Efectivamente, vivimos en tiempos en que los rankings resultan omnipresentes en nuestro panorama universitario. Y se puede hacer esta afirmación en dos sentidos. En primer lugar, en esta época del año, al inicio de cada curso académico, se publican las nuevas ediciones de los rankings globales más prestigiosos (básicamente son tres: Academic Ranking of World Universities, Times Higher Education World University Rankings, QS World University Rankings). Es por tanto en estos meses cuando suele arreciar la discusión basada en dichos instrumentos. En segundo lugar, desde que en 2003 se publicó la primera edición de ARWU (también conocido como ranking de Sanghai, al estar producido por la Universidad Jiao Tong de aquel territorio) este tipo de clasificaciones ha colonizado buena parte de los debates acerca de las universidades y su futuro. Estamos por lo tanto inmersos en una época en que la discusión acerca de las universidades viene marcada en gran medida por los rankings y la información que proporcionan.
Mucho se ha escrito sobre los rankings y mucho más continuará escribiéndose. Cualquiera que sea la opinión que de ellos tengamos, no podemos permanecer indiferentes ante su presencia. Personalmente, considero importante llevar a cabo un debate riguroso y crítico, dada su indudable influencia. Para contribuir a alimentar y centrar dicho debate, me atreveré a plantear brevemente algunas ideas y reflexiones, a sabiendas de que con ello no agoto el campo de análisis. Seguramente habrá que volver sobre ello.
Los rankings surgieron con el propósito de hacer más transparente la realidad universitaria. No podemos olvidar que los primeros rankings de alcance nacional surgieron en Estados Unidos, un país con una gran variedad de instituciones universitarias, que aplican sistemas competitivos para seleccionar a sus estudiantes. En consecuencia, los propios estudiantes y sus familias dieron la bienvenida a sistemas de información transparente acerca de las universidades, que les permitían realizar sus solicitudes de plaza con una buena información. La evolución de dichos sistemas hacia clasificaciones más o menos sofisticadas, que se suponía que reflejaban la calidad que cada institución ofrecía, no llevó mucho tiempo. Y la adopción de clasificaciones ordinales obligaría a establecer mecanismos de medida y cuantificación que permitiesen objetivar la información. Es así como surgieron, hace ya varias décadas, los primeros rankings universitarios, con ambición y difusión limitadas, que se convirtieron en los antecesores de los actuales.
Ningún ranking puede captar la complejidad de la institución universitaria. El problema que plantea este tipo de información cuantificada y estandarizada es que un pequeño conjunto de números no puede reflejar la complejidad que posee una institución tan sofisticada como una universidad, que tiene diversas misiones, lleva a cabo diferentes tareas, atiende a múltiples finalidades y cumple varias funciones. Por ese motivo, todos los rankings se basan en una simplificación de la realidad que analizan, ejercicio que implica dos requisitos ineludibles: por una parte, seleccionar los rasgos que se consideren más relevantes para valorar la calidad de una universidad y, por otra, evitar que la reducción efectuada resulte tan abusiva que haga irreconocible la esencia de la institución. Por lo tanto, cualquier ranking debe dejar bien claro cuál es el concepto de calidad que propugna, cuáles son los indicadores que utiliza, cómo se adecuan estos a dicho concepto, cómo se obtienen y tratan los datos y qué alcance y limitaciones tiene el cálculo que realizan. Hay que reconocer que los rankings más prestigiosos cuidan todos estos criterios, en los que se juegan su credibilidad. Pero, en cualquier caso, la clasificación reposa sobre un ejercicio explícito de simplificación.
Los rankings universitarios más prestigiosos suelen poner el énfasis en la tarea investigadora. Entre los indicadores utilizados en los tres rankings señalados, destacan los referidos a la investigación. Estos suelen ser de dos tipos: un grupo relativo a los resultados de la investigación, medidos generalmente por el impacto de los trabajos producidos (con varias aproximaciones posibles), y otro que tiene que ver con la reputación, medida a partir de datos objetivos como la obtención de premios Nobel o medallas Field o de forma subjetiva mediante encuestas a pares. Aunque los tres rankings más influyentes incluyen otro tipo de indicadores, los relativos a la investigación suman en conjunto un 70% de la puntuación total resultante, haciendo así patente su predominio. Como resulta lógico, esa decisión ha sido contestada por diversos universitarios y administradores, lo que ha llevado a la elaboración de multirankings, que ponen el énfasis en la comparación más que en la clasificación, ofreciendo un mayor número de indicadores de diverso tipo y ámbito, que permiten elaborar tablas diferentes, en función de los criterios elegidos. Pero aun valiendo la pena subrayar el interés de tales iniciativas, todavía tienen un predicamento limitado.
Los resultados de los rankings vienen condicionados por las características de los sistemas universitarios. Aunque este tipo de clasificaciones se pretenden objetivas e independientes, no pueden escapar a las características del contexto. Así, por ejemplo, los sistemas universitarios que distinguen más crudamente entre universidades de investigación y de docencia pueden contar con más universidades (obviamente, del primer tipo) incluidas en los rankings mundiales, mientras que aquellos sistemas que reducen tal distinción tienen más difícil colocar a muchas universidades en el ranking. Del mismo modo, las universidades con una mayor presencia de las ciencias sociales o las humanidades tienen más difícil sobresalir en clasificaciones que priman en sus indicadores, aunque sea de manera implícita, la investigación experimental o biomédica. Y el grado de financiación que reciben las universidades también determina sus resultados, pues no hay ninguna entre las 50 primeras de dichos rankings que no cuente con presupuestos generosos, si no astronómicos, por estudiante. Por lo tanto, la idea de que las universidades dependen de ellas solas para sobresalir en los rankings es falsa. Como también lo es que en la base de una operación que se pretende ahistórica no existan profundas raíces históricas.
Los rankings están produciendo grandes cambios institucionales y algunos efectos no deseados. No cabe duda de que los rankings son hoy concebidos como instrumentos rigurosos y objetivos de evaluación y control. Así son considerados por muchos gobiernos, que priman a las universidades que ocupan los puestos más elevados; por diversos agentes sociales, que enfatizan los logros de tales universidades; por los estudiantes prospectivos, que acuden en mayor medida a ellas; y en general por la opinión pública, que les manifiesta respeto y admiración. Y está bien que así sea, siempre que no olvidemos que también producen otros efectos menos benévolos: por ejemplo, están aumentando la competencia internacional, haciendo que las universidades enfaticen precisamente los aspectos que valoran los rankings (incluso a veces con descuido de alguna otra de sus misiones), están contribuyendo a la configuración de un mercado global de educación superior, subrayando el valor de la formación como mercancía, más que como bien público, están reforzando la convergencia de modelos institucionales, limitando la diversidad de objetivos y misiones. Tras esta gran operación global, debemos buscar respuesta a la pregunta de qué miden realmente los rankings, para qué se utilizan y a quién sirven en última instancia.
Los rankings han llegado para quedarse (pero debemos someterlos a crítica). Es esta la respuesta más habitual que dan los especialistas y estudiosos cuando se les pregunta por el futuro de estos instrumentos que tan rápida y globalmente se han difundido en poco más de una década. Y es posible que así sea. No cabe dudar de los efectos beneficiosos que pueden producir, tales como hacer transparente la actuación y los resultados de las universidades o rendir cuentas de su eficacia y de su eficiencia en el manejo de recursos públicos. Pero tampoco podemos ignorar los efectos institucionales, sociales y políticos que pueden producir, haciéndonos perder el control de unas instituciones que tan importantes resultan para la construcción del saber y para el ejercicio del poder que el conocimiento lleva aparejado. Por ese motivo debemos someterlos a crítica y seguir de cerca su evolución y su impacto, poniendo en cuestión el papel político que desempeñan y analizando cuidadosamente su coherencia, su rigor, su imparcialidad y la justicia de la comparación que están promoviendo. Merece la pena reflexionar cuidadosamente sobre todos estos asuntos.
Alejandro Tiana. Rector de la UNED. Ex secretario general de Educación.