Como sucede en el mundo, los fallecidos no son una cifra fría, ni un registro burocrático. No son sólo cien mil actas de defunción. Son cien mil familias desmembradas, son esposas o esposos viudos, huérfanos, hermanos perdidos, amigos que no despedimos. Son miles de niños y niñas que perdieron a su padre o madre, que no tendrán Navidad feliz, ni sonrisas plenas por las ausencias en el hogar.
La dimensión de la desgracia es descomunal. Junto al caballo apocalíptico de la muerte, cabalgan los del desempleo y la pobreza, delante de ellos, la desesperanza. Las cifras en estos indicadores pintan un yermo oscuro.
Las consecuencias del largo confinamiento las padecemos todos, es claro. Aunque, como se ha dicho, no todos somos pasajeros de la misma clase o no viajamos en el mismo barco.
A ese cuadro de horror los niños y niñas en México suman la ausencia de la escuela, de lo mejor que tiene la escuela: los amigos, recreos, la socialización, juegos, el afecto de las maestras, calor humano.
Aunque no hay cifras oficiales públicas, el coronavirus también cobró víctimas en el gremio docente, según las pocas notas de prensa. Hasta el 13 de octubre el periódico La Jornada reportaba “al menos 340 muertos” docentes jubilados y activos en tres de los 32 estados del país, Chiapas, Guerrero y Oaxaca. Un cuarto, Puebla, a mediados de septiembre registraba 66 fallecidos.
Cuando empieza diciembre el ministro de Educación Pública, Esteban Moctezuma, anuncia con beneplácito que entramos a una nueva era de educación digital y que se prepara la estrategia nacional para el 2021, Aprende en casa versión 3, porque no habrá pronto retorno. Aunque expertos recomiendan el regreso y las familias admiten el enfado de sus hijos por la enseñanza a través de la televisión, prefieren resguardarlos en los hogares.
Con diciembre y sus festividades, las campanas navideñas y las lucecitas que iluminan los árboles recordarán los pesares de este funesto 2020.
En las escuelas mexicanas a donde asisten los niños, hay fechas fijas en el calendario festivo, cuando se rompe la monotonía y los patios se llenan de colores y música, se inundan con la presencia de mamás y abuelas. Son las fiestas del 10 de mayo, celebración mayor, por ser el Día de la Madre. En septiembre, por el aniversario de la Independencia. En noviembre, la Revolución Mexicana. En diciembre, las posadas.
Las escuelas montan sus árboles navideños y decoran aulas, acceso y patios, en la medida de las posibilidades económicas y la voluntad de cooperación. Se relaja la disciplina, la alegría se cuela de a poquito, hasta que antes del inicio de las vacaciones se realizan las posadas, la fiesta de dulces, piñatas, villancicos, bailes, intercambio de regalitos. Llegan los abrazos y las palabras cariñosas. Eso que hoy es imposible por cordura.
Este año 2020, en que estudiamos y aprendemos desde casa, no habrá ese momento gozoso que cierra un periodo de estudio, que despide el año y refrenda sentimientos, mezcla de fiesta religiosa, cultura popular y consumismo. Si la pandemia ya había arrebatada la escuela a los niños, quiero decir, la parte grata de la escuela, también secuestró la fiesta de los regalos y abrazos.
En torno a la escuela viviremos una Navidad distinta los maestros, los niños y sus familias. Quizá la peor de todas. Pero nadie podrá imaginarse la Navidad que pasarán los miles de niñas y niños que no tendrán un padre, una madre, un abuelo para abrazar, porque forman parte de esa incesante cifra mortal.