Una ‘buena educación’ permite no sólo acceder al conocimiento. Debe permitir también significarlo éticamente, gozarlo y compartirlo.
No siempre se ha entendido de esta manera. Se ha asociado a erudición, elocuencia, ‘buenas formas’, dominio técnico, gestión estratégica… Todo ellos aprendizajes necesarios, pero que no agotan el concepto. Podríamos afirmar, sin temor a esquivarnos, que “a los adultos que trucaron los motores de Volkswagen no les faltaba competencia lectora, ni matemática, ni científica. Probablemente, de todo ello andaban bien sobrados. Lo que les faltaba era, pura y sencillamente, ética.” (Guadalupe Jover y otros, 2020) y nosotros añadimos… ‘empatía’.
La vida escolar y el ejercicio de la docencia no se entienden sin los afectos
Es difícil imaginar que la educación en las instituciones de enseñanza pueda desplegarse en un clima relacional ‘afectivamente neutral’. No es posible una relación educativa sin un escenario emocional de acogida, simpatía, dignidad y empoderamiento; alejada de toda humillación.
La experiencia de vida escolar así lo pone en evidencia. Costaría encontrar un estudiante que calificara su vida escolar de ‘emocionalmente neutral’. El debate no está, por tanto, en la existencia o no de los afectos en las relaciones educativas, sino en si el componente emocional debe ser objeto o no de educación formal. Curioso cuestionamiento para unas instituciones que tradicionalmente no desdeñan trabajar los afectos desde la vertiente más represiva, la disciplinaria.
“Yo estoy aquí para enseñar, no para educar…” es una expresión frecuente entre algunos docentes, apoyados en corrientes de opinión contrarias al cambio de los procedimientos de enseñanza. “Para educar, ya están los padres”, apostillan también algunas familias. Quizá no sea fácil apreciar que la aplicación a la vida escolar de estas afirmaciones que, por reiteradas, escapan a una consideración en profundidad, inhabilitaría al docente para el ejercicio de su profesión. Obstaculizaría la vinculación afectiva de deseo con el conocimiento; se haría difícil despertar en el estudiante las ansias de aprender.
Una educación plena necesita del ‘deseo por conocer’
Las conclusiones de la investigación educativa coinciden con nuestras propias vivencias, al considerar que, sin curiosidad, sin deseo de aprender, es difícil abrirse al estudio de la realidad y de nosotros mismos.
Tradicionalmente, para tratar de despertar ese interés, hemos utilizado —y lo continuamos haciendo— la presión externa, el miedo a la sanción… cuando todos sabemos que el miedo no promueve aprendizajes en profundidad. El deseo surge de una vivencia emocional positiva con el objeto de estudio, con las personas que lo orientan y con las que lo compartimos. Con “la pandemia nos (…) estamos dando cuenta de lo que deberíamos haber sabido todo el tiempo: que (la presión) no puede crear un camino hacia un aprendizaje poderoso, que las relaciones son fundamentales para el aprendizaje, que los intereses de los estudiantes deben estimularse y ellos mismos deben ser reconocidos.” (Jal Mehta, 2020)
Despertar y apoyar el deseo de conocer practicando una relación basada en el temor y en el miedo es, para algunos, sinónimo de ‘mantenerse neutral’, permanecer en el plano cognitivo, en el de la razón. Curiosa cirugía ésta, que se pretende entronizar.
La crítica que hacemos a esta posición no aboga, sin embargo, por la cosificación disciplinaria de la educación de los afectos. Nos referimos a un tratamiento más cultural, transversal e incorporado ‘con naturalidad’ en la vida escolar. Tendría que ver con crear escenarios educativos democráticos, favorables al estudio indagatorio y riguroso, donde poner en juego acciones de cuidado y atención a los afectos que surgen en las relaciones de enseñanza y aprendizaje. Supone considerar el conocimiento en toda su complejidad cognitiva, emocional y social; significar el aprendizaje en su entorno vital y favorecerlo en un marco ético y empático de actuación.
La tradición escolar no juega a favor
Los sistemas escolares nacen en plena revolución industrial, a mediados del siglo XIX, en respuesta a la enorme demanda de mano de obra ‘cualificada’. Se necesita un aparato institucional (disciplinario, en términos foucaultianos) para ‘formar’ a los operarios disciplinados y obedientes de esta industria.
Además de enseñar a leer, escribir y las cuatro reglas aritméticas había que trabajar determinadas rutinas comportamentales relacionadas con respetar horarios, mantener la uniformidad de las respuestas, ‘ser funcionales’ en una cadena de producción, acatar las consignas procedimentales y las jerarquías organizativas y sociales… La aceptación o, digámoslo claro, la sumisión a un orden económicamente rentable, que genera beneficios; sobre todo para un sector de la sociedad. En este marco escolar era preciso legitimar un clima afectivo de obediencia, de temerosa evitación de la sanción y de la posible expulsión del prometido paraíso laboral, abierto solo para los estudiantes ‘más educados’.
Los más ‘negacionistas’ de la educación de los afectos defienden que los profesionales de la enseñanza deben centrarse en la instrucción, en impartir ‘doctrina’, en reforzar los comportamientos más adaptados mediante buenas calificaciones, y sancionar otros que pudiesen resultar conflictivos, aquellos que alteran la premisa de la eficacia y rentabilidad de los aprendizajes, para el mejor y más ‘adecuado’ desempeño laboral. Este era, y de alguna forma sigue siendo, el comportamiento primordial exigido al aparato escolar y demandado incluso por algunas familias y el propio alumnado.
Sin perder el propósito, aunque enmascarando su puesta en escena, se encuentra hoy en su máximo esplendor un discurso revisionista, a nuestro juicio igualmente espurio. Nos referimos a un conjunto de referencias prácticas que apoyan explícitamente la incorporación de los afectos, pero con propósitos contrarios al pleno desarrollo personal. Apuestan por trabajar los afectos en el ámbito escolar, a beneficio, esta vez, de la ‘formación’ de operarios para la nueva revolución, en este caso, la tecnológica.
Plantean como objetivo la capacidad de ‘gestionar las emociones’ para adaptarse, con ‘menor sufrimiento’, a la arbitraria e interesada modificación de los desempeños laborales, a la obsolescencia del puesto de trabajo y que se asuma ‘con resiliencia’ la penuria, por ejemplo, de los contratos-basura… Se implantan técnicas de liderazgo estratégico conducentes ‘al éxito’ (sin plantearse el bienestar emocional y la justicia social), técnicas de colaboración para el desarrollo de procesos de producción de ‘bajo coste’ (sin margen para cuestionar el sentido de la tarea que se quiere ‘optimizar’) … y un largo etcétera, conocido por todos.
Al defender el desarrollo pleno de las personas hablamos de un enfoque transformador y crítico de la educación de los afectos. Queremos trascender los requerimientos productivos, mercantiles, de consumo, de compra y venta… a los que se quiere reducir la tarea docente.
¿Quiénes deciden qué afectos deben ser promovidos y cuáles ignorados?
Las argumentaciones anteriores pretenden ayudar a reflexionar en torno a la necesidad de reconocer y trabajar los afectos en las actividades relacionales y de estudio. La pregunta que nos surge ahora es ¿Quiénes deciden qué afectos, orientación y versión de éstos deben ser trabajados desde las escuelas?
Esta cuestión es importante, porque el contenido de la respuesta, sus consideraciones y validación, configuran el modelo de persona que se defiende. No es una decisión neutral. El marco cultural dominante es quien ejerce mayor presión para orientar la respuesta y relega a un según plano la reflexión sobre la medida en que la respuesta supone un avance o no a la formación, éticamente considerada, del buen ciudadano.
De ahí la necesidad de la construcción colectiva de la respuesta, en cada contexto particular, dentro un marco común de definición y sentido de la educación de los afectos, orientado hacia el bien común y la protección de los más débiles, sin concesiones a la injusticia. Presidido por los enunciados de las convenciones internacionales de derechos comunes, la constitución y las leyes educativas, pero significado y validado colectivamente en cada realidad escolar, en cada escenario de aprendizaje.
Una cuestión clave de este proceso sería decidir qué se considera ‘apropiado’ en la expresión de los afectos. Por ejemplo, ¿se admite, o no, mostrar enojo y cuestionar la autoridad?…
Otras preguntas colectivas podrían ser… ¿A favor de quiénes se establece una determinada orientación de los ‘buenos’ afectos y a expensas de quiénes otros? ¿Cuáles podrían ser las consecuencias de considerar ‘apropiados’ determinados comportamientos para aquellos que sufren las decisiones de injusticia social?… “La noción de afecto tiene las connotaciones de intensidad y dinamismo que alimentan las fuerzas de la sociabilidad. No se puede pensar fuera de las complejidades, reconfiguraciones y rearticulaciones del poder.” (Athena Athanasiou y otros, 2009, p.6)
En la educación de los afectos consideramos por tanto que “la tarea principal no es enseñar a los jóvenes cómo deben sentirse, sino permitirles entender por qué sienten determinadas emociones en un contexto social y político en particular; por qué, quizás, no se supone que se sientan de otra manera; y cómo imaginar de manera crítica otras condiciones en las que podrían darse alternativas muy diferentes.”(Michalinos Zembylas, 2019, p.20)
La educación de los afectos, a nuestro juicio, tiene más que ver con generar condiciones de posibilidad. Configurar marcos de relaciones de enseñanza- aprendizaje que propicien la construcción de personalidades analíticas que cuestionan las normas culturales e históricas sobre las que se han construido las emociones, cómo se expresan, quiénes pueden y logran expresarlas, y bajo qué circunstancias.
Resistirse al sometimiento y crear nuevos escenarios de aprendizaje
Entonces ¿Cómo crear los mencionados escenarios y promover esas condiciones de posibilidad? ¿Qué hacer para configurar entornos en los que sea posible entender la resistencia emocional de los estudiantes, reconocer la insolidaridad afectiva dominante y contribuir a su paulatina transformación?
Mientras la pedagogía de los afectos estudia las referencias culturales, históricas, de poder… la práctica educativa necesita para su desarrollo de muchas más referencias y condiciones estructurales. La educación de los afectos desde una óptica explicativa y transformativa tendrá más posibilidades en un sistema educativo que plantea un currículo abierto, que permite y facilita su desarrollo ajustado a cada realidad. Con un profesorado, que se comporta como ‘intelectual crítico’, acorde con el pensamiento de Giroux, que problematiza el supuesto de que las escuelas son vehículos de democracia y movilidad social, sensible a la diferencia y a la desigualdad, conocedor de las relaciones de poder dentro y fuera de las instituciones educativas y de su vinculación con los “regímenes emocionales” establecidos y legitimados.
La educación de los afectos necesita docentes que construyen su desarrollo profesional con el resto de colegas, afrontando colegiadamente las dificultades que plantean las relaciones de enseñanza-aprendizaje. Profesionales que comprenden el significado emocional del estudio, ponen en práctica un estilo investigativo de enseñanza y aprendizaje, son rigurosos y minuciosos en la detección de las barreras al estudio y capaces de abordar la enseñanza de cuestiones importantes.
Instituciones escolares que fomentan del deseo por conocer, donde los estudiantes aprenden a ser sujetos conscientes de su realidad y aprenden las habilidades necesarias para configurar y vivir verdaderas democracias. “En lugar de considerarlas extensiones del lugar de trabajo, o como instituciones de vanguardia en la batalla de los mercados internacionales y de la competencia extranjera.” (Henry Giroux, 2002, p.34)
Escuelas que no se consideran únicas depositarías del conocimiento y del modo ‘adecuado’ de conducir las relaciones sociales y los consiguientes flujos emocionales. Se definen como un nodo de formación que, junto al resto de agentes socio-educativos, son capaces de colaborar para construir, en su relación con los más jóvenes, proyectos formativos de barrio, ciudad….
Sin olvidar, además, el valor que en la educación de los afectos tiene el modo particular de proceder en cada escenario educativo, en el aula, en las agrupaciones de nivel o de niveles, de materias curriculares; en los contextos formales y académicos o informales. Todos ellos son espacios donde tomar en consideración cada decisión de enseñanza, desde las que abordar la incertidumbre que significa poner en relación la vida emocional de unos y otros.
(*) Esta reflexión es fruto de la participación en el debate colectivo mantenido a lo largo del 2020 en el Grupo de Trabajo online ‘Darnos aire’. Educación y laboratorios ciudadanos. Medialab-Prado
2 comentarios
Gracias Rodrigo por mostrar esta importante iniciativa que abona por una educación del bien común y que desenmascara las bajas necesidades de un liberalismo atroz es necesario educar con amor y fe.
Gracias por tu comentario de apoyo ;-)))