¿En virtud de qué criterio es la historiografía literaria nacional la que ha de vertebrar los currículos de literatura en la enseñanza secundaria? ¿Por qué Berceo, Fray Luis y Quevedo, y no Jack London, Wislawa Szymborska o Esquilo? Es tal la escisión entre los usos sociales y los usos escolares de la literatura, que ni los clásicos que se ofrecen en las aulas -que son unos entre otros posibles, no lo olvidemos- ni la mayor parte de los títulos de la literatura juvenil que nutren las listas de «lecturas obligatorias» parecen contribuir, de hecho, a la educación literaria de los adolescentes. Claro que entre unos y otros -entre clásicos y modernos, queremos decir- hay textos idóneos para el alumnado de secundaria, pero no todo vale: quizá es hora de revisar los criterios de selección y de construcción de itinerarios en función de un para qué aún por redefinir.
Si hasta el BOE habla ya de «Educación literaria» y no de «Enseñanza de la literatura», no parece que tenga mucho sentido pretender llegar a otros sitios transitando los mismos caminos de siempre. Cambiamos tal vez de medio de locomoción -y en nombre de la innovación inundamos de pantallas nuestras aulas- pero al modo lampedusiano fingimos que todo cambia a sabiendas de que todo sigue igual. Habrá que preguntarse, por tanto, antes de nada, acerca del porqué de unas rutinas escolares apenas puestas en cuestión.
Los programas de historia literaria nacen en el siglo XIX con la misión de contribuir a forjar una conciencia nacional en la ciudadanía. No hay más mundo que la nación ni más lector que el filólogo: a él compete establecer el canon de lecturas así como la interpretación ortodoxa de los textos. Pareciera que de entonces acá no han cambiado ni los fines que encomendamos a la educación, ni el mundo en que vivimos, ni las disciplinas de referencia ni la consideración que nos merecen los aprendices.
Si al fin tenemos claro que niñas y niños son sujetos de aprendizaje -y no recipientes sobre los que volcar contenidos-; si ahora sabemos que los procesos lectores son fruto de un diálogo entre textos y lectores y que para que este diálogo sea posible el horizonte de las obras ha de quedar al alcance de la competencia lectora y el horizonte de expectativas de los lectores; si nuestro mundo es global y mestizo y nuestras identidades, por fin, múltiples; si el objetivo de la educación literaria no es la memorización de obras y autores sino el fomento del hábito lector, la transmisión de un cierto mapa de la cultura y el desarrollo de las habilidades de interpretación… ¿cómo es que no revisamos a fondo el canon literario de la escuela?
No estoy diciendo, ni muchísimo menos, que nos carguemos de un plumazo la historia de la cultura. Estoy más bien proponiendo, justo al contrario, que la abramos más allá de las fronteras nacionales y que ofrezcamos un mapa tan riguroso como ágil y sencillo de nuestro devenir cultural atendiendo a los diferentes círculos concéntricos que conforman nuestras identidades colectivas, inevitablemente ya planetarias.
Estoy proponiendo, también, que renunciemos al enciclopedismo de los currículos y que la inevitable selección de lecturas la hagamos desde el horizonte de expectativas del lector a quien van destinadas. Si el punto de apoyo no lo ponemos en los programas universitarios de Historia de la Literatura (nacional) sino en las necesidades formativas de los jóvenes lectores, bien podemos diseñar constelaciones literarias que establezcan vínculos entre unas obras y otras en función de coincidencias temáticas, formales, etc. que nos permitan conectar con el universo de inquietudes de los adolescentes y llevarlos un poco más lejos de allí donde ya están. Hablar hoy de distopías o elaborar una constelación en torno a los amores difíciles o migraciones y exilios puede dar una respuesta mucho más certera -creemos- a los objetivos generales y específicos de la educación secundaria que el zapping permanente de los atiborrados programas escolares.
Ese renovado corpus literario podría combinar obras clásicas y contemporáneas, «de adultos» y juveniles, nacionales y extranjeras, sin más requisito que su calidad artística y su capacidad de contribuir a la educación literaria -ética y estética- de los adolescentes. Y es que tan importante como la selección de las lecturas es el momento de la interpretación, un momento del que hoy nos apropiamos los adultos -docentes y editores de libros de texto- cuando ofrecemos a chicos y chicas textos que quedan a años luz de su competencia lectora, y del que desaparecemos cuando los dejamos a solas con los últimos textos de la literatura juvenil o la ficción audiovisual, aun a sabiendas de lo nocivos que pueden llegar a ser, por ejemplo, unos estereotipos masculinos y femeninos que no resisten la menor lectura en clave de género y unos modelos sentimentales y amorosos anclados en lo más rancio del amor romántico.
Por último, y en el afán de caminar hacia enfoques cada vez más transdisciplinares y globalizados, quizá ha llegado el momento de apostar también por la lectura en contrapunto de unos textos y otros -literarios y artísticos, informativos y de ficción- que giren en torno a una misma cuestión concerniente a la condición humana, y por estimular la escritura de intención literaria. Quizá de esta manera contribuyamos mejor a ligar, como propusiera Paulo Freire, la lectura de la palabra y la lectura del mundo, la reescritura de la palabra y la reescritura del mundo.