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La teoría es mucho mayor que la provincia de los intelectuales… Todo el mundo tiene un conjunto de teorías, compuesto quizá por hecho y valor, historia y mito, observación y folclore, superstición y convención… Quienes rechazan toda teoría, quienes hablan de sí mismos como personas llanas, prácticas y virtuosas porque carecen de teoría están atrapados por las teorías que los atan y los inmovilizan, porque no tienen posibilidad de pensar sobre ellas y por tanta de eliminarlas. No carecen de teoría; son teóricos estúpidos (Inglis, 1985, p. 40)
Esta cita de Inglis, recogida por Carr (2002, p. 51) sintetiza, a mi modo de ver, uno de los problemas de los que adolece este mundo nuestro, el educativo: la ruptura entre teoría y práctica mediada por el valor de la experiencia.
Resulta tremendamente llamativo el desprecio que por la teoría educativa (lo que ellos entienden por teoría y de lo que hablaremos más adelante) sienten, muchos de los docentes que luego abanderan la importancia del conocimiento respecto de sus disciplinas, cuando a trabajar con sus estudiantes se refiere.
Esta ruptura, tradicional ya en nuestro ámbito, entre lo que se ha venido a llamar “Teóricos” y “Prácticos” tiene que ver con la naturaleza misma del conocimiento educativo pero, también, como es lógico, con cotas de poder y ámbitos de decisión en distintos lugares de los sistemas educativos y de formación.
Para empezar, es necesario aclarar que esta separación artificial resulta, de primeras, confusa: ¿Qué es un teórico? ¿y un práctico? ¿por qué se considera “práctico” a cualquiera que imparta docencia en cualquier etapa menos al profesorado universitario al que se cataloga como “teórico”?
Tal y como nos decía Inglis (1985) en la cita inicial, detrás de cada práctica siempre hay una teoría. Cuestión diferente es si esta se explicita o no… y de eso, un poco, va toda esta historia.
Si bien la práctica resulta fundamental para la formación, y así lo hemos defendido siempre desde el constructivismo, no se obtiene una formación de calidad por práctica acumulada –ojalá fuera tan sencillo– sino por el análisis y la reflexión sobre la práctica realizada a través de las teorías y conocimientos acumulados en el ámbito de la educación. De forma que estos sirvan para elaborar nuevas teorías y de esto se han hecho eco montones de metodologías y líneas de investigación (investigación-acción, lesson study, practitioner research,…). Por mucho que queramos, la teoría y la práctica están condenadas a ir de la mano.
En esta falsa dicotomía (entre teoría y práctica) el aspecto estrella es la experiencia. En educación hemos asumido aquella vieja lógica de que: “La experiencia es un grado”. Cuestión esta, más que discutible.
Que la experiencia por sí sola no es garante de ser un buen profesional ni tener una buena formación, es una obviedad en tanto en cuanto, hay pésimos profesionales con muchísima experiencia. Con lo cual, la “receta simple” que subyace en esta crítica a los teóricos de: “Acumula experiencia para ser buen profesional”, cae por su propio peso. Como he expresado en otro lugar:
No obstante, detengámonos con calma a analizar este aspecto. Si bien, la experiencia tiene un valor incalculable, sobre todo por su valor para relacionar y elaborar nuevo conocimiento conectado con la práctica, en ningún lugar, es ésta, “per se” una fuente de conocimiento. Dependerá de la cualidad de esta experiencia. Por poner un ejemplo ilustrativo: 20 años leyendo el libro de texto y mandando los correspondientes ejercicios al alumnado. Sin que haya existido ningún proceso de reflexión sobre la importancia de lo que hago y cómo lo hago, en ningún caso constituye una experiencia que suponga algún valor añadido –más allá de la posibilidad de deconstruirla–. Sin embargo, 20 años de trabajo en el aula, emprendiendo continuos procesos de reflexión, diseñando actividades cada vez más variadas, con la finalidad mejorar los procesos educativos del aula y, tal y como decíamos antes, de forma coherente con los conocimientos psicopedagógicos actuales, constituyen una experiencia de inestimable valor y una fuente de conocimiento relevante y conectada con la aplicación práctica. (Fernández Navas, 2016, p. 38)
Igual pasa con la teoría, si bien esta puede tener valor por sí misma para pensar y construir, queda huérfana si no se enfoca hacia una aplicación en la toma de decisiones de la práctica.
Por lo tanto, para mí, si existe una palabra que se asocie con formación (y a un profesional) de calidad, esta tendría mucho más que ver con “análisis y/o reflexión” que con “teoría y práctica”. Aunque, para argumentar en este análisis y/o reflexión, tenga que usarse, irremediablemente, teoría y haya que realizarse sobre una práctica. La clave es: experimentar en la práctica a la luz de la teoría.
Sobre esta forma de entender la formación ya nos hablaba Schön (1987) cuando esbozaba los aspectos clave para formar profesionales reflexivos y, por lo tanto, este es un aspecto discutido y acordado ya, en el mundo científico.
¿Por qué entonces seguimos en esta guerra de “teóricos y prácticos”?
En primer lugar, es de recibo decir que la teoría de la educación ha tenido (y sigue teniendo) muchos problemas para abordar y ofrecer soluciones a los problemas que los profesionales tienen en su día a día.
Así lo recoge Carr (2002, p. 51):
Por desgracia, a pesar de todos estos esfuerzos para explicar cómo debe relacionarse la teoría con la práctica, nada parece haber cambiado y los profesores siguen aferrados a una imagen de la teoría caracterizada como “jerga” incomprensible que no tiene nada que ver con sus problemas y preocupaciones cotidianos. Paradójicamente, parece que la impotencia de toda solución teórica de la cuestión teoría-práctica está garantizada por el mismo problema que pretende superar.
El profesorado universitario (que es al que generalmente se cataloga como teórico) tiene preocupaciones centradas en la investigación académica que en muchas ocasiones se encuentran bastante alejadas de los problemas de la práctica diaria y que genera malestar en los profesionales educativos de otras etapas que sienten que su percepción de los problemas de la profesión no es entendida por los expertos y expertas.
Por otro lado, los prácticos, están tan centrados en el día a día que en muchas ocasiones sus problemas son casi técnicos (de esto ya hablamos en otro artículo) y se obvian cuestiones macro, que tienen que ver con los fundamentos de las decisiones que se toman, que están por encima y que determinan el problema que luego a ellos y ellas les afecta.
Esta que describimos suele ser la inercia del desencuentro entre “teóricos y prácticos” y si bien, debe ser intención de la teoría de la educación superar dichos desencuentros, es razonable que esta fricción exista dada la naturaleza del conocimiento educativo y la estructura profesional del mismo.
No obstante, me preocupan algunas cuestiones que sobre esta fricción natural han ido apareciendo en los últimos tiempos.
En primer lugar, está el problema del punto de partida de la discusión asumiendo cosas que son discutibles. En este caso, la separación y la jerarquía entre teoría y práctica.
Esta separación artificial parte de dos presupuestos más que discutibles: que primero va la teoría y luego la práctica y que la elaboración teórica debe estar hecha por “expertos” ajenos a la práctica.
Nada más lejos de la realidad. La relación de orden entre teoría y práctica está más que discutida en el mundo académico -científico si lo preferís- desde hace bastante tiempo (Stenhouse, 1998; Elliott, 2000). Y, por otro lado, desde la propia universidad se han fomentado metodologías (fundamentalmente a través de la investigación-acción) que convierten a los propios “prácticos” en productores de “teoría” muy conectada a sus problemas del día a día.
Este sesgo y muchos otros que acrecientan los malos entendidos entre “teóricos” y “prácticos”, y que aumentan la brecha que los separa, tienen que ver, en mi opinión, también, con la llegada al campo educativo de muchos profesionales provenientes de áreas naturales y experimentales cuya epistemología es radicalmente diferente a la de ciencias sociales (Vasen 2012, 2018) y que importan sus presupuestos, métodos y maneras de entender la coherencia en investigación, producción de conocimientos y relación de teoría y práctica a la teoría educativa. Cuestión esta bastante difícil de encajar como nos recuerda Chalmers (2010, p. 21):
Muchas de las llamadas ciencias sociales y humanas subscriben un razonamiento que reza aproximadamente como sigue: «Se puede atribuir el éxito indiscutible de la física en los últimos tres siglos a la aplicación de un método especial el ‘método científico’. Por consiguiente, para que las ciencias sociales y humanas puedan emular el éxito de la física será preciso primero comprender y formular este método y aplicarlo después a ellas”. Este razonamiento suscita las dos preguntas fundamentales siguientes: ¿qué es este método científico que se supone sea la clave de este éxito de la física? y ¿es lícito transferir este método de la física y aplicarlo en otros campos? Todo esto hace resaltar el hecho de que las cuestiones concernientes a la especificidad del conocimiento científico, en cuanto opuesto a otros tipos de conocimiento, y a la identificación exacta del método científico, aparecen como fundamentalmente importantes y cargadas de consecuencias. Sin embargo, como veremos, no es en absoluto sencillo dar respuesta a las preguntas suscitadas.
Por otro lado, es necesario decir que esta brecha se ha acrecentado desde que cobró fuerza lo que se ha venido a llamar el movimiento antipedagógico y que en palabras de Gil Cantero (2018, p. 31):
nada tienen que ver con un debate epistemológico. Esto es, no hay hoy, de un modo dominante, un enfrentamiento entre diversas posiciones acerca del grado de cientificidad de la Pedagogía. La discusión se centra, por el contrario, en destacar más la inutilidad, en general, del saber pedagógico que en cuestionar una forma concreta de entenderlo.
Y probablemente tenga que ver con que, en palabras del mismo autor, la pedagogía es un saber molesto (Gil Cantero, 2018, p. 45)
[…] irritante, inoportuno, enojoso, exasperante porque tenemos el atrevimiento de sugerir, entre otras cuestiones, los mejores modos y fines de favorecer el desarrollo humano, precisamente poniendo límites donde nadie quiere oírlos y mucho menos tenerlos. Esto, hay que reconocer una vez más, levanta pocas simpatías pues siempre nos pueden reprochar: «quién eres tú para decirme cómo debo ser yo».
Pero, en realidad, a mí no me importa nada de esto.
En realidad, este es un marco que se ha creado de forma artificial para que la discusión tenga sentido y como me recordaba el otro día un compañero por Twitter, Lakoff (2007) nos invita a “salirnos de los marcos”.
La realidad es que conozco a montones, la mayoría, de profesorado de infantil, primaria y secundaria que “se parte el lomo por su alumnado” elaborando teorías educativas y que trabaja constantemente con la universidad y “los teóricos”. Pese a los encontronazos, por militancia.
La realidad es que también conozco a montones de “teóricos” de la universidad, que “se parten el lomo” practicando con su alumnado en clase y que no pierden oportunidad de trabajar con “prácticos” de infantil, primaria y secundaria. Pese a los encontronazos, por militancia.
Esta es la realidad y es sana y hasta deseable. Con sus desencuentros. A veces con más sinsabores que sabores, pero es el camino que, como nos recordaba Machado “se hace al andar”.
Así que me pregunto ¿por qué inventarse el otro discurso, la otra realidad? Aquí, como en los crímenes de las novelas, la primera pregunta que hay que hacerse es:
¿Cui bono? (https://es.wikipedia.org/wiki/Cui_bono).
Referencias
Carr, W. (2002). Una teoría para la educación. Hacia una investigación educativa crítica. Morata.
Chalmers, A. F. (2010). ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? Siglo XXI.
Elliott, J. (2000). El cambio educativo desde la investigación-acción. Morata
Fernández Navas, M. (2016). ¿Qué es la innovación educativa? En M. Fernández Navas y N. Alcaraz Salarirche (Coords.). Innovación educativa más allá de la ficción (pp. 27-40). Pirámide.
Gil Cantero, F. (2018). Escenarios y razones del antipedagogismo actual. Teoría De La Educación. Revista Interuniversitaria, 30(1), 29–51. http://doi.org/10.14201/teoredu3012951
Inglis, F. (1985). The Management of ignorance: a Political Theory of the Curriculum. Blackwell.
Lakoff, G. (2007). No pienses en un elefante. Lenguaje y debate político. Foro complutense.
Stenhouse, L. (1998). Investigación y desarrollo del currículum. Morata
Vasen, F. (2012) ¿Qué política científica para las humanidades? Espacios de Crítica y Producción, 48, 47- 55.
Vasen, F. (2018). La ‘torre de marfil’ como apuesta segura: Políticas científicas y evaluación académica en México. Archivos Analíticos de Políticas Educativas, 26(96). http://dx.doi.org/10.14507/epaa.v26.3594