Supongo que todo el mundo se ha dado cuenta de que las mujeres empezamos a contar: escribimos, componemos, salimos de nuestros silencios, posamos en grupos con pancartas, nos explicamos en público y nos aliamos, incluso y cada vez más con las periodistas, cuya mayoría miraba hacia otro lado hasta hace bien poco. Y, contamos, porque votamos, estudiamos, nos hacemos un hueco en todas partes y hasta podemos ser influencers.
Algunas personas dicen que el feminismo está de moda y que es políticamente correcto declararse feminista. Pero esto no es la causa de este comienzo de visibilización, que empieza a hacer visible lo hasta ahora invisible. La causa viene de lejos, de todas las presiones, tareas, protestas, plantes e insurgencias feministas que, por fin, van fructificando.
Hace algunos años, cuando empezamos a hablar en público de aquella mal llamada violencia doméstica y empezamos a ponerle un nombre más preciso y adecuado, como violencia de género, estábamos alcanzando un hito: romper el silencio. Esto es lo que decíamos a quienes nos escuchaban o nos leían: lo primero de todo es romper el silencio, sentir que tú no eres la única y emprender estrategias políticas de alianza y soridad, para que se empezara a saber que esa violencia no era esporádica ni cuestión de mala suerte, que no era un asunto privado, privado sobre todo de voz, de altavoz, de justicia y de tratamiento adecuado al delito que constituye.
Ese camino ha seguido y sigue, arrastrando a su paso otras violencias contra las mujeres que no habían sido contempladas. Y, en este caminar, hemos podido romper el silencio sobre la violencia sexual, los abusos e intimidaciones y la denuncia de la falta de equidad en la cultura, en el mundo labora, en las instancias de poder y representaciónl y en los medios. La campaña #MeToo está dando la vuelta al mundo y, creo sinceramente, que va a suponer un antes y un después. Ahora empezamos a saber por qué callamos durante tantos siglos y sufrimos los abusos masculinos en silencio como si se tratara de algo inevitable. Ahora sabemos que las mujeres vivimos en medio de una cultura de la violación de la que no participamos sino como objetos, junto a algunos niños, jóvenes o adultos varones, objetos también de abuso masculino.
Esta cultura de la violación es tanto real como simbólica y, hasta que no produzca rechazo y repugnancia en una mayoría de las personas, no podremos limpiarla y arrojarla fuera. Fíjémonos en los casos mediáticos de abusos, violaciones, extorsiones y asesinatos por parte de varones pequeños, muy jóvenes. Creo sinceramente que se está iniciando un buen camino para lograr que muchos hombres se pronuncien activamente en contra y se desmarquen de estos actos. Los hombres son seres humanos y presumir de ser “manada” los inferioriza y los pone en una grave situación peor que animalesca. Los machos de los mamíferos pelean por las hembras en época del celo de estas, pero las hembras humanas no tenemos celo sino libre albedrío, para aceptar, buscar, elegir cómo, con quién y cuándo, rechazar o poner límite a nuestras relaciones sexuales.
Las manadas humanas también se sientan en los consejos de administración, en los departamentos de recursos humanos, en los consejos de ministros o en los consejos rectorales o comités de empresa, en los consejos de redacción, en las Federaciones deportivas, en las decisiones diplomáticas y de cooperación internacional, en los tribunales. Los hombres aprenden desde pequeños a sentirse cómodos en las fratrías, grupos unisexuales donde ratifican alianzas y se conceden poder y, sobre todo, refuerzan sus prejuicios sobre las mujeres, generalizando el trato vejatorio, abusivo o seductor hacia nosotras.
En las cuestiones amorosas, que recordamos con tanto énfasis el 14 de febrero, una gran cantidad de hombres buscan el placer y el disfrute activo (pasarlo lo mejor posible, aun perdiendo el control) y el cuidado pasivo (ser amados, ser servidos, ser acompañados, ser complacidos, ser admirados). Todo esto se muestra hasta la saciedad en la mayoría de productos culturales y mediáticos. Cuando un hombre dice a su pareja mujer “no puedo vivir sin ti”, frase que, por cierto, toda mujer está deseando escuchar de labios de su pareja hombre, está expresando carencias vitales que supone que tendrá si se queda sin pareja. Como no puede vivir sin mí, me acosa, me persigue, insiste, no desaparece de mi vida, me amenaza con suicidarse, etc… Y, a esto, le solemos llamar “amor romántico”, porque me trae unas flores, me invita a cenar con velas y corazones, me regala cosas valiosas, me sorprende por todas partes para demostrarme su amor verdadero, se me arroja encima suplicante o despliega sus mejores galas, perfumes o colorines. Este es el amor publicitado en San Valentín y que afecta a los hombres y a las mujeres. Casi lo contrario a lo que debería ser el amor en nuestros tiempos: entre iguales, con reconocimiento, reciprocidad, libertad, deseos participados, apoyo mutuo, planes conjuntos negociados, alegría de divertirse al estar juntos y parcelas libres para que corra el aire. Un San Valentín muy pasado de moda, porque lo que hacía era casar a los soldados en secreto, ya que lo tenían prohibido (supongo que para que no ardieran en deseo y pecaran). Tendremos que reeducarnos, que coeducarnos, mujeres y hombres, para aprender nuevas fórmulas de relaciones amorosas y sexuales, entre personas libres e iguales, sin apropiación indebida de la vida ajena en pos de atrapar la otra media naranja que creemos que nos falta.
Mientras perdemos energías en deshojar la margarita (sobre todo las mujeres), las fratrías nos arrebatan una buena parte de nuestro tiempo e ingresos por trabajos remunerados y tareas de cuidado sin remunerar. El 22 de febrero (día europeo por la Igualdad salarial entre mujeres y hombres) se nos suele recordar que cobramos hasta un 25% menos por igual trabajo que los varones. Pero lo que no se nos recuerda mediáticamente es que dedicamos casi todo el resto de tiempo de vida, después de cumplir jornadas laborales de todo tipo, a efectuar tareas voluntarias de ayuda y cuidados gratis et amore. Este amor ya no aparece aliñado por velas y corazones, sino teñido de responsabilidad poco o nada compartida, insoslayable, exigente. El suponer o exigir que las mujeres hagamos todos estos tipos de trabajos con reconocimiento y remuneración a la baja, es otra forma de violencia contra nosotras. ¿Según qué los varones se escaquean o soslayan todas estas responsabilidades humanas? ¿Son acreedores de amor y cuidados por naturaleza, aunque no correspondan con la mínima reciprocidad? ¿Tienen que cobrar más porque tienen algún valor añadido oculto en su currículum?
Entre el 14 y el 22 de febrero tenemos ocho días de oro para trabajar por la igualdad de forma intensiva, puesto que la igualdad es el faro que ilumina vidas mejores, en el amor, en el empleo, en la amistad, en los recursos económicos, en las múltiples tareas de la vida, en los juegos y deportes, en los entretenimientos y diversiones, en el sueño y en la vigilia. Este año, el 8 de marzo recordaremos al mundo que lo movemos las mujeres y que podemos pararlo.