Pronto se cumplen veinte años de la introducción en la legislación educativa española de las competencias y seguimos, tiempo después, buscando las “cajas negras” de la educación, aquellas que esconden la verdad sobre lo que hay que hacer. Una verdad que todo el mundo cree poseer pero que se desliza cada vez que llega el momento de decidir qué expresión de las competencias y de las áreas o materias definirá el recorrido de un estudiante al final del año académico. No es algo nuevo: el avión lleva tiempo fallando antes de aterrizar.
Cada curso, seguimos robando el fuego a los dioses cual Prometeo para entregarlo en cada uno de nuestros claustros —todos creemos saber cómo poner esa dichosa “nota de la competencia”, lo hacemos como buenamente podemos o aconsejamos al de al lado—. Pero sea como sea, cualquier reunión de equipo docente se “incendia” al final de curso para dilucidar a vuelapluma qué competencia lleva quién y por qué, una vez se pongan siempre en primer lugar las famosas calificaciones que, como antaño, marcan el devenir de cada proceso evaluador. Todo, al final, se resume en un número, o en un número traducido a comentario. “Pero, recuerda, eres mucho más que tu nota”, le seguimos diciendo al alumno derrotado, para levantar su ánimo.
La bifurcación en el modelo de evaluación lleva años en un sistema en el que predominan nuestros inherentes modos de hacer. Estos subyacen incrustados en una identidad docente que se construye a partir de nuestras vivencias y aprendizajes de cuando nosotros éramos los que estábamos sentados en un pupitre. Diferentes sesgos impiden que cualquier cambio de planes rompa nuestros esquemas previos. Esas montañas de materiales preparados de cuando empezamos a dar clase y esas interminables tablas en excel de criterios de evaluación traducibles en porcentajes aún nos sirven. Valen su peso en oro, diríamos cualquiera de nosotros.
La historia del Magisterio marca lo que ocurre con la evaluación competencial. Seguimos enseñando a los alumnos de hoy como enseñamos a los de ayer, a pesar de que el mundo de ahora sea muy diferente. Un cuerpo docente con escaso reconocimiento social y casi sin ningún incentivo en su carrera profesional pervive agazapado a estructuras pedagógicas y organizativas fundadas en la escuela decimonónica. La misma en la que crecimos, vaya, en aquel tiempo en el que “a mí me fue bien”. Seguimos fallando en el escaso afán reflexivo, o más bien en cómo pasar de la reflexión a la acción para atender a quienes sufren mil formas de marginación dentro y fuera de la escuela. Porque la reflexión es precisamente eso: la acción de volver atrás para revisar qué o quién se nos ha quedado por el camino.
Siempre nos saldrá más a cuenta decir que esto de la competencia es un “invento” del Banco Mundial o la OCDE, una verdad que de fondo encierra, como indica Carlos Lomas (2023), “un alarmante deslizamiento entre una acepción y otra del término”; una pugna ideológica, parte tal vez de esa batalla cultural más amplia, que no tiene nada que ver con el uso que, por ejemplo, ya hacía el lingüista Noam Chomsky de la noción de competencia comunicativa en los años cincuenta del pasado siglo.
Es más fácil, de todos modos, repetir ese cliché que mirar hacia los fundamentos de la renovación didáctica basados en la fortaleza del conocimiento experiencial, la inclusión como derecho (también educativo), el trabajo por los Derechos Humanos, la cooperación como fórmula para aprender o el éxito contrastado de las comunidades de aprendizaje. Todo ello está muy relacionado con esa educación competencial que tanto rechazo suscita, pero la forma de mirar la profesión —esa especie de ADN docente— sigue, una vez más, marcándolo todo.
Con la EBAU al final del ciclo, segundo de Bachillerato funciona como muro de contención de la gran incoherencia del sistema: cómo hacer prevalecer un enfoque competencial, contextualizado, donde el estudiante movilice sus conocimientos en pos de necesidades vitales, en un curso exprés que se enfoca casi en exclusiva a las exigencias de pruebas memorísticas donde lo importante no es ya aprobar, sino conseguir la nota de acceso necesaria para el grado deseado. Todo lo demás pasa a un segundo plano, y por mucho que nos digan no vamos a dejar de prepararlos para unos exámenes que, paradójicamente, cada vez tienen resultados más igualados por lo alto.
Los enfoques estructurales del sistema están condicionando cualquier intento de cambio. Llevamos décadas procurando que los maestros eduquen en saberes básicos para la sociedad contemporánea, sin haber antes logrado modificar los complejos contextos donde trabajan. La propia palabra “innovación» se ha vaciado de significado, en un ejemplo más de lo que Paul Valéry denominaba como régimen de sustituciones rápidas. La acción de innovar se ha desgastado por haber sido un comodín de realidades superfluas dentro de un cíclico desfile de ismos educativos donde se ha perdido el valor de lo esencial.
Una competencia es una forma de creación de aprendizajes en forma de experiencias compartidas y replicables. Conocimientos situados al servicio de la colectividad, entendida también en ellos la necesaria humanitas que se desvanece en el horizonte de un planeta lleno de injusticias, riesgos ecosociales y desigualdades.
Todas las competencias clave se interrelacionan y se entrelazan de forma inherente en cualquier buen planteamiento didáctico. Por eso, establecer una bifurcación en su tratamiento a la hora de conceptualizar los avances —poner “notas” a las materias y, luego, a las competencias— representa una gran incoherencia del sistema: nunca debieron desgajarse de lo que entendemos dentro de cada disciplina del saber.
Las competencias no son solo avances medibles o evaluables. También nos ofrecen una pista crucial para dilucidar que las categorizaciones tal vez ayuden a simplificar el mundo, pero no a entender cómo aprendemos, ni cómo funciona nuestro cerebro al utilizar lo aprendido. ¿Acaso la resolución de un problema matemático no implica un proceso previo en el que se demanda una alta competencia lectora? ¿Acaso los fundamentos del arte no encierran lenguajes y elementos técnicos usados para dar solución a una necesidad de forma creativa? Si reconocemos que en todo ello hay competencias interrelacionadas, ¿por qué nos empeñamos en seguir enlatando el conocimiento en compartimentos heredados del pasado?
Lejos de intentar solucionar un asunto muy complejo, mi propuesta pasa por distinguir de una vez por todas calidad de cantidad, dando prioridad a lo primero. Nutrirnos más de la observación como estrategia para crecer profesionalmente (para lo cual hay que entrar a otras aulas) y avanzar en mejorar el feedback con nuestro alumnado como motor para favorecer muchos aprendizajes, la autonomía y la propia autorregulación. Poco más. Creo que lo otro, lo que no hemos sabido resolver en veinte años, llegará solo, con el tiempo, cuando todos comprendamos a dónde nos están llevando esas incoherencias del sistema, y qué consecuencias han tenido. ¿No es verdad eso de que del error también se aprende?
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Querido amigo, como ya te comenté, he sido un sufrido usuario de las diferentes leyes educativas, empecé en la escuela franquista y pasé por todas las demás como usuario y la última como jubilado que sigue ejerciendo el voluntariado docente. Acertadas palabras en tu artículo.
Las incoherencias del sistema educativo son muchas, al igual que el uso incorrecto de vocablos. De qué sirve un cuadro bonito de secuencia didáctica, si en el aula eso no se plasma. Es apenas un ejemplo de las incoherencias que se dan.
Seguimos enfrascados en sistemas educativos que sólo pretenden formar, fuerza de trabajo cualificada, en sociedades que perpetúan los mismos saberes, para mantener los mismos sistemas a todo nivel.