En Francia, el ministro de Educación, Jean-Michel Blanquer, ha decidido que las escuelas vuelvan a abrir después de dos meses de confinamiento, de una forma «suave y progresiva», y que los padres puedan llevar a sus hijos de forma voluntaria. Esta semana están empezando a ir los de infantil y primaria (hasta los 11 años), y la próxima lo harán los de la secundaria intermedia (11-14), si bien sólo lo están haciendo en aquellas regiones menos afectadas por la pandemia (en París y otros lugares de momento sólo los maestros están accediendo a los centros).
Blanquer ha defendido esta decisión por motivos pedagógicos y de equidad porque, según dijo, «se hace difícil imaginar un niño de siete años sin escuela durante seis meses, y más si viene de un ambiente desfavorecido». El Consejo Científico recomendaba que la reentrada fuera en septiembre, pero Blanquer, con el apoyo del presidente de la República, Emmanuel Macron, consideró que era necesario hacerlo ahora, eso sí, con unas estrictas medidas de seguridad.
La apuesta, sin duda arriesgada, se está traduciendo en una eclosión de imágenes de alumnos y maestros con guantes y mascarillas, pero sobre todo de niños separados haciendo fila antes de entrar a los centros, separados después en el aula, separados también en el comedor y separados en el patio, el espacio donde esta distancia resulta más artificial. La foto más repetida es la de una escuela infantil de Tourcoing (municipio de 90.000 habitantes en el norte del país) en la que se ve un grupo de niños y niñas en el patio rodeados por un cuadrado del que no pueden salir.
Y, mientras tanto, los periodistas se ponen las botas con los testimonios de maestros y alumnos contentos de reencontrarse pero explicando cómo de duro es no poder tocarse, mientras en las redes llueven las críticas por una decisión que recibe todo tipo de calificativos , el más suave y progresivo de los cuales es que ha sido precipitada.
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