En septiembre de 2005, los servicios de redes sociales eran prácticamente desconocidos (MySpace fue creada en 2003, Facebook y Twitter en 2006, Instagram en 2010…) y la llamada Web 2.0 acababa de ser bautizada en 2004. Así que el este episodio constituyó un nuevo mojón en el camino que había emprendido bastantes años antes al adoptar una perspectiva critica sobre la tecnología en general y la digital en particular (ver 1994: «La tecnología: un modo de transformar el mundo cargado de ambivalencia». En J. M. Sancho (Coor.). Para una Tecnología Educativa (pp. 13-38). Barcelona: Horsori).
Estábamos en visita académica en la University of Technology Sydney (Australia) y fuimos con una colega a impartir una conferencia a un instituto femenino de una orden religiosa, sobre las “luces y las sombras” de Internet. Hablábamos de un mundo virtual que no tiene nada que ver con el actual, pero que ya comenzaba a mostrar sus puntos débiles. Al acabar la sesión, se acercó una madre que no se atrevió a hablar en público y nos explicó que hacía poco tiempo que, para su sorpresa, les había llamado la policía para decirles que la foto de su hija había sido encontrada en un portal de pornografía y prostitución. La familia y la propia joven no podían dar crédito. ¿Cómo había ido a parar una foto de su hija allí? (Seguro que ahora no nos sorprendería tanto). Una vez analizada la foto se resolvió el misterio. La imagen había sido robada del perfil del MSN Messenger de la joven. (¿Quién se acuerda de este servicio de mensajería instantánea desarrollado por Microsoft en 1999, remplazado en 2005 por Windows Live Messenger y ahora por Skype?). Y la policía la pudo localizar porque en la foto aparecía el escudo del centro religioso al que asistía. Para mí, fue la primera prueba palpable de que todas y cada una de las cosas que compartimos por Internet, dejan de pertenecernos en el momento de hacerlo. Era consciente de que cualquiera de nuestros datos, desde los que aparecen en el censo o las encuestas, hasta los que forman parte de formularios médicos o escolares, pueden utilizarse para distintos fines y con diferentes propósitos, que tanto nos pueden favorecer como desfavorecer.
Pero la “explosión” del desarrollo de las tecnologías digitales en todas sus dimensiones, me refiero a los artefactos y a las aplicaciones, está construyendo un mundo que, como ya pasa con las altas finanzas y los distintos tipos de mafia, parece que está por encima de nosotros. Un mundo en el que lo que nos hacen creer que “es gratis” (más allá de lo que cuestan los aparatos con obsolescencia más o menos programada y las conexiones a la red) lo pagamos con la información que voluntaria o involuntariamente proporcionamos.
Los penúltimos escándalos sobre la venta millonaria, en beneficios económico y políticos, de millones de datos personales del servicio de red social más utilizado (Facebook) ha vuelto a poner sobre la mesa la problemática de los sistemas de recogida de información sobre los ciudadanos y sus usos derivados. Y, para variar, siempre se benefician los mismos. Lo que resulta curioso (bueno, en realidad, no) es que quienes obtienen los mayores beneficios, como por ejemplo Mark Zuckerberg, tapan la cámara de vídeo y el micrófono de su ordenador. Y, por supuesto, Robert Mercer, considerado el “hombre más poderoso de la Casa Blanca”, dueño de una parte de Cambridge Analytica, la compañía que compró los datos a Facebook y que claramente anuncia “que utiliza los datos para cambiar el comportamiento (político y de consumo) de la audiencia”, no muestra su vida en ningún servicio de red social.
Cuando discuto con los estudiantes en la Universidad, sobre todo los de grado, los temas relacionados con las consecuencias indeseadas del desarrollo de la tecnología digital, lo que me preocupa como educadora es la sensación que tienen de su inevitabilidad. Como si este, y todos los desarrollos tecnológicos, y aquí vuelvo a mi primera columna, fuesen un destino, algo irremediable, que se desarrolla por sí mismo, sin mediar los intereses, las opciones y las decisiones de unos cuantos que salen siempre beneficiados, y no un campo de batalla, un parlamento de las cosas en el que se deciden las alternativas a la civilización.
De ahí que me preocupen de forma particular las perspectivas entusiastas e ingenuas, que ven en cada nuevo gadget, en cada nueva aplicación, “la panacea” a los problemas de la educación, perdiendo, consciente o inconscientemente, el “fuera de campo”, lo que hay detrás del escenario y lo que queda al acabar la función. Y me preocupa cada vez más, porque a los propios docentes, asesores y responsables de las políticas educativas, nos es cada día más difícil entender las dimensiones de un cambio tecnológico que está sacudiendo los cimientos de lo que entendemos por información, conocimiento, cultura, socialización, trabajo y política. Sin que se vea claramente si los cambios van a ser para mejor.
Una vez más, vengo con más preguntas que respuestas, pero me parece fundamental comenzar a desarrollar en el lugar del entramado educativo que parezca más apropiado “clubes de cultura tecnológica crítica”. Lugares en los que participen especialistas, docentes, estudiantes y familias, para poder analizar las dimensiones profundas de estos cambios, sus implicaciones para todos nosotros y las posible alternativas para el mundo que quisiéramos contribuir desarrollar.