Algunas voces desinformadas o malintencionadas sitúan el androcentrismo y el feminismo en un mismo plano, en cada uno de los extremos de un eje imaginario, ambos con características equivalentes, que podríamos resumir en la supremacía de uno de los sexos y la subordinación del otro. La conclusión que se insinúa es evidente: en el centro de este eje estaría la virtud; tanto el androcentrismo como el feminismo serían ideologías extremas, que violentarían a las personas del otro sexo y, por tanto, desechables ambas.
Y no: el feminismo es el movimiento de una minoría (en términos de poder, no en términos cuantitativos) por tener los mismos derechos que la mayoría (en este caso los hombres), por remover los obstáculos de todo tipo, significativamente los culturales y los sociales, que impiden el uso y el disfrute de los derechos que corresponden a todos y cada uno de los individuos, independientemente de su sexo. El feminismo es un movimiento de liberación de las personas, tanto si son hombres como si son mujeres, para que puedan desarrollarse y vivir con plenitud, libertad, felicidad y fraternidad.
El androcentrismo, en cambio, es la hegemonía, el dominio, el supremacismo del hombre, de los hombres, sobre las mujeres, lo que implica la subordinación, el sometimiento, la marginación y la violencia contra las mujeres, individualmente y como grupo. Una ideología que se presenta a sí misma como inexistente por natural y ancestral, de tan normalizada como ha llegado a ser en la mayoría de las sociedades. Una ideología que establece como arquetipo de ser humano el ser y actuar del sexo masculino, la culminación de la creación, referente y medida para toda la humanidad. Una ideología vehiculada y consolidada gracias también a las religiones monoteístas, todas las cuales, sin rubor alguno en sus textos fundacionales y sin excesivo propósito de enmienda en sus prácticas rituales y cotidianas, naturalizan y sacralizan esa desigualdad.
Uno de los frutos de los estudios feministas ha sido el diferenciar el sexo del género. Mientras los órganos sexuales nos son dados al nacer, el género, el modo de ser y comportarse de los hombres y de las mujeres, es una construcción social y cultural que puede variar con el tiempo, la geografía y las circunstancias; y, de hecho, tanto hoy como en el pasado, estos modelos de masculinidad y de feminidad no son exactamente idénticos en los distintos pueblos y culturas y, por supuesto, no tienen carácter ni esencial, ni perenne. Los géneros deben ser leídos como las normas sociales y culturales diferenciales –no hace falta que estén por escrito, aunque algunas de ellas sí están o han estado en las leyes– que prescriben identidades, hábitos, comportamientos, actitudes, formas de pensar y de sentir… distintas según se haya nacido hombre o mujer. La teoría del género, que no niega ni la función, ni los efectos de tener unos órganos sexuales y no otros, analiza y desoculta esas prescripciones inventadas, aparentemente naturales, y denuncia su uso interesado para entronizar lo masculino e interiorizar lo femenino. En definitiva, lo que propugna es la desaparición de esas normas sociales y culturales para abrir el camino a la libertad, a la felicidad de todos los seres humanos, especialmente de las minorías.
En este sentido, es especialmente grave y doloroso observar como desde instancias conservadoras e instituciones religiosas con acceso privilegiado a los medios de comunicación se ha emprendido una verdadera cruzada contra lo que denominan ideología de género, presentada como antinatural, como si pretendiera feminizar a los hombres y masculinizar a las mujeres.
Porque no existen, mientras no se demuestre lo contrario, unos valores propios de los hombres y unos valores propios de las mujeres. Lo que sí existe son unos valores atribuidos al género masculino distintos de los valores que se atribuyen al sexo femenino: unos y otros constituirían el núcleo duro de esos modelos de masculinidad y de feminidad a los que deberíamos amoldarnos todos.
Para los hombres serían la racionalidad, el poder, la agresividad, la fuerza, el riesgo, la lucha, la competitividad, las ciencias, la represión de las emociones, una sexualidad esencialmente genital… Y para las mujeres justo lo contrario: la intuición, la subordinación, la ternura, el cuidado, la fragilidad, la prudencia, las letras, la compasión, la cooperación, la expresividad emocional, el sentimentalismo, una sexualidad afectiva…
Y otra vez, no. Resulta que no hay una única manera de ser hombre o de ser mujer, que no depende solo de su orientación afectivo-sexual –que también, sino de su grado de instrucción, de su clase social, de su ideología, de su identidad cultural, etc. Pero hoy día, ser hombre, según el patrón androcéntrico, es fundamentalmente no ser ni parecer mujer; es decir, el hombre-hombre no debe ser ni femenino, ni homosexual, porque tanto una cosa como otra contravienen la esencia de la masculinidad. Y ser mujer, pues justo lo contrario, aunque la homosexualidad femenina, en primera instancia, no parece generar un rechazo tan rotundo bajo la capa de algunos de los valores atribuidos a las mujeres…
Por eso es imprescindible y urgente combatir, hasta hacerlas desaparecer, las prescripciones de género para que todas y cada una de las personas, independientemente de su sexo, puedan comportarse exactamente como les plazca, sin imposiciones artificiales, que tienen la virtud de generar mucho sufrimiento, muchos miedos y mucha violencia. Lo deseable sería que las diferencias entre los hombres, entendidos como un todo, y las mujeres, disminuyeran drásticamente, mientras que las diferencias en el interior del grupo de los hombres y en el interior del grupo de las mujeres, es decir las diferencias individuales, se incrementaran exponencialmente. Eso es lo que propiciaría la libertad y la apertura que propugna el feminismo.
Finalmente, la coeducación, en el ámbito educativo, deberíamos entenderla sobre todo como un cambio cultural de largo alcance, como una mirada en la que desaparezcan las prescripciones de género, que fomente y ampare la libertad de todas las personas, profesores y alumnos, que respete y reconozca sin ambages como es debido la diversidad, también la afectivo-sexual, que luche contra todas las formas de discriminación (por razón de sexo, de creencias, de orientación sexual, de origen, de lugar de residencia…). Un cambio que se haga efectivo tanto en las aulas como en los espacios desregulados o en los patios; un cambio que se refleje en el lenguaje y en las formas de relación y de resolución de los conflictos; un cambio que sea visible en los recursos y materiales didácticos que usemos. Un cambio, en fin, que impregne todo el currículo, todas las áreas, todos los contenidos (tanto los de carácter conceptual, como las habilidades y los valores) todas las actividades escolares, porque en todas ellas anida y acecha el androcentrismo.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona