Para pensar el aula no hay que formar un pelotón de fusilamiento. No hay que “disparar” contra nadie y mucho menos contra los maestros. No se puede, en definitiva, cambiar la escuela sin confiar en quienes son los artistas indiscutibles del milagro de aprender. No necesitamos que nadie nos lo explique, basta que alguien lo evoque, pues todos los padres recordamos el día en el que un hijo descubrió que sabe leer. Verles progresar es muy satisfactorio, pero yo querría tener el don de la escritura para congelar ese momento en el que el niño supo, con nosotros de testigo, que sabía leer y que todo cuanto existía le hablaba y le proponía una conversación fascinante. Nuestra gratitud hacia las maestras que supieron acompañar el proceso se hacía infinita.
No sólo todo te habla, sino que todo parece tener sentido. Nos pasa lo que sucede y sucede lo que (nos) pasa. No hay diferencia entre estar en el aula y estar en la vida. La continuidad es perfecta. Nuestra vida es plena, porque no se hace de fragmentos que luego debemos conciliar. No hay afuera, ni adentro. Aprendemos en cualquier lugar, de cualquier persona y en todo momento. La educación es expandida porque es ubicua, colectiva y común. O, con otras palabras, no es un evento cerebral, individual o formal. Y eso convierte a los maestros en imprescindibles. Tal vez discutamos sobre los profesores, pero nunca de los maestros. Y se explica fácil, porque mientras los primeros se imaginan como transmisores de saberes, los segundos son constructores de personas. No es un concurso, sin embargo, lo que quiero describir.
El aula es sagrada en ambas situaciones. Los saberes especializados son los ladrillos con los que se hace el mundo que habitamos. No discutimos su relevancia, pero para recorrerlo se requiere de una sabiduría que hace hospitalarias nuestras calles. Unos y otra se coproducen y se necesitan mutuamente. Sin maestros no hay profesores, como sin saberes no hay sabiduría. Sin maestros no hay urbe y sin profes no hay ciudad. Pero el objetivo de estos párrafos no era elogiar la escuela, sino explorar su permeabilidad con la vida.
Me gusta esa escuela sin fronteras que inventan los niños y me gustaría saber cómo prolongarla. Quisiera entonces imaginar a los niños como facilitadores. Tenemos muchas cosas que aprender de ellos y podemos intentarlo. Suponer que no es el azar lo que gobierna sus vidas ya es un gesto tan radical como poético. Su energía, su confianza, su asombro siempre fueron ejemplares. Sólo recordarlo ya es inspirador. Pero no es de lo obvio, sin embargo, de lo que quiero hablar.
Me intriga especialmente la fluidez de su mundo, la capacidad para desafiar fronteras, la habilidad para colonizar espacios o la facilidad para conectar situaciones. Me interesa esa escuela que no distingue saberes ni excluye experiencias, esa aula que se abre al exterior que viven los colegiales y que se nutre del afuera que habitan los niños. Quiero acercarme a esa educación menor, ya sea por la edad de los destinatarios, ya sea por la titulación de quienes la imparten. No discutiré sobre su tamaño ni jerarquía, porque me interesa lo que tiene de admirable y ejemplar.
Lo repetiré con otras palabras. Me fascina que no haya distinción entre lo que pasa y lo que nos pasa. Me atrae la naturalidad con la que se hibridan sin esfuerzo la vida de las plazas con la vida de las aulas. Deberíamos aprender a preguntarle a los niños cómo lo hacen. Deberíamos consultarles y dejarnos afectar por sus respuestas. Deberíamos convertir a los niños, como se dice ahora, en codiseñadores: deberíamos ser menos paternalistas y más afectivos. Tenemos, en definitiva, mucho que desaprender.
La escuela puede hacerse porosa buscando también en otras fuentes de inspiración. Las nombraré de una manera directa: los movimientos sociales debieran ser parte del sistema educativo. Movimiento social es el genérico que utilizamos para nombrar a los colectivos ciudadanos, las agrupaciones vecinales o las asociaciones de afectados. En su conjunto configuran una especie de sistema de alerta temprana que nos avisa de todos los problemas que nos conciernen. Operan como catalizadores en esa alquimia que regula los cambios en nuestro mundo. Y es verdad que la prensa suele mostrarlos como agentes políticos o, en otras palabras, como colectivos que se dedican a protestar contra lo que les parece injusto y contra quienes desgobiernan. Pero no es de política de lo que quería hablar en este texto.
Los movimientos sociales también pueden ser vistos como agentes cognitivos por su capacidad para identificar nuevos problemas, hacerse distintas preguntas y obtener nuevas respuestas. Hace años que están transitando desde la protesta a la propuesta. No es que hayan dejado las formas tradicionales de lucha (manifestaciones, huelgas, plantes, pancartas, campañas, pintadas o mítines), sino que cada día es más frecuente verlos en foros donde aportan análisis basados en evidencias que tratan de desestabilizar el punto de vista oficial, canónico o hegemónico. Es obvio que no tienen toda la razón, y quizás tampoco los mejores datos. Tener razón y tener datos son cosas que cuestan mucho dinero y mucho tiempo. No están al alcance de todos. Pero la fragilidad de sus planteamientos no es sinónimo de desvarío o manipulación, sino expresión de su heterogeneidad y, como consecuencia, de la naturaleza tentativa, incompleta y, en fin, mejorable que tiene el conocimiento de los asuntos complejos. En definitiva, no les falta razón a unos para desconfiar y a otros para reclamar. Pero no es de epistemología de lo que queríamos conversar.
Los movimientos sociales entonces nos enseñan por donde sangra nuestro mundo y nos muestran soluciones provisionales o, al menos, nos invitan a conversaciones necesarias. Son actores tan limitados como pertinentes. Ninguna organización sana prescinde de quienes discrepan y convierten la gobernanza en una forma de incorporar la diferencia. La diferencia entonces es tratada como una suerte extraña de emprendimiento que moviliza otras sensibilidades y nuevos saberes. En términos históricos corresponde a los activistas el mérito de habernos mostrado que había urgencia por ensanchar el espacio público y hacerlo más inclusivo, hospitalario y equilibrado. Y hoy que tanto nos gusta hablar de innovación, sería justo decir que nuestro mundo tiene con ellos una deuda impagable y deberíamos hacer más para reconocerla. Pero no es de historia de lo que quiero hablar.
Hubo un día que supimos incorporar a los sindicatos y luego a las familias a la gestión de los centros escolares, y ahora no debería demorar mucho más la incorporación de la sociedad civil organizada, eso que también llamamos tercer sector y que antes identificábamos como ONG. Ya lo hemos dicho y lo repetiremos. Lo que nos importa de ellos es su capacidad para identificar problemas, escuchar afectados, articular descontentos, recabar información, documentar procesos, contrastar opiniones, aislar prioridades, producir datos, calibrar consecuencias, medir impactos, ofrecer soluciones y, en fin, mediar conflictos. Es un error que sólo veamos en ellos agencia política. Pero no es de la ceguera de nuestras instituciones de lo que nos proponíamos conversar.
Una escuela dispuesta a abrirse al exterior tendría que tomar en serio las dos posibilidades: escuchar a los niños y captar a los activistas. No se trata de infantilizar a los segundos ni de mortificar a los primeros. No queremos lo peor de ambos mundos, sino lo que pueden aportar para hacer más fluida y realista la relación entre la escuela y su entorno. Traer esas inquietudes vecinales al aula de la misma manera que los niños llevan al cole sus conversaciones de tobogán. Y, desde luego, estaría estupendo que los encuentros no se imaginaran como un traspaso de contenidos o de eso que con cierta grandilocuencia se llama conciencia ciudadana. Hacer más mundana la escuela no significa hacerla inútil. Recuerden que todo lo que queremos hacer con las maestras, y esas mujeres no se dejan engatusar por el palabrerío que nos circunda. Pero no son los manipulares a quienes quería evocar.
Los cuentos de terror siempre fueron grandes activadores de la imaginación infantil, pero abusar de ellos sería un poco sádico. Lo mundano puede ser un territorio fértil. Debería haber mucha levedad y mucha generosidad en esos encuentros de saberes, de mundos y de aspiraciones. Nada nos obliga a imaginar mundos que para ser mejores tengan que ser aburridos, rigoristas y discriminatorios. Podemos intentar que el acercamiento al entorno sea algo divertido, provisional y empático. Los activistas no tienen licencia para aburrir, ni más privilegios que los banqueros o los jueces para compartir lo que saben asfixiando nuestra ya muy mermada capacidad de asombro. Pero no era de monologuistas u otros cómicos de quienes queríamos charlar.
Queríamos volver a plantear la necesidad de abrir la escuela. Queríamos que dicha apertura no la diseñaran los pedagogos, sino los visionarios del tobogán y los emprendedores las plazas. Queríamos que fueran los niños y los activistas los promotores del cambio. Queríamos que esa conversación no se demorara y que fuera garantizada por nuestras maestras. Queríamos homenajearlas otra vez y decirles que siempre confiaremos en ellas. Queríamos también reconocer la deuda que tenemos con los activistas de todos los tiempos, luchas y lugares. Queríamos decirles a quienes llegaron hasta aquí que esa conversación no es una ocurrencia febril de última hora. Quería compartir que todo esto que les he contado lo aprendí en MediaLab-Prado y que funciona. Quería, en fin, homenajear también a una institución hoy amenazada en Madrid y que merece toda nuestra admiración. Quería hablarles de brokers y se me saltaron las lágrimas.
(*) La imagen inicial es del artista japonés Tetsuya Ishida (1973-2005), perteneciente a la exposición "Ishida. Autorretrato de otro", organizada por el Museo Reina Sofía. Puedes descargarse el catálogo de la exposición.