Este texto plantea la necesidad de transformar la evaluación si queremos romper la inercia de la práctica y desafiar nuestros hábitos epistémicos y los modos de conocer y de fijar lo que es el conocimiento que se ha de aprender en la educación escolar. Para situar esta necesidad partimos de una reflexión sobre el sentido del currículo como fetiche y dispositivo, luego reflexionamos sobre la orientación del nuevo currículo competencial y, terminamos apuntando algunas consideraciones sobre la evaluación desde lo que sabemos hoy que están desarrollando el Ministerio y las Comunidades Autónomas.
El currículo como fetiche
Fetiche: Figura o imagen que representa a un ser sobrenatural al que se atribuye el poder de gobernar una parte de las cosas o de las personas, y al que se adora y se rinde culto.
Al currículo en España se le otorga el poder de gobernar una parte de las ‘cosas’ de la educación escolar y de las vidas de docentes y estudiantes. También es la pauta para el negocio de la educación. Y para el enfrentamiento entre apocalípticos e integrados. Por eso se le rinde culto, porque como al fetiche se le carga de sentidos: “nada se puede cambiar porque no lo permite el currículo” dicen algunos docentes; “has de saber programar según el currículo” dicen quienes forman a futuras maestras; “los cambios en el currículo necesitan tiempo para adaptar los libros de texto”, señalan los editores; “el currículo sigue un enfoque neoliberal’, apuntan quienes cuestionan la perspectiva competencial; “favorece el antiintelectualismo populista” claman quienes se mantienen en un tiempo que nunca fue. Y es que el currículo es un dispositivo de gobierno de las subjetividades y por eso, es un territorio en disputa. Para quienes sienten que no se enseña lo que se ‘debería’ aprender (casi siempre lo que ellos enseñan), para quienes reclaman que hay que volver a ‘lo básico’, para quienes toman el ‘debe ser’ como bandera para delimitar espacios de poder-saber.
¿Pero qué es el currículo -no como documento que esboza lo que se ha de enseñar y evaluar ni como lugar simbólico que dibuja un tipo de sujeto para un tipo de sociedad? El currículo puede ser un dispositivo normativo. Pero también de experimentación. En palabras de L. Stenhouse sería “una hipótesis de acción”. Puede ser elaborado por un grupo de expertos escogidos por quienes tienen la delegación política de ‘aprobarlo’. O puede ser un documento que se gestiona a partir de encuentros entre colectivos que contribuyen a que sea una hoja de ruta que recoja la pluralidad y priorice aquello que refleja -en la medida de lo posible- lo que pueda contribuir a un proyecto de vida en común. Un currículo puede ser un documento de 15 páginas que orienta o de más de 200 -como en algunas comunidades autónomas- que determina. Un currículo puede ser un espacio para explorar, mover, agitar, transformar o un texto que se ha de seguir como si de una guía religiosa de vida se tratara. Esta última visión requiere que lo que se ha escrito -en el currículo- tenga una oscuridad necesaria que requiera la labor de los intérpretes-formadores. También puede ser un modo de relación entre cada profesor y cada estudiante.
El currículo en la LOMLOE
La LOMLOE, su propuesta curricular, hace un puente con el marco conceptual y organizativo que promovió la LOGSE. Las novedades, lo que se ha hecho más visible en los medios y los textos ministeriales disponibles, es una renovación de la organización por competencias y la intención de reducir el sentido “enciclopédico” del currículo mediante campos transdisciplinares en los que confluyan ámbitos (en Primaria) y materias (en Secundaria). Vamos a situar y revisar estas dos novedades.
El aprendizaje por competencias no es una propuesta novedosa. Las competencias entraron en el sistema educativo en 2006 (Real Decreto 1631/2006, de 29 de diciembre), como fruto del impulso que le dio la OCDE y la orientación de las pruebas PISA. La clave de su formulación es que no solo hay que aprender ‘qué’ (información, estrategias, algoritmos, etc.) sino que ha de ‘servir para algo’. Se ha de poder transferir lo que se aprende a situaciones cotidianas. Que sea una organización como la OCDE la que marque la pauta, puede hacer esta orientación sospechosa de ser portadora de una visión neoliberal. Pero también puede ser vista como una oportunidad para ir más allá del academicismo acumulativo y del aprender para olvidar. Porque como nos comentó Irit Rogofft, no importan tanto lo que dicen los documentos sino lo que hacemos con ellos. Y aquí viene la necesidad de revisar cómo el profesorado y los centros, se han apropiado en estos casi quince años del aprendizaje por competencias. Cómo en lugar de relajarse o situarse en un sinsentido, a muchos de ellos -como los implicados en la Xarxa de Competències Bàsiques, les ha permitido ‘mirar’ a los estudiantes desde sus posibilidades y no desde sus carencias, plantearse otra mirada sobre el aprender, revisar el sentido acumulativo de los contenidos y, quizá lo más importante, replantear la evaluación, dándole una dimensión formativa, trianguladora y favorecedora del sentido de aprendizaje del propio estudiante.
Que ahora se pongan nuevos nombres a las competencias que se señalaron hace tres lustros no debería sorprender. Hay sistemas educativos que cada 10 años hacen balance, señalan logros y apuntan cuestiones sobre las que es necesario mejorar. Que sean estas las competencias las más adecuadas, así como su sentido, pueda (ha de) estar sometido a debate y discrepancia. Pero las sociedades, si logran apartar el debate partidista sobre estas cuestiones, pueden llegar a acuerdos que recojan los aspectos compartidos de lo que podría servir de base para que lo común predomine. Por eso, las ocho competencias que presenta la LOMLOE, se pueden ver como límites o como posibilidades. Se pueden considerar como un cambio de nombre a lo Lampedusa, para que todo siga igual. Pero eso depende de que no se conviertan en un fetiche y que se les dote de sentidos en cada contextura. El cómo hacerlo puede ser el tema de otro texto que ha de tener en cuenta lo que sabemos sobre cómo se favorecen los procesos de cambio educativo sostenibles.
El otro aspecto es el de los ámbitos en los que confluyen conocimientos provenientes de diferentes disciplinas y saberes. Esta propuesta ya se da en Primaria y presenta resistencias y dificultades en Secundaria. Resistencias porque buena parte del profesorado de secundaria define su identidad docente vinculado a una asignatura (soy profesor de, …), a ese grado o licenciatura que le hace sentirse experto. Dificultades, porque requiere una visión del conocimiento más situada que sobrepase la descontextualización de las disciplinas clásicas. Roger Bacon, en el siglo XIII, impulsó una nueva forma de conocimiento basado esencialmente en la experiencia y el pensamiento racional. Según él, “todas las ciencias están conectadas; se prestan mutuamente ayuda material como partes de un gran todo, cada uno haciendo su propio trabajo, no por sí solo, sino por las otras partes; a medida que el ojo guía el cuerpo y el pie lo sostiene y lo guía de un lugar a otro”. A la vez que precisa de una gestión del tiempo para compartir con otros, que la mayoría de los centros de secundaria no posibilita y del que el profesorado parece no disponer.
Para no situarnos desde la carencia y la dificultad, recordamos que hay centros que ‘ya’ trabajan y se organizan por ámbitos, cuyas experiencias y saberes han de ser rescatados para compartirlos con otros docentes. Por eso necesitamos también más investigación educativa centrada en el conocimiento pedagógico que se genera en escuelas e institutos.
Llegados a este punto se hace necesario recordar que las propuestas y prescripciones del nuevo currículo, afectan a la orientación de la evaluación y, por tanto, a la trayectoria del alumnado. Porque tal como argumentaba Judah L Schwartz, cuando George Bush planteó a finales del siglo XX la iniciativa School of the 21st Century, “si queremos transformar el currículo, primero hay que cambiar la evaluación”. Pero ¿qué dicen y no dicen las propuestas ministeriales a las que hemos tenido acceso hasta ahora? ¿Qué implica una evaluación que “garantice una educación inclusiva y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida para todos y todas”?
La evaluación como y para el aprendizaje
Lo que sabemos hasta ahora de la evaluación en relación con el “nuevo” currículo de la LOMLOE es muy poco y tiene un carácter general. Sabemos que en el cuarto curso de educación primaria todos los centros realizarán una evaluación de diagnóstico de las competencias adquiridas por los estudiantes. Esta evaluación, responsabilidad de las Administraciones educativas, tendrá carácter informativo, formativo y orientador para los centros, para el alumnado y sus familias y para el conjunto de la comunidad educativa. También sabemos que en Secundaria la evaluación de los aprendizajes de los estudiantes será continua, formativa e integradora. En todo caso promocionarán quienes hayan alcanzado los objetivos de las materias o ámbitos cursados o tengan evaluación negativa en una o dos materias. Para el bachillerato sabemos que el profesorado de cada materia decidirá, al término del curso, si el alumno o alumna ha logrado los objetivos y ha alcanzado el adecuado grado de adquisición de las competencias correspondientes. Pero este marco nos dice muy poco de lo que sería el meollo de las decisiones sobre la evaluación y nos deja en espera hasta saber cuál será el perfil de salida de cada etapa educativa; o la relación entre saberes, contenidos y criterios de evaluación en la que trabajan el Ministerio y las Comunidades Autónomas. O las situaciones personales, sociales y culturales que ha de tener en cuenta el profesorado para diseñar experiencias de evaluación y vincularlas con las competencias específicas. Y, sobre todo, no sabemos cómo se concretará lo que se ha de aprender y cómo aprenderlo con sentido.
Hasta aquí, los planteamientos -resumidos de forma muy telegráfica- de la política educativa en materia de evaluación y lo que sabemos de lo que se está pensando para la concreción de la organización de los aprendizajes vinculados a las competencias y relacionados con los ámbitos y las materias. Pero no saber no nos impide preguntarnos y pensar ¿cómo aprovechar este nuevo marco para seguir reflexionando y mejorando la evaluación?
Inevitablemente se evalúa de acuerdo con una forma de pensar la educación, la enseñanza y el desarrollo del currículo, según las concepciones que se tienen del alumnado, del aprendizaje y de la materia que se enseña. Sin embargo, aunque la declaración de principios inicial de la LOMLOE es que la evaluación sea formativa con carácter general, nos da la impresión de que, a medida que se va entrando en cada uno de los niveles educativos, se va convirtiendo progresivamente en continua, y ya en el bachillerato es simplemente una evaluación positiva por materias. Salvo por algún matiz (eliminación de las reválidas…) estamos en el mismo escenario: una evaluación por materias trufada por las competencias.
A pesar de todo lo que se ha experimentado desde el 2006 sobre la evaluación por competencias, y que, por ejemplo, Neus Sanmartí ha recogido en su último libro ‘Evaluar y aprender un único proceso’, nos queda aún un largo recorrido para que llegue a la vida de las aulas y los centros. Y es que no sabemos si evaluamos para ver lo aprendido de lo enseñado, o se enseña y se obliga a aprender porque hay que evaluarlo. Y es que el desarrollo de una evaluación formativa y holística podría llevarnos hacia una evaluación justa y equitativa, que se adapta a cada estudiante; subjetiva y autorreferencial, que valora su progreso; cualitativa porque utiliza una variedad de instrumentos, a través de los cuales se evalúa su desarrollo integral y devuelve la información individualmente. Algo que todavía queda lejos de los textos oficiales y de la cultura docente. No hay que olvidar que la desmedida presencia de la evaluación de rendimiento, con todo lo que eso significa, puede ser una de las causas del fracaso escolar, de la desmotivación del alumnado (de todos, también de “los de éxito”) y de la falta de calidad de la enseñanza. Esto último porque separa los medios de los fines. Y es que el hecho de evaluar no tiene que producir efectos negativos. Si los causa es porque no tienen relación alguna con el proceso formativo -en todas sus posibilidades- del alumnado.
Pero, sobre todo, nos queda mucho por deliberar sobre cómo asegurar que lo que llamamos “evaluación” nos permite afirmar que refleja lo que cada estudiante ha sido capaz de aprender sobre sí mismo, de las experiencias de aprendizaje que le ha ofrecido el centro (el “contenido del currículo”) y el mundo que le rodea. Cómo convertir esa mirada sobre sus logros y sus dificultades en un detonante que le permita situar sus limitaciones y vislumbrar la forma de superarlas.
Por otra parte, la repetición de curso, en la que España está a la cabeza en Europa, se ha mostrado indiscutiblemente ineficaz, resulta económicamente costosa e ineficiente y constituye una de las principales causas endógenas del fracaso escolar. Una evaluación excluyente, sancionadora y de control, basada en pruebas frecuentes -a menudo de papel y lápiz, y estandarizadas, es contraria a su sentido educativo y a la diversidad humana, generando abandono y exclusión.
Repensar la evaluación en el marco de las prácticas de enseñanza y aprendizaje que parece demandar la nueva propuesta de currículo, es necesario por la diversidad de funciones que hoy se le asignan a la evaluación. Se le pide que cubra cada vez más necesidades, se aplica a más aspectos, y termina por convertirse en un concepto, a menudo, meramente nominativo, ya que se evalúa por muchas razones. De aquí la importancia de rescatar y fomentar prácticas educativas que favorezcan el aprendizaje de todo el alumnado, quitándoles el peso y la presión que ha alcanzado lo que Gimeno Sacristán denomina ‘la obsesión evaluadora’. Los cantos en favor del control de los resultados, la competitividad, la gestión privada, el profesionalismo, la eficacia, la enseñanza por competencias, la ‘excelencia’, los recortes de políticas públicas solo buscan señales ‘seguras’ de efectividad del sistema. Además, en general lo pretenden utilizando valores sustitutivos aproximados, cada vez más utilizados en los algoritmos que dominan la inteligencia artificial y que, como han mostrado matemáticas como Cathy O’Neill, se están convirtiendo en Armas de Destrucción Matemática, sobre todo para las poblaciones más desfavorecidas. Mientras tanto, se nos aleja cada vez más la posibilidad de llegar a una acertada valoración del aprovechamiento educativo de los estudiantes para ayudarles a orientarse en sus estudios y en la elección de una profesión o descubrir actitudes e intereses específicos para alentar y facilitar su desarrollo y realización.
Para seguir con la conversación
De todo lo anterior se infiere que las orientaciones y finalidades de la evaluación es lo que termina por ‘cerrar’ el currículo. Que se puede dar el caso que el currículo posibilite propuestas que reclamen apertura e imaginación pedagógica para favorecer la equidad y que, las modalidades de evaluación terminen amparando una visión del conocer y el aprender que se centre sólo en dar cuenta de la fidelidad a los criterios de reproducción establecidos por los docentes o los responsables de las pruebas estandarizadas. Lo que nos lleva a destacar la importancia de evaluar las fortalezas y debilidades de las propuestas curriculares y el sistema educativo como un todo.
(*) La imagen inicial es del artista japonés Tetsuya Ishida (1973-2005), perteneciente a la exposición «Ishida. Autorretrato de otro», organizada por el Museo Reina Sofía. Puedes descargarte el catálogo de la exposición.
1 comentario
Hola Javier Marrero-Acosta
Quiero saber sobre didáctica, como se define hoy en pleno siglo XXI. En pandemia..