Es innegable que para “llevar la fiesta en paz”, muchísimos hombres y mujeres dedicadas a educar a otros, prefieren evitar lo más posible que se pueda el surgimiento y vivencia de conflictos. Principalmente, si esos conflictos ocurren en el interior de la institución escolar. No saben, o no quieren aceptar, que cuando aparece el conflicto es porque el conflicto ya estaba incubado.
Para “llevar la fiesta en paz”, la relación entre educación y conflicto ha sido de invisibilización. Es decir, se oculta la existencia de problemas o contradicciones que pueden pesar seriamente en la construcción de relaciones entre quienes se educan. Se niega la conflictividad, con lo cual se sume al aula y la institución escolares como lugares asépticos. Pero también se niega el conflicto cuando no hay disposición para los diálogos difíciles pero necesarios. O cuando se prefieren las soluciones falsas y superficiales.
Cuando en el aula se prefiere callar, o “pasar rápidamente la página”, entonces niños, niñas y jóvenes van interpretando al conflicto como algo que no debe existir o que debe evitarse de manera automática. Peor todavía, van aprendiendo que con el silencio se superan más fácilmente las cosas. Enfrentar situaciones difíciles no es asumido, entonces, como un importante y potente aprendizaje que vale la pena potenciar.
La pedagogía ha caminado de la invisibilización a la negación del conflicto en la construcción social. De la ausencia de postulados y posiciones conscientes y profundas sobre cómo educar desde y para el conflicto, la pedagogía ha llegado al punto de pretender que los conflictos dañan las relaciones, que son destructivos en todo sentido y, por tanto, se necesita vivir sin ellos. Por eso, es muy poco la propuesta para crear espacios de auténtico diálogo y escucha, espacios para la expresión libre y personal; para dejar a un lado las apariencias y alcanzar las esencias desde las que se construyen las relaciones al interior de la comunidad educativa.
El miedo a la voz de la autoridad, el ejercicio autoritario de la docencia, la verticalidad en la toma de decisiones, el desprecio a la diversidad, son elementos de invisibilización y negación de la conflictividad humana, con lo cual se impide que la educación transforme la vida planetaria. Por eso, aunque a veces parezca una actitud ingenua y bien intencionada, rehuir a los conflictos en el entorno educativo es una útil herramienta política para el adormecimiento y la acriticidad que alimentan el ejercicio de poder en el mundo de hoy. ¿Cómo formar ciudadanos críticos y comprometidos en luchas reales, si desde la niñez negamos y destruimos capacidades para encarar y enfrentar conflictos? ¿Cómo podemos educar para transformar el mundo, negando la conflictividad como uno de sus motores de cambio?
Se trata de que reconozcamos -y aceptemos plenamente- que el conflicto no solo es parte de nuestra vida, sino que nos permite avanzar hacia la plenitud. Esto nos debe llevar al esfuerzo pedagógico de educar desde y para el conflicto.
Educamos desde el conflicto cuando las situaciones difíciles que vivimos son fuente de aprendizajes relacionales y de todo tipo. Educamos para el conflicto cuando desarrollamos, desde una intencionalidad muy clara, aprendizajes para saber qué hacer, cómo vivir, cómo afrontar las situaciones difíciles en la vida.
En países que hemos vivido conflictos internos cargados de miles de violaciones de derechos humanos (¿cuáles no?), es más que urgente una pedagogía de la denuncia, de la voz alzada, de las contradicciones, porque el silenciamiento y el miedo se han instalado con más fuerza. Y pueden ser parte de una siguiente fase perversa del mismo conflicto estructural que causó el enfrentamiento.
Para que la educación sea una auténtica fiesta (y no solo una falsa “fiesta en paz”), necesitamos de los ratos colorados cuando asumimos y enfrentamos conflictos. Para crecer y desarrollarnos, eso es mucho más útil que los cientos de ratos grises de una vida escolar que rehúye a la conflictividad. Esas que nos hace humanos y en la que aprendemos a ser sujetos políticos.