María Novo, catedrática Emérita de Educación Ambiental y Desarrollo Sostenible en la UNED, escritora y poeta, es desde hace décadas el ‘alma mater’ de infinidad de iniciativas que buscan acercarnos a unos valores de la naturaleza de los que, en general, nos hemos ido alejando. Desde su casa, donde estos días termina su próximo libro, nos recuerda que estamos viviendo tiempos que son una oportunidad para una ‘nueva realidad’ basada en lo que denomina “autosuficiencia interconectada”. Siempre con el optimismo por bandera, Novo apuesta por un futuro en el que el hedonismo que promueve el actual sistema dé paso a otro en el que se imponga la solidaridad global con la casa que todos compartimos: la Tierra.
¿Qué está suponiendo para María Novo este confinamiento obligado?
Como a tantas otras personas que trabajamos en temas ambientales, ciertamente no me sorprendió demasiado que surgiera una crisis. Los informes científicos llevan tiempo alertando de que el sistema podía colapsar, aunque no se sabía ni cómo ni cuándo. Lo que, para mí, ha sido una sorpresa es que haya sido un coronavirus, aunque en el fondo una zoonosis como la que se ha producido tiene mucho que ver con la pérdida de biodiversidad y también con la ‘hipermovilidad’ humana de las últimas décadas, es decir, con el modelo de sociedad que se ha impuesto y su relación con la naturaleza.
¿Ve una relación clara entre la crisis ambiental y la pandemia?
La realidad es que hemos alterado los procesos de la biosfera en lo que se refiere a la atmósfera, los usos del suelo, del agua, en cuanto al mantenimiento de la biodiversidad…. Ahí estaba el riesgo de una crisis. Pero es que, además, hemos concentrado gran parte de la producción en China, que tradicionalmente ha sido un foco de zoonosis, lo que ha provocado que mucha gente tuviera que ir y venir desde allí al resto del mundo. De hecho, no es casualidad que las ciudades más afectadas sean aquellas donde la gente viaja más, como Madrid, Barcelona, Nueva York… Ambos factores han sido claves en esta crisis sanitaria.
¿Cree que la sociedad es consciente de que medio ambiente y coronavirus están en conexión?
No creo que exista una conciencia generalizada de la conexión de zoonosis y la pérdida de biodiversidad. Hay científicos que lo están contando muy bien, como el biólogo Fernando Valladares, pero el eco que le dan los medios a estas reflexiones no es suficiente. Tampoco se está explicando con énfasis en los medios que la del coronavirus es una primera gran crisis pero que, si no nos centramos en actuar contundentemente ante la emergencia climática, las próximas pueden ser mucho más duras que esta. Ahora han funcionado los canales de comunicación, todos usamos los móviles, hay agua potable, energía, alimentos… Es verdad que estamos en confinamiento y, sobre todo, que tenemos el tremendo drama de la pérdida de vidas humanas, pero es que en la próxima crisis puede haber tantos o más fallecimientos y podemos tener condiciones mucho más duras si no cambiamos el rumbo. No quiero ser alarmista, pero toca decir la verdad a la gente.
Mirando al futuro ¿Esta crisis podemos verla como una oportunidad que vamos a aprovechar o volveremos a lo mismo de antes?
Creo que es una oportunidad. Las crisis son momentos para aprender personal y colectivamente. Este es el momento de comenzar a vivir de otra manera, con más sobriedad y con menos gasto en cosas inútiles. Como la globalización ha distorsionado las relaciones productivas y comerciales, abarcando el mundo entero, en mi opinión tenemos que reubicarnos para fortalecer los recursos propios y vivir más en lo local. Eso no quiere decir que nos quedemos aislados, porque hoy estamos conectados con el mundo a través de múltiples redes. Eso se describe bien con el concepto de lo “glocal” que venimos utilizando. Se trata de conseguir una autosuficiencia interconectada en una escala más humana. Relocalizarse supone, en la vida cotidiana, volver a comprar productos de proximidad, recuperar el disfrute del parque que está al lado de casa… Lo que teníamos era un sinsentido. Por ejemplo, hubo un año en el que exportamos a Irlanda la misma cantidad de patatas que importamos de Irlanda… También se trata de retomar placeres que habíamos olvidado, para volver a serenarnos. Y sin tanto ir y venir tendremos más tiempo, porque en estas semanas hemos descubierto que el tiempo es un intangible de gran valor, que podemos disfrutar de estar más horas con nuestros hijos o dedicarlas a conocernos mejor a nosotros mismos. Cuando dejemos de ir con prisa, tendremos tiempo para escucharnos… En definitiva, se trata de redescubrir el valor de lo pequeño, lo descentralizado, e ir fortaleciendo la industria estratégica y la agricultura y ganadería de nuestro país para ir atenuando progresivamente la gran dependencia del exterior.
¿Sabremos aprovechar esa oportunidad?
Soy optimista. Por ello me gusta escuchar al presidente cuando habla de una ‘nueva normalidad’, porque está claro que lo que teníamos antes de la pandemia no era normal. Vivir con una biosfera desbordada y en un mundo donde el 1% de la población tiene el 90% de la riqueza global, no puede ser la normalidad. Así que estoy esperanzada. Quiero pensar que hemos aprendido a valorar lo importante de la vida, tanto a nivel general como personal, incluso en el mundo de los afectos: hemos recordado el valor los abrazos, los besos, cosas que dábamos por sentadas. Además, en esa ‘nueva normalidad’ no empezaremos de cero, porque ya tenemos muchas cooperativas agrícolas, iniciativas de consumo compartido, pymes… Lo importante es buscar el tamaño óptimo de cada comunidad y cada proyecto. Porque está claro que crecer y crecer desordenada e infinitamente no es progreso. Sí es importante procurar ser lo más autosuficientes posible en energía, alimentos, material sanitario y estratégico… Pero para ello no hace falta volver a la Edad Media. Con las pautas de vida que teníamos en los años 80 del siglo pasado, unidas a los actuales avances tecnológicos, podríamos vivir razonablemente, no creo que fuésemos menos felices. Son los errores de la globalización los que tenemos que corregir. Tenemos que decrecer, no para vivir peor sino para aprender a vivir mejor con menos. Porque la realidad es que tampoco vivíamos bien hasta ahora en términos de calidad de vida, inmersos en unas sociedades en las que muchos de nuestros jóvenes enfermaban prematuramente de ansiedad y estrés.
Un cambio ya visible es el de la cooperación comunitaria, con muchas personas volcadas en la solidaridad ¿Cómo interpretas este cambio?
Esa solidaridad es extraordinaria. Yo misma la vivo en mi comunidad, con el vecindario más cercano. Se están creando redes que no existían. Y están apareciendo porque hemos perdido lo que nos impedía practicarla: las prisas. Las gentes, en general, tenemos buenas intenciones, pero lo que no había era tiempo para ayudar a la persona que vivía al lado, ni para conocerla siquiera. Esa es otra parte positiva de esta crisis, en medio del drama de tantas pérdidas humanas. Ahora, tenemos tiempo para mirar, escuchar, compartir… Y eso que hemos recuperado debe florecer para que permanezca. Este es el reto. Incluso veo lecciones dentro del dolor: el aprendizaje de que nuestros actos no son inocuos, que nuestro comportamiento con la naturaleza tiene graves consecuencias. Si somos capaces de construir desde esa solidaridad y esa cooperación, con respeto a la naturaleza, confío en que los aprendizajes que hemos hecho permanezcan.
Incluso hay quien descubre ahora la fuerza de la naturaleza, con imágenes que no se habían visto antes.
A todos nos está dejando sorprendidos su capacidad de recuperación, solamente con retirarnos de ella. La naturaleza no necesita a la humanidad para nada. Somos nosotros los que la necesitamos, pero eso es algo que no se nos ha enseñado ni en las familias ni en las escuelas. En nuestra cultura occidental se debe a un pensamiento que nos viene ya desde Descartes, que planteó una visión dual del mundo escindiendo mente y cuerpo, razón y emoción, persona y naturaleza, como si fueran cosas opuestas en lugar de complementarias, que es como se incorporan en el pensamiento oriental. Desde esa dualidad de opuestos, la modernidad se desarrolló con mecanismos de dominación de la naturaleza en lugar de una coevolución razonable. No se nos enseñó que somos parte de ella. Esto también hay que corregirlo porque el daño que le hacemos a ella nos lo hacemos a nosotros mismos.
¿Cómo enfocar en este asunto la educación, que es por donde debería empezar esa corrección imprescindible?
Tendría que iniciarse desde la infancia, pero no se trata de que los niños pequeños aprendan lo que son las partes de un árbol en una pantalla en la escuela. Se trata de que toquen el árbol y aprendan a amarlo y cuidarlo, que sepan que ese árbol es parte de un todo en el que ellos también están incluidos. En otras palabras, recuperar el vínculo con la naturaleza con todos los sentidos: la vista, el olfato, el tacto…
¿Qué otros aprendizajes podrían sacarse de este periodo de confinamiento?
Sin obviar las dificultades económicas y de espacio de muchas familias, el dolor por las pérdidas humanas o por la enfermedad, en general, los niños han disfrutado de mucho más tiempo con sus padres que antes. Este es también un aspecto positivo dentro de la tragedia que es una pandemia. Lo natural para los niños sería pasar muchas horas con sus padres pero, debido a los horarios de trabajo, eso muy pocas veces es posible. Los horarios que tenemos en España, sobre todo en las grandes ciudades, son una locura…, algo que se nota mucho cuando se conocen los de otros países de Europa (y de algunas pequeñas ciudades españolas) donde gran parte de la gente vive más relajada, a las cinco o seis de la tarde dejan el trabajo y hacen vida de familia sin necesidad de escapar los fines de semana a otro sitio. En este confinamiento, muchos niños españoles han estado más tiempo en familia que nunca, así que esa ‘nueva normalidad’ que queremos pasa también por nuevos horarios laborales.
En el caso del coronavirus ha habido cambios sociales y de comportamiento que hemos aceptado todos. ¿Por qué no hacemos lo mismo con otros cambios necesarios para evitar las crisis ambientales?
La realidad es que, en el caso del medio ambiente, mucha gente ha preferido mirar para otro lado porque implica romper rutinas y comodidad. Nos hemos olvidado de que la vida es cambio. Y lo cierto es que hemos tenido muchas oportunidades para cambiar: desde los reportajes científicos, libros, conferencias, artículos, redes sociales, etcétera, se nos ha avisado reiteradamente de lo que estaba pasando. Este olvido rompe con unas actitudes que fueron importantes para la evolución del ser humano como especie: la previsión y la anticipación, que en estos momentos no funcionan correctamente. La razón hay que buscarla en que, desde la globalización económica, el mundo ha dejado de estar guiado por los sabios, los filósofos, los científicos o los líderes morales para estar dirigido por un modelo económico que no se somete a nada y al que sólo le interesa el beneficio inmediato. Esa lógica del beneficio inmediato ha destruido la lógica de la vida. Si ahora se ha conseguido un cambio de rutinas drástico ha sido por el miedo.
¿Es necesario ese miedo para ser conscientes de la que se avecina a nivel ambiental?
No debería ser necesario si tuviésemos la cordura suficiente para escuchar a quienes nos alertan. Ahora, si preferimos mirar a la lógica del beneficio inmediato, vamos mal. Seguiremos igual para que sean nuestros hijos quienes peleen y malvivan en un planeta esquilmado. La lógica del beneficio inmediato no solo se manifiesta en la economía sino también en el hedonismo, en el afán de primar nuestros deseos sin preguntarnos si son auténticas necesidades y cómo afectan al bien común. De momento, en estas semanas hemos descubierto la cantidad de cosas que comprábamos que no eran necesarias.
En mi opinión, hay tres cuestiones fundamentales para abordar con éxito la ‘nueva normalidad’ tras el coronavirus. La primera es recuperar el concepto de la familia humana, es decir que somos seres interdependientes, no aislados, y, por tanto, se imponen la empatía y la cooperación al máximo; la segunda, comprender que la naturaleza es la casa común de todos, no de unos pocos. Eso supone estar dispuestos a un mejor reparto en el acceso a los bienes comunes (alimentos, agua, energía…), y la tercera es que los recursos naturales están para satisfacer necesidades, pero no todos nuestros deseos. Tenemos que aprender a desear conscientes de los límites de la biosfera y de cada sociedad humana.
Las tres cuestiones podrían abordarse si nos hacemos, individual y colectivamente, la pregunta: ¿cuánto es suficiente? Esa pregunta debería estar en el frontispicio de nuestras escuelas, institutos y universidades… Es importante aprender a pensar y decidir en función de ella desde la infancia y dejar que nos guíe en la edad adulta.