Hace unas semanas, desconcertada ante el panorama político que se está viviendo en nuestro país –y que sigo desde el extranjero–, escribí un artículo que titulé “Yo adoctriné”. La afirmación se repetía varias veces y pretendía ser una reivindicación en clave irónica contra las acusaciones de manipulación ideológica hacia la escuela catalana. Un primer lector de mi borrador, con más criterio periodístico y político que yo, me recomendó que suavizase el tono del texto, no fuera a ser que mi artículo acabase siendo utilizado como una confesión abierta de culpabilidad.
Me autocensuré, no sin sentir cierta extrañeza o traición a mí misma –¿es esto coherente con la libertad de expresión que quiero representar cuando doy clase, cuando escribo sobre la profesión?–. Al mismo tiempo, asumí que no estaba entendiendo en su totalidad el clima de crispación y amenaza de las libertades que se está viviendo en los últimos meses (obvio las actuaciones violentas explícitas; esas no dejaron lugar a sutilezas y ya hablé de ellas en su día).
Es cierto, sin embargo, que el pasado 27 de septiembre advertí que el peligro asomaba al ámbito educativo. Ese día, la Fiscalía General del Estado advirtió a la Consejería de Educación catalana de que la participación de menores de edad en concentraciones en “periodo de enseñanza obligatoria” estaba sobre su mesa. El fiscal instaba a la Consejería a recordar a los centros su obligación de custodiar a los jóvenes durante el horario lectivo. El aviso iba dirigido a progenitores, tutores y centros: la autorización familiar para asistir a esas manifestaciones no los eximía de la responsabilidad civil por los daños materiales o personales que pudieran causar (o causarse) los menores.
(En los días previos, el Estado había alertado de las consecuencias de sus actos a cuerpos policiales, políticos, asociaciones ciudadanas, voluntarios y manifestantes por su implicación en el llamado procés. Entre tanta advertencia, parecía que se habían olvidado de un gremio: el de los profesionales de la Educación. Pero no).
Ayer por la mañana, lo que para mí había sido hace dos semanas un riesgo impreciso se tornó real. La Asociación de Maestros Rosa Sensat difundió la noticia a través de las redes sociales: ocho profesores de tres centros han sido citados a declarar por un juzgado de la Seu d’Urgell, acusados de llevar a las aulas el debate político del 1-O, desde lo que se ha juzgado como una visión catalanista y antiespañolista. Aquí están: serán los primeros maestros y maestras en pasar a dar explicaciones por el sistema judicial, parece que debido a las denuncias presentadas por varias familias.
Los docentes están en el punto de mira. Una cosa es que el currículum oficial hable de competencia social y cívica, así, en abstracto, como discurso etéreo y bien intencionado, una oda al civismo y la democracia, emblemas tan europeos –como las vallas y los paraísos fiscales, por ejemplo–; y otra cosa muy distinta, parece ser, es que nos atrevamos a abrir el espacio del aula a la política presente, que bajemos esa conciencia ciudadana y el pensamiento crítico al terreno de la actualidad y permitamos a nuestros alumnos cuestionar, discutir, pensar nuestra realidad más inmediata.
En una sociedad narcotizada y desbordada por estímulos de todo tipo (la mayoría, alentándonos a pensar poco, correr mucho y consumir más), donde papeles secretos y no tan secretos nos demuestran que nos movemos en una red invisible de poder que perpetúa un sistema fundado en el beneficio económico y privilegio de unos pocos, me parece cada vez más claro que la escuela se convierte (debe convertirse) en un insobornable refugio de reflexión profunda y resistencia intelectual. No encajamos en los planes de ciertos intereses políticos, por eso nos han recortado y precarizado (“un ataque político a las formas de vida”, en palabras de Juan José Millás) y ahora en Catalunya, además, nos llamar a declarar.
En 2005, me mudé por primera vez a Estados Unidos (que no es que sea ejemplar en materia educativa, pero su sistema tiene puntos positivos) para estudiar 2º de Bachillerato. Fue la experiencia educativa más impactante que he tenido. Cada día, a segunda hora se encendía el televisor del aula y todos los estudiantes veíamos un informativo de 10 minutos, seguido de un debate sobre qué nos había llamado la atención, conexiones con otras informaciones, preguntas de ampliación. No sé quién producía el telediario, si estaba manipulado o no, pero lo innegable es que lograba acercar a los jóvenes a la actualidad mundial.
Cuando en mi quinto año como docente me asignaron las clases de Lengua y Literatura de 3º y 4º de ESO, no dudé: durante ese curso, empecé cada sesión con el informativo de 4 minutos de la televisión pública. No fue fácil llevar ciertos debates, pero se abrió una puerta a la información y al pensamiento crítico que, de otro modo, habría permanecido cerrada. Ante un currículum no casualmente anclado en la ortodoxia y la tradición (lo que no quita, por ejemplo, para aprovechar la lectura del Lazarillo de Tormes como retrato fidedigno de nuestro siglo XXI), educar a nuestros jóvenes –especialmente, a los que pertenecen a ciertos entornos vulnerables de sufrir las injusticias de un sistema que juega en su contra– debe pasar por despertar su conciencia social y política a muchos niveles.
Otra sorpresa de aquel año como estudiante de intercambio fueron las asignaturas que pude escoger. Yo necesitaba convalidar el temario español: filosofía, historia, historia del arte, latín, comentario de texto. Pero resulta que en Michigan aquellas materias no existían o tomaban otra forma. Así fue como cursé Cuestiones de actualidad, Gobierno y política, Sociología, Artes y letras, Escritura Creativa. En todas, el foco estaba puesto en el despertar de nuestras habilidades cognitivas como ciudadanos activos o creadores de nuevas realidades sociales, políticas, artísticas. Tomé perspectiva, reflexioné sobre la injusticia y las cargas históricas (recuerdo especialmente una unidad dedicada al machismo y la violencia contra la mujer), empecé a formar mi voz como parte de una comunidad de seres políticos. (Años después, comprendí que en un país donde el sistema te deja a tu merced si no nadas en la opulencia o pasas por el aro, saber organizarse al margen de los poderes es crucial para sobrevivir como grupo).
Recientemente, el infodato “Jóvenes y participación” del Observatorio Social de “la Caixa” revelaba que solo un 8% de jóvenes de entre 19 y 29 años participa en actividades políticas. La estadística no me sorprendió. ¿Dónde se enseña a opinar y a buscar herramientas para escrutar y cuestionar la realidad en que habitamos durante la adolescencia, momento en que se empieza a conformar nuestro sistema de valores y nuestra identidad? ¿Qué espacios se ofrecen a la infancia y la juventud que inviten al compromiso social y político antes de la entrada en la Universidad? ¿Con qué líderes de opinión cuentan nuestros jóvenes (por razones obvias, excluiré de la posible lista a la mayoría de los tronistas, influencers e instagramers)? ¿Cómo se trata en los medios de comunicación a quienes se acercan al activismo desde los márgenes del sistema? ¿Quién se beneficia de esta falta de implicación en la res publica por parte de la población más joven?
Los debates abiertos por las profesoras y profesores en las aulas son tan incómodos como necesarios. Ahora resulta que, además, pueden resultar arriesgados desde un punto de vista legal. Es posible que una de las claves sea formarnos también en esta área (muchos ya han empezado a adquirir destrezas como mediadores), para futuras encrucijadas y para seguir apoyándonos y apoyando a todo nuestro alumnado. En todo caso, sigamos hablando de política si el contexto nos invita a ello, sigamos desarrollando ciudadanos y ciudadanas aunque incomode, sigamos ingobernables en la defensa del pensamiento libre y el diálogo desde la escuela. Entre tertulias a gritos, confusos bombardeos de información y miles de oídos sordos, ojalá que quede la Educación.