Vivimos en una sociedad plena de contrastes educativos. Sobreprotegemos a los hijos de un posible peligro inmediato y los dejamos libres ante un probable riesgo acumulativo. Lo hacemos ante los fenómenos naturales, cada vez más evidentes; valdría para otras muchas cuestiones.
La naturaleza demuestra su libertad en episodios espasmódicos: los relacionados con la geología (sismos, erupciones volcánicas o movimientos de tierras y derrumbes), la meteorología, la hidrología, las plagas y epidemias y un largo etcétera, que traen graves consecuencias a las personas. Los medios de comunicación nos informaron recientemente de las desgracias de “El Niño” en la costa peruana, el desastre de la Mocoa colombiana o las sequías que llevaron a una tremenda hambruna al África central o Somalia; también de los temporales que no hace mucho asolaron las costas españolas. ¿Podremos hacer algo en la escuela, al margen de compadecernos de los afectados o contribuir a las ONG con más o menos ayudas? Algunos profesores opinan que no, que estas cuestiones desbordan el marco curricular. Sin embargo, otros argumentan que el estudio de casos reales es uno de los mejores aprendizajes para entender la vida.
En la misma categoría de desastres, pero con cogeneración humana, estarían afecciones locales y globales por el cambio climático, contaminación de las aguas terrestres y marinas, emisiones tóxicas al aire, alarmas alimentarias, exposiciones por proximidad a fábricas o centrales nucleares, etc., que son muy aprovechables como currículo dinámico –sobre todo los de afección más próxima– en cualquier nivel escolar. Durante un tiempo se mantuvo en nuestros centros una interesante iniciativa “La prensa en la escuela” que entendía que a través de su lectura se podría hacer un estudio de la vida real, hacer de esta una escuela.
En esa posible enseñanza, que debería ser eminentemente participativa, habrá que intentar hacer evidente que esos episodios próximos o lejanos son parte de la historia viva, que se repetirán y acarrearán desperfectos en las poblaciones y también en el entorno, porque con las sucesivas transformaciones del medio y la vida, más incisivas en nuestros tiempos, nos hemos convertido en “una sociedad coligada al riesgo acumulado”.
Si revisamos lo que dicen los currículos –estáticos, plenos de hechos y conceptos y ausentes las relaciones– vemos que estos temas son recogidos de forma unilateral, asociada a la dimensión de los efectos; sin más. Pero podrían tener una dimensión educativa avanzada si se analizasen causas, actuaciones preventivas o protocolos de respuesta. Fomentar una cultura del riesgo no es fácil; menos en una sociedad que no la valora. La escuela, que ya hace planes de evacuación ante un posible incendio en sus instalaciones, puede ser un magnífico escenario para cuestionar estrategias y compromisos acordes ante los riesgos ambientales, aunque todos no se puedan prever, porque el azar también cuenta.
En este asunto de llevar la vida a la escuela y que esta sirva para la vida, como en otros muchos, el conocimiento no garantiza que cambie el comportamiento –la con(s)ciencia del peligro tiene una marcada dimensión subjetiva– pero, si se trabaja bien, algunos individuos sí adoptan actitudes precautorias porque se han aprendido las lecciones de vida.
Carmelo Marcén Albero (www.ecosdeceltiberia.es)