sobre todo, iniciar a un puñado de alumnos escogidos en los que se consideraban, sin discusión, los saberes dignos de ser aprendidos, léase disciplinas o asignaturas, de la única manera en que se suponía que podían serlo. Hoy, el entorno comunicacional que espera al alumnado ya es otro, dominado por los recursos digitales, en los que los docentes tienen una formación nula o muy débil; los elegidos han ido aumentando, de grado o por fuerza, hasta ser la totalidad de los adolescentes, mientras los saberes y las maneras de aprender se multiplican y, por ello mismo, dejan de ser indiscutibles. El efecto de esto es tornar siempre insuficientes y a menudo inadecuados, al menos, las competencias comunicativas de todos los docentes, los conocimientos sustantivos del maestro y la capacidad pedagógica del profesor de secundaria, sobre todo tras una formación inicial que apenas ha evolucionado.
Por si fuera poco, también ha cambiado su posición relativa. En el inicio del proceso de modernización, la formación del docente lo situaba por delante de la inmensa mayoría de los progenitores de sus alumnos. Hace un siglo, según el anuario de 1915 y el censo de 1910, había 37.041 maestros en un país de veinte millones de habitantes. En el curso 1954-55 había 79.787 maestros ejerciendo en primaria (7.352 de ellos sin título); en 2014-15 eran ya 401.815, sin contar los de educación especial, para un país de 46 millones; o sea, once veces lo de hace un siglo y el quíntuplo que hace tres cuartos para una población algo más que el doble. No es posible ir tan atrás con el profesorado de secundaria, pero sí a 1940-41, con 2.862 docentes de secundaria; o, por alejarnos de la devastación post-bélica, a 1954-55, con 4.072 profesores de bachillerato; en 2014-15 había 262.292 profesores de ESO, bachillerato y FP, además de otros 66.588 con parte de su trabajo en primaria y contados ya en esta; o sea, de sesenta a ciento diez veces lo que hace tres cuartos de siglo. En 1950, de acuerdo con el INE, 33 de cada mil activos eran “profesionales, técnicos y similares” (categoría estadística en la que se incluye a maestros y profesores); en 2001 eran 230. Ya no es la escasez lo que puede dar valor a la profesión.
La actual formación inicial del docente de Primaria es el Grado de Magisterio (4 años), pero esto es relativamente reciente. La mayoría de los maestros en ejercicio estudiaron todavía una diplomatura (3 años), y hasta 1970 los estudios de Magisterio, salvo un breve periodo republicano, estuvieron alineados con el nivel de Secundaria, solo que especializados. Hoy, las notas de acceso y salida de la carrera indican sin equívoco que es muy fácil entrar y más aún aprobar, y los cuatro cursos se reducen a poco más de tres si se descuenta el prácticum. En cuanto a la del profesor de Secundaria, después de decenios con la inútil ficción del CAP hoy requiere, aparte del grado universitario -hasta hace poco licenciatura- previo, un máster específico de un año con un prácticum que supone el 30% de la carga en créditos pero se lleva el 50% del curso académico. El diagnóstico generalizado es que la formación del docente sigue siendo muy débil en general para Primaria y pedagógica o profesionalmente débil para Secundaria. A esto se añade, primero, que la universidad no es capaz de dirigir ni controlar el prácticum, mientras que los centros de Primaria y Secundaria, dado que solo son colaboradores, no se sienten obligados ni inclinados a hacerlo de forma efectiva, lo que lo convierte en un coladero ineficaz; segundo, que la llave de acceso a dos tercios del sistema, la enseñanza de titularidad pública, sigue estando en unas oposiciones librescas que de ninguna manera garantizan la competencia docente, si es que el educador ha de ser algo más que un transmisor de información mascada.
Una reforma a fondo de la formación inicial a la altura de los desafíos del nuevo entorno global, digital y transformacional y de la centralidad de la educación en el mismo debería, por un lado, reforzar la formación teórica y científica del profesorado (general para el de primaria y educacional para el de Secundaria), previendo que este tendrá, a lo largo de una vida profesional larga en un entorno complejo, cambiante e incierto, que estar en condiciones de analizar, diagnosticar, innovar y seguir aprendiendo; por otro, dar mayor peso a la formación y la selección en la práctica, ampliando el periodo de residencia en el centro y condicionando al desempeño en el mismo el acceso definitivo a la profesión. Este doble movimiento podría hacerse sacando definitivamente el prácticum de los estudios universitarios para dejar a la universidad hacer lo que mejor sabe y puede hacer, que es la formación teórica, y encomendándolo por completo a quienes están realmente en condiciones de organizarlo y dirigirlo, que son los empleadores (administraciones y patronales) y los profesionales en ejercicio, ya de forma más sistemática, remunerada y prolongada (llámese igual o, como ahora se propone, MIR docente).
En cuanto al acceso al empleo, bien podría dividirse en dos fases: una de acreditación, regulada por universidades y administraciones, y otra de contratación, por los centros. La acreditación podría ser el resultado del título universitario más la evaluación positiva del periodo de prácticas, y la contratación, establecidas unas normas generales, ser dejada a los centros y/o a las autoridades locales, que son los que pueden conocer las necesidades sobre el terreno. Huelga explicar que con tal modelo no harían falta oposiciones. Por último, la carrera docente debería situarse en algún lugar intermedio entre la inamovilidad y la precariedad. Más allá de la formación inicial, el aprendizaje del saber hacer docente es largo, descansa fuertemente en la experiencia y como mejor se transmite es a través de esta, en la colaboración, por lo que la estabilidad y un horizonte cierto en el empleo son elementos necesarios para el desarrollo en la profesión y activos muy relevantes para la institución; pero, en el extremo opuesto, la inamovilidad, inanidad e impunidad actuales del docente funcionario se han convertido en una rémora para ella, por lo que se precisa estudiar formas intermedias, que pueden ir de un contrato laboral protegido o reforzado a un estatuto funcionarial relativizado, no incondicional. Quizá no esté de más recordar que el contrato laboral, que ya rige en los centros privados y concertados, fue la reivindicación central del profesorado no funcionario de la escuela pública en los años de la transición política y primeros de la democracia, cuando se gestaba la figura actual de la profesión.
Por último, la mejora de la institución escolar requiere la recuperación de un tiempo de trabajo del docente que muchos mantienen e incluso estiran, pero en el caso de otros, no menos, se ha perdido: me refiero al horario y el calendario no presenciales. Sin cuestionar los derechos eventualmente adquiridos por los docentes ya en ejercicio (que podrían, no obstante, ser voluntariamente atraídos hacia unas nuevas condiciones de ejercicio profesional con incentivos varios), la contratación de nuevo profesorado debería devolverlo progresivamente a los centros, pues en esta profesión la proximidad física y el contacto informal son la columna de la tan necesaria colaboración, y la ausencia de los profesores del centro fuera de su horario lectivo o poco más provoca su infrautilización, favorece su burocratización y limita su capacidad de iniciativa, de adaptación al entorno y de resolución de problemas.
Aunque, para salir del terreno de las abstracciones, en este texto no se han ahorrado detalles de posibles cambios, todos son sin duda discutibles y deben distinguirse de lo esencial: reforzar la formación universitaria del profesorado, establecer una etapa sólida de formación práctica y evitar las disfunciones de la poltrona funcionarial. Esto entraña una carrera inicialmente más dura y más difícil, pero ese es uno de los dos pies del prestigio profesional tan añorado. El otro es un buen desempeño, comprometido, eficaz y eficiente, lo que quiere decir mejorar la vida de los centros y mejorar los resultados de los alumnos, en el sentido más amplio. Con eso, el prestigio volverá solo; sin eso, nunca, porque es cuestión de valor social real, no de marca.