Entre los discursos del presente, que dan forma y configuran la realidad, están adquiriendo especial fuerza los discursos del odio. En ellos se da, por un lado, la exaltación de lo idéntico, de lo que se presenta como único, de lo que es igual a nosotros, de lo homogéneo, de lo mío y de los míos. Por otro lado, se produce una demonización, criminalización, culpabilización y desprecio del diferente a nosotros, de quien piensa de otra manera, tiene otra identidad (racial, sexual, étnica o religiosa) o viene de otro lugar, y también de aquellos etiquetados como perdedores respecto a los valores mayoritarios: los precarios, parados, pobres, insolventes o sobrantes. Hay discursos del odio que son silenciosos y mudos, que se transmiten sin palabras. Son las barreras invisibles del sistema a los que son diferentes (barreras económicas, culturales, académicas…), que levantan fronteras entre las personas con concertinas imaginarias que hieren el corazón. Así se les dice, simbólicamente, de forma continuada que son diferentes (inferiores) y que merecen vidas diferentes (peores).
Buscamos las causas y los culpables de esta situación y no encontramos a los que lo provocan. El enemigo es cada vez más difuso. Son, cada vez menos, personas concretas, más redes financieras y de poder, corporaciones… La distancia entre opresores y oprimidos cada vez es mayor y ya no les vemos. Su triunfo es que han logrado que no percibamos en ellos la amenaza a nuestras vidas precarias, sino que esa peligrosidad la veamos en los “otros”, en los que vienen de fuera, en los que están fuera de los nuestros, de nuestra clase, de nuestra cultura, de nuestro color, de nuestro género. Así se produce el discurso de que esos otros son cualquiera que es distinto a nosotros porque piensa diferente, porque no tiene nuestro estatus social, cultural y económico y son pobres, porque tienen otro origen cultural y étnico, porque tiene otras creencias o son ateos. Por eso les sentimos como una amenaza que pone en peligro nuestra buena vida, nuestras seguridades y nuestras certezas. Hoy nos animan a que veamos a los inmigrantes como una de las grandes amenazas creando grandes mentiras sobre ellos para que los veamos como los que nos roban, nos quitan el trabajo, son delincuentes, colapsan la seguridad social y los servicios sociales, potenciales terroristas si son musulmanes…
A esos discursos del odio que se dan en nuestra sociedad, se añaden otros asentados en el sistema educativo, disfrazados en constructos que los ocultan para difundirlos mejor: “libertad de elección”, la “excelencia académica”, la “cultura del esfuerzo”, “éxito escolar”, “fracaso escolar”, “líderazgo”, “emprendimiento”, etc. El nulo cuestionamiento de estas falacias van conduciendo, primero, a la indiferencia hacia el otro, segundo, a su invisibilización, y tercero, a la legitimación de su sufrimiento. Es así como se ponen en peligro, desde muy pronto, las conquistas de derechos y de bienestar económico y social que creíamos consolidadas para todas las personas.
Este sistema educativo está basado en la selección, en la alabanza del éxito y el mérito, la clasificación y la expulsión del que fracasa y del diferente, de las personas con discapacidad o con diversidad funcional, por su diferente identidad sexual y de género… Así la escuela, de forma inconsciente, reproduce los elementos subyacentes en los discursos del odio. Levanta muros de desprecio o silencio entre los bien valorados: los buenos, los excelentes…, y los que son infravalorados y perdedores: los que fracasan, que suelen coincidir con los desfavorecidos, los inmigrantes pobres…
Estos muros de indiferencia y ocultamiento del otro se asientan también entre las diferentes redes escolares y contribuyen a la erosión de la convivencia y la cohesión social. Hoy es cada día más necesaria y urgente la lucha contra el odio, también en la escuela. Parece difícil que la puedan afrontar seriamente la escuela concertada y privada, porque por su naturaleza son redes escolares que privan a muchos de estar con todos. En esas redes se busca lo puro, lo perfecto, lo homogéneo, lo igual, lo idéntico, lo mismo. En la escuela privada están resguardadas las clases altas y medias altas, las élites que la pueden pagar. En la privada concertada están las clases medias, que quieren preservar a sus hijos e hijas de la contaminación con los que solo pueden obstaculizarles en su promoción social y acumulación de capital cultural que les añada valor en el mercado de trabajo .
En la escuela de titularidad pública es donde están todos, sin ningún tipo de discriminación más que la que el propio sistema educativo actual impone por las dependencias que todavía tiene con una concepción clasista, autoritaria y selectiva al servicio del poder. Suele suceder que los que suspenden, fracasan y abandonan son los que, con frecuencia, son marcados por los discursos del odio, que subyacen también en esta escuela. Cuando se valora de forma supremacista a los exitosos, quizás sin darnos cuenta, estamos promoviendo el desprecio, la indiferencia y la invisibilización de los perdedores y las perdedoras, de los que no se ajustan a los patrones impuestos. Esas valoraciones van configurando una visión del mundo donde unos son más importantes que otros, unos tienen más derechos que otros, unos son más iguales que otros, unos son más dignos de ser tenidos en cuenta que otros. Y eso va justificando los suspensos, las expulsiones, el abandono escolar, la segregación de los diferentes por su diversidad funcional, sexual, por su clase social. Es ahí donde se ponen las semillas de la desigualdad, de la exclusión, del desprecio y de la expulsión del distinto.
La lucha contra el odio es un deber ineludible, una obligación moral y un compromiso urgente. En esa lucha contra el odio tiene un papel central la escuela y la educación más allá de sus muros. Por ello, sabemos muy bien, quienes defendemos la escuela pública, que esta es el lugar donde es posible y necesario que se dé una educación superadora de esas realidades excluyentes y esos lenguajes de animadversión al que se califica de distinto y diferente. Somos conscientes de que la lucha contra el odio se ha de dar en todos los ámbitos del vivir para que sea posible una vida digna para todos. En la escuela pública es donde, por ser la escuela de todos, es una tarea central la experimentación de vivir con todos los demás desde el respeto, el diálogo, el cuidado mutuo, la cooperación, la empatía y el amor. En la educación contra el odio y a favor de la convivencia positiva en esta escuela es necesario hacer constantemente un elogio y una valoración real y concreta de lo impuro, de la mezcla, de lo mestizo, del diferente, de lo plural donde todos y cada uno de los seres humanos que la habitan sean considerados valiosos desde su igual dignidad, sus idénticos derechos humanos y su ciudadanía plena en una sociedad democrática.
Hemos de reivindicar y hacer posible cada vez con más fuerza que uno de los objetivos más básicos del derecho a la educación es el de ser garante de que todos, cada uno con su singularidad y su plena dignidad, sean valorados y queridos desde lo que cada uno es y quiere ser.