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A menudo se recuerda la escasa incidencia de la investigación sobre lo que ocurre en los centros educativos, en la práctica de los docentes y en la propia vida de estos centros, que funcionarían al margen de lo que gran parte del profesorado considera teorías apriorísticas o conclusiones alejadas de la realidad. También es bastante habitual oír que la complejidad, la intensidad y la hondura de lo que ocurre en las aulas inhabilita en gran manera las informaciones recogidas por los investigadores, las interpretaciones que hacen de ellas y, más todavía, sus propuestas y recomendaciones… En cualquier caso, ni la pedagogía es una ciencia exacta, ni toda la investigación se hace con el tiempo, el rigor, la profundidad y la prudencia necesarias, ni todas las prácticas escolares encontrarían una justificación mínimamente sólida y contrastada.
Pero en este mundo de desencuentros a veces damos con documentos que analizan la realidad con lentes firmemente fundamentadas, que leen lo que observan sin reproches -también sin remilgos-, que contrastan la información recogida con lo que se ha visto y estudiado en otros contextos, que intentan reflejar el sentido y la percepción que de ella tienen los propios implicados y que cuentan con claridad y decisión aquello que tal vez se intuía pero se presentaba con excesivas ambigüedades y precauciones. Sería al caso, desde mi punto de vista, del magnífico trabajo de la profesora Aina Tarabini, La escuela no es para ti: el rol de los centros educativos en el abandono escolar. En él, la investigadora desgrana una serie de conclusiones que no por sabidas debieran caer en el olvido.
Algunas solo pueden abordarse desde las políticas educativas, pero su impacto en los centros es tan determinante que prácticamente invalidarían algunas de las medidas y recursos que resultarían ser solo paños calientes ante la gravedad de algunos déficits estructurales. Sería el caso de la segregación escolar, de la composición social del alumnado de los centros. A pesar de que la ley vigente afirme de forma taxativa que “en todo caso, se atenderá a una adecuada y equilibrada distribución entre los centros escolares de los alumnos con necesidad específica de apoyo educativo”, ni eso se lleva a la práctica en muchas ciudades, ni su interpretación es siempre favorable a los más necesitados. Sin embargo, sabemos a ciencia cierta que el tipo de alumnado lo condiciona absolutamente todo: si los alumnos tienden a interiorizar las normas de comportamiento, las expectativas, las formas de relación más habituales en el centro, porque sobre esta base se establece lo que se espera de cada uno de ellos y lo que se considera inadecuado o raro, los profesores, por su parte, propenden a adecuar su intervención a esa realidad (o al imaginario que han construido a partir de ella): sus metodologías y estrategias didácticas, su grado de exigencia y compromiso, la amplitud y profundidad de los contenidos abordados, sus prácticas de evaluación… La conclusión que se deriva de ello es que un sistema educativo segregado como el que tenemos en España no proporciona las mismas oportunidades y posibilidades y es, por ello, manifiestamente injusto. La calidad de la enseñanza descansa, pues, en gran parte, en una composición social heterogénea y equilibrada del alumnado de todos los centros públicos y concertados. Lo contrario es un fraude de ley.
Otras, en cambio, competen casi en exclusiva a los docentes y a la autonomía organizativa y didáctica de que gozan los centros. Como de forma repetida ha puesto de manifiesto la investigación disponible, la denominada “atención a la diversidad” no ha sido entendida como una llamada a la singularización de la enseñanza, como una apuesta por la personalización, sino como un eufemismo para referirse al alumnado que sale de la norma, que plantea problemas específicos, de forma que, para una gran mayoría de los docentes, diverso equivale a problemático o patológico, aquello que molesta, impide la buena marcha de la clase, demanda una atención desmesurada, aquello que es mejor “derivar”, es decir, quitarse de encima. De nuevo, estamos lejos de lo que establece la legislación: “que todo el alumnado alcance el máximo desarrollo personal, intelectual, social y emocional, así como los objetivos establecidos con carácter general en la presente Ley”. Al parecer, diversos no son todos los alumnos, sino solo los pobres, los extranjeros, los discapacitados, los gitanos, los que tienen dificultades de aprendizaje, los que sacan malas notas, los que muestran conductas disruptivas… No existe, ni nunca ha existido, el alumno ideal medio: todos pueden y deben aprender en la escuela, nadie debería aburrirse, ni nadie debería quedar atrás relegado a tareas inútiles o humillantes. Una educación comprensiva de verdad es aquella que ofrece oportunidades y actividades para todos, porque ya sabemos que el aprendizaje no depende solo de las explicaciones del profesor, de las lecciones del libro o de las preguntas de la ficha, sino de manera principal de la motivación, el interés, los conocimientos previos y la implicación del aprendiz, de forma que es prácticamente imposible que dos alumnos aprendan exactamente lo mismo.
Personalizar la enseñanza exige recursos, por supuesto. De todo tipo: personales, materiales, tecnológicos, económicos, etc. El caso es que, a menudo, algunos de los recursos organizativos y didácticos que se han puesto a disposición de los centros para apoyar de forma efectiva al alumnado que tiene más dificultades se han convertido en dispositivos y vías paralelas y desiguales, que acaban generando nuevas formas estructurales de inequidad. Sería el caso, tal vez el más extendido, de los grupos de nivel, aparentemente homogéneos, conformados en función de los resultados escolares, de las supuestas capacidades, de las expectativas futuras (formación profesional, bachillerato, inserción laboral…) del alumnado. También la investigación ha puesto de manifiesto que el formar parte de un grupo u otro (del A o el D) condiciona la actitud y el trabajo tanto del alumnado como del profesorado, así como el rendimiento y la autoestima de los primeros y las estrategias de los segundos. Por no hablar del aprendizaje de la convivencia o de la construcción, ya desde la escuela, de mundos separados, de percepciones sesgadas, que son la puerta de entrada al odio o a la discriminación de clase o de carácter racista…
Es urgente que los centros educativos busquen y encuentren tiempo y momentos para la ilustración pedagógica, para el debate científico, para apropiarse de la investigación educativa contrastada, para la reflexión compartida. No dudo de que esta es una forma, relativamente inédita, para la mejora de los centros educativos.
Xavier Besalú es profesor de Pedagogía de la Universidad de Girona