Hace unas semanas fui invitada a participar en una mesa redonda que llevaba el título de Mujeres y literatura. Lo hacía en calidad de docente, y la primera pregunta que se me hizo fue si las propuestas didácticas están libres de discriminación de género o hay un sesgo machista en la creación de materiales para el aula. La respuesta, claro, era evidente.
No hay nada en la escuela, nada en el sistema educativo, que esté libre de discriminación sexista. No lo está el currículum, tan androcéntrico en la propia selección de lo que debe ser aprendido (al margen quedaron los saberes tradicionalmente considerados femeninos, ligados al cuidado de la vida) como en los contenidos de cada una de las asignaturas o materias, de los que las mujeres siguen ausentes. No lo están los espacios escolares (con patios dominados por el fútbol, feudo masculino por excelencia), ni la composición de los grupos (qué pocas chicas aún en los itinerarios tecnológicos), ni la lógica misma del sistema educativo: tan individualista, tan competitiva, tan abiertamente orientada al éxito profesional en perjuicio de otras dimensiones del desarrollo personal y colectivo. No hay nada en la escuela que esté libre de sesgo de género, y no siempre en beneficio de las mujeres: algún día habremos de analizar por qué el mal llamado “fracaso escolar” es mayoritariamente masculino: solo un 73% de chicos consigue acabar la ESO, frente a un 83% de las chicas.
Todo ello obedece, qué duda cabe, a que nada tampoco en el afuera está libre de discriminación de género -hombres son los que dominan las cumbres políticas, los eventos deportivos mediáticos y aun los oficios religiosos-, y es imposible por tanto acometer reformas en la escuela si no acertamos a transformar también los modelos masculinos y femeninos en que somos educados por todos los agentes de socialización, desde la familia a los medios de comunicación. La coeducación es una tarea que concierne a toda la ciudadanía.
Ahora bien, ¿qué podemos hacer desde la escuela? Y volviendo a la pregunta del inicio, ¿cómo podemos ir revisando y transformando unas propuestas didácticas aún radicalmente machistas, esto es, abiertamente desiguales en el tratamiento dado a hombres y mujeres?
En el caso de la literatura -que es el que nos ocupa- esto tiene un enorme calado porque la literatura es, como otras formas culturales, un agente hegemónico en la construcción social de los géneros. Los relatos son determinantes a la hora de leernos y leer nuestro lugar en el mundo. Si no hay autoras en los libros de texto, que al parecer recogen la literatura canónica, aquello que “merece ser leído” y transmitido intergeneracionalmente; si los personajes femeninos de la mayor parte de los relatos tienen un protagonismo subordinado al héroe de turno, y no son sino madres, esposas, hijas o amantes de… ¿Cómo vamos a mirarnos en plano de igualdad mujeres y hombres?
Por todo ello, hace décadas que la crítica feminista propone una mirada diferente a los textos canónicos y una mirada atenta a los textos que no han entrado en el canon de lecturas hegemónicas. De todo ello vamos encontrando huella en algunas prácticas de aula.
Hace ya años que empezamos a leer de otra manera algunos textos canónicos como la Biblia, la mitología grecolatina o la literatura misógina del Medievo. Tampoco el teatro español de los siglos de Oro o la tan hispánica tradición del Don Juan resistían ya una lectura en clave de género. Personajes como Zeus o el Tenorio pasaron de ser considerados simpáticos granujas a ser denostados como impostores, mentirosos y violadores, y ni siquiera Bécquer (“¿Que es estúpida? ¡Bah! Mientras callando/ guarde oscuro el enigma,/siempre valdrá lo que yo creo que calla/ más que lo que cualquiera otra me diga”) parecía ya tan adorable.
Estas otras lecturas, esta renovada interpretación se proyectó luego sobre otros textos y otros ámbitos comunicativos: llegó entonces el cuestionamiento del amor romántico y del mito de la media naranja, la deconstrucción de los amores de bellas y bestias, los juegos de escritura creativa que a través de la inversión de roles entre personajes masculinos y femeninos mostraban la asimetría y desigualdad de los privilegios otorgados a unos y a otras. Se denunció también la absoluta prevalencia de un imaginario amoroso exclusivamente heterosexual que dejaba huérfanos de referentes sentimentales a chicos y chicas homosexuales.
Pero todo ello no bastaba. Resultaba intolerable constatar que nuestro imaginario se había modelado exclusivamente desde la mirada masculina, y sentíamos la necesidad de indagar y hacer explícitas las razones que habían apartado a las mujeres bien de la escritura, bien del acceso al canon. Virginia Woolf y su imprescindible Una habitación propia se convirtieron en referencia obligada: “La independencia intelectual depende de cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres han sido siempre pobres, no solo por doscientos años, sino desde el principio del tiempo. Las mujeres han tenido menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres, por consiguiente, no han tenido la menor oportunidad de escribir poesía. He insistido tanto por eso en la necesidad de tener dinero y un cuarto propio».
Comenzó entonces un proceso imparable de reivindicación de todas aquellas mujeres que, pese a los muchísimos obstáculos, consiguieron empuñar la pluma. De un lado, la denuncia; de otro, la visibilización. Nos preguntábamos, con Virginia Woolf, cuántos textos que nos han llegado como anónimos ocultan tal vez una autoría femenina (bien sabemos que esto estuvo a punto de ocurrir, sin ir más lejos, con el Frankenstein de Mary Shelley).
Denunciábamos también la sempiterna discriminación de que era indicio el recurso de tantas escritoras a seudónimos masculinos o a unas iniciales que escondieran su verdadero nombre de pila, como hicieron desde las hermanas Brönte a J. K. Rowling. Hablábamos también de aquellas mujeres que vieron sus textos atribuidos a sus esposos (como María Lejárraga, cuya obra aparece firmada por Gregorio Martínez Sierra) o las que fueron obligadas a quemar sus escritos por consejo o imposición de sus confesores (caso de Marcela de San Félix).
Y junto a la denuncia, la visibilización: baste con referirnos, por ejemplo, a todo ese conjunto de escritoras y artistas contemporáneas de Lorca, Buñuel y Dalí, y a las que una nómina del 27 exclusivamente masculina ha silenciado primero y relegado después a un sucinto pie de página. A Las Sinsombrero – Josefina de la Torre, Concha Méndez, Mª Teresa León, Carmen Conde, Ernestina de Champurcín, etc.- bien podríamos incorporar el nombre de Luisa Carnés, cuya novela recientemente reeditada Tea rooms se sitúa en la estela de La tribuna de Pardo Bazán en su denuncia de la precariedad vital y laboral de las mujeres obreras.
Ahora bien, a mi manera de ver, esto no puede ser sino un primer paso. Para quienes nos dedicamos a la educación literaria de adolescentes y jóvenes, no se trata de incrementar el número de nombres propios que revientan ya esos listados interminables de la historiografía literaria nacional. De lo que se trata, más bien, es de abrir el firmamento de lo que entendemos por “clásico” más allá del canon exclusivamente masculino y occidental en que nos venimos moviendo, para seleccionar aquellos textos que mejor conecten con el horizonte lector de chicos y chicas: aquellos que mejor pueden contribuir a su educación ética y estética, a su desarrollo ulterior como lectores cultos, comprometidos y autónomos. Ello requiere, como postula el escritor keniano Ngũgĩ wa Thiong’o cambiar los marcos:
“Cuando hablo de desplazar el centro lo hago en, al menos, dos sentidos posibles. Uno es la necesidad de desplazar el centro del lugar que se ha asumido como tal, Occidente, a una multiplicidad de esferas en todas las culturas del mundo […]. El segundo sentido al que me refiero al hablar de «desplazar el centro» es aún más importante, […]. En la actualidad, dentro de cada nación, el centro se encuentra localizado en el estrato social dominante, una minoría burguesa y masculina. […]. Es necesario desplazar el centro de las minorías de clase establecidas en el interior de cada nación a los centros verdaderamente creativos entre las clases trabajadoras, en condiciones de igualdad racial, religiosa y de género«.
En este sentido, si el acceso de las mujeres a la escritura ha sido relativamente reciente, si la presencia de personajes femeninos que escapen a los estereotipos tradicionales es también más frecuente en títulos publicados en la última centuria, quizá es hora de “desplazar el centro” también en el eje temporal del canon escolar y llegar algún día a la literatura de los últimos cien años. Necesitamos dar cabida no solo a Jane Austen, Mary Shelley, Edith Wharton, las hermanas Brönte o Safo. También a Harper Lee, Wislawa Szymborska, Jhumpa Lahiri, Yaa Gyasi, Gabriela Mistral, Mercè Rodoreda, Fatema Mernissi, Taiye Selasi, Irène Némirovski, Joyce Carol Oates, Nadine Gordimer, Marjane Saatrapi, Ida Vitale, Idea Vilariño y tantas, tantísimas otras… No para leerlas a todas, insisto, sino para tener más en donde elegir y hacerlo en pie de igualdad entre hombres y mujeres. Porque también va siendo hora de pasar de la lectura intensiva de un puñado de libros -siempre los mismos, y aun en varios cursos- a la lectura extensiva de un corpus mucho más abierto y mestizo.
Y una última cosa: al tiempo que como docentes de literatura nos empeñamos en acercar a los adolescentes lo que está lejos -e intentamos acercar los clásicos al horizonte lector de nuestros jóvenes estudiantes- no estaría de más que pusiéramos el mismo empeño en ayudarlos a alejar lo que está cerca, esto es, la literatura juvenil contemporánea: esa que algunos -y sobre todo algunas- consumen con fruición, y con la que a menudo los dejamos a solas. Buena falta hace que desarrollemos también en ellos habilidades de interpretación en clave de género a fin de que sean capaces de leer con cierta distancia crítica tantos títulos de la ficción literaria y audiovisual más reciente que siguen alimentando unos modelos sentimentales y amorosos que nos hacen aún hoy llevarnos las manos a la cabeza.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria.