Tengo un vecino que es ingeniero nuclear y actúa como un auténtico analfabeto de los cuidados familiares. También sé de otro que es un alto ejecutivo en una importante empresa de alimentación y se pasa lo domingos en chándal trabajando y si lo veo con pinganillos en las orejas es que está reunido, aunque dicen que tiene un buen sueldo.
También tengo otra vecina que es farmacéutica pero tendrían que oírla hablar de arte, economía o política, ver cómo cuida su cuerpo, cómo relata sus viajes y qué estilo de relación más amoroso tiene con sus clientes y amigos. Vengo a decir esto porque todos pasaron sus exámenes para alcanzar sus titulaciones, es más, pasaron por la vida académica básicamente aprobando exámenes, pero nada de eso garantizó que acabaran siendo unas personas educadas. Unas sí, otros no.
Si, sí, pero soy ingeniero, me dirá mi vecino. Y aquí entra en conflicto nuestra mirada sobre la vida y sobre el sentido y finalidad de la educación. Reconozco la colonización del mundo de la vida por la ideología neoliberal, que mide resultados, éxito, jerarquización y clasificación social. Y seguramente, la obsesión por las pruebas externas, exámenes y reválidas tiene que ver con esa necesidad de etiquetaje social y jerarquización de centros educativos en función de los resultados. Desde esa óptica, gana mi vecino, que mira la educación como valor de cambio (quizá por eso lleva a sus hijas a un cole de monjas donde los papás y las mamás ponen cara de clientela tranquila). Pero yo me he pasado la vida trabajando en y por la educación pública, y tengo otra idea de lo que deben hacer las escuelas y para qué han de servir las evaluaciones.
Creo que las escuelas, por mandato constitucional, además, son las únicas instituciones cuya función es ayudar a los niños y a las niñas a que crezcan en el pleno desarrollo de su personalidad, eso dice el artículo 27. Yo lo puedo decir con otras palabras, las escuelas (públicas) están al servicio de la emancipación de los seres humanos, y deben poner el conocimiento científico al servicio de ese proyecto emancipador. Las escuelas (públicas) abren sus puertas a una compleja diversidad humana y deben ponerse al servicio del crecimiento de sujetos y pueblos desde el reconocimiento de esa diversidad. Las escuelas (públicas) saben que aquella colonización neoliberal que anteriormente citaba necesita la reproducción de la desigualdad social, el triunfo de unos para el fracaso de otros, y por eso asumen el compromiso social no solo de compensar sino de combatir esa desigualdad desde sus proyectos educativos. El proyecto de la escuelas públicas es entonces un proyecto político comprometido con la emancipación.
Y ese proyecto político necesita una evaluación, es decir, necesita de un diálogo público dirigido a la comprensión crítica y mejora de lo que nos pasa. Ese proyecto de evaluación es complejo porque pone en relación los aprendizajes de los niños y niñas con las políticas educativas, las prácticas de formación docente y los saberes profesionales, las estrategias de gestión, la administración de recursos, las políticas de financiación, etc., etc. Es, ciertamente, otra cosa muy distinta a lo que quieren hacer las políticas educativas neoliberales con la imposición burocrática y autoritaria de exámenes finales, reválidas, y pruebas externas. Como buenas políticas neoliberales, además, externalizan el proceso y eso nos cuesta una pasta añadida a quienes no nos beneficiamos para nada de esos controles, porque hay que subrayarlo, a nosotros (un nosotros en el que incluyo a niños y niñas, maestras y maestros) esas pruebas no nos sirven para nada.
La escuela está cada vez más colonizada por normas administrativas que regulan el conjunto de actos en su interior, y creo que era Habermas quien explicaba muy bien coómo la generalización de las acciones instrumentales poco a poco anula la posibilidad del diálogo, la comunicación, y el entendimiento entre los sujetos; un modo de colonización por el que cada vez tenemos menos espacios de libertad para la expresión y la construcción social autónoma. La evaluación pública que necesita la escuela pública, la que nos ayudaría con diálogo a crecer como sujetos, como institución, o como profesionales, se hace más difícil si se incrementa un modo aparentemente banal de entretenernos con la norma administrativa. Un día nos dijeron que debíamos programar por objetivos, otro día pretendieron hacernos constructivistas, y cuando nos los creímos llegaron las competencias para regresar a los objetivos, aunque yo continué programando pensando sobre todo en la calidad y el sentido de las actividades que proponía en el aula. Y explicaba allá donde podía mi negativa a programar según un modelo impuesto de un modo burocrático, porque una de las características, a mi modo de ver, de la desobediencia es su carácter público, dejando testimonio de una conciencia política que busca en la confluencia con los otros y las otras la posibilidad del cambio.
Por eso me sumo ahora al generoso esfuerzo de quienes se niegan a cumplir con el mandato administrativo de la evaluación neoliberal, finalista y punitiva, sabiendo que de no hacerlo, cada día perderemos capacidad de autonomía, y de creación de un sujeto docente con capacidad y voluntad para responder por sus actos. Si nos dejamos hacer, nos hacen a su manera y conveniencia. Ante esa presión, política, sólo se me ocurre una respuesta política: la desobediencia.