Es quizá la estrella de las metodologías activas. El aprendizaje basado en proyectos (ABP) aúna los conceptos nucleares de la mayoría de corrientes del cambio: cooperación, interdisciplinareidad, metacognición, aprendizaje contextual, significativo… Fue sistematizado en 1918 por William Heard Kilpatrick, aunque atraviesa de forma explícita o implícita la obra de grandes figuras de la pedagogía renovadora como Freinet, Dewey o Gíner de los Ríos.
En los últimos años, la fiebre ABP se ha expandido por las escuelas de nuestro país a un ritmo nunca visto. Cada vez más profesores lo incorporan como parte integral de su didáctica. Algunos colegios e institutos lo han convertido incluso en la piedra angular de su plan de centro. Continúa siendo minoritario, pero la Lomloe le ha querido otorgar carta de naturaleza, una cobertura expresa.
Dice la ley orgánica en su artículo 19.4 —refiriéndose a los principios pedagógicos que han de regir en todo el sistema educativo— que, “con objeto de fomentar la integración de las competencias, se dedicará un tiempo del horario lectivo a la realización de proyectos significativos para el alumnado”. El texto añade que también tendrá presencia, dentro y fuera del aula, “la resolución colaborativa de problemas”.
Proyectos y problemas son hilos conductores del aprendizaje que, según algunos, se entrelazan. Para otros, se trata de dos sendas distintas, quizá paralelas, pero que no han de converger. El debate adquiere en ocasiones dosis extra de confusión, al no saber —cuando hablamos de ABP— a qué correponde la “P”. En cualquier caso, la ley Celáa establece que el trabajo en torno a ambas nociones debe servir para reforzar en el alumno “la autoestima, la autonomía, la reflexión y la responsabilidad”.
Las voces favorables a la transformación metodológica en España celebran que la nueva ley dé al ABP respaldo jurídico. Aunque dudan sobre el verdadero impacto que esto tendrá en el día a día escolar. “Es positivo que el profesorado encuentre un reconocimiento normativo, que exista esta intención de arriba a abajo. Pero no podemos ser tan ingenuos para pensar que una frase en una ley, aunque sea orgánica, vaya a generar un cambio radical”, afirma Marc Lafuente, autor del informe ¿Mejora el aprendizaje del alumno mediante el trabajo por proyectos? Para este investigador de la Universidad de Lausana, una transformación profunda en nuestra cultura pedagógica solo sucederá “si se acompaña por un movimiento desde abajo”.
Nuestro largo historial de intenciones legislativas que no llegaron a buen puerto —a veces por las propias contradicciones del marco regulador— conduce a un cierto escepticismo. “Los enfoques interdisciplinares, por ejemplo, íntimamente relacionados con el ABP, ya estaba presente en leyes anteriores. Y no se han llevado a cabo de forma masiva, ya sea por cuestiones de organización, curriculares o de otra índole”, recuerda José María Ruiz Ruiz, profesor de Estudios Educativos en la Universidad Complutense, donde enseña y evalúa mediante esta metodología.
Lo cierto es que la Lomloe también incluye otros puntos que podrían favorecer el desarrollo de proyectos en clase. Amén de la fusión de asignaturas (posibilidad de trabajar por ámbitos en algunos cursos, también en Secundaria), el texto modera el afán controlador que tanto inhibe a las metodologías activas en España. La ley pone fin a los estándares de aprendizaje. También reduce la sobrecarga de los currículos. Y reafirma la voluntad de avanzar hacia un aprendizaje más competencial y menos memorístico.
“Es importante que la legislación se vaya acercando a la realidad, ya que, por lo general, sigue respondiendo a necesidades educativas del siglo XIX. Continúa compartimentando la educación, cuando deberíamos ir hacia modelos más holísticos que respondan mejor al carácter híbrido de nuestro tiempo”, sostiene Juan José Vergara, autor de Aprendo porque quiero: el ABP paso a paso (SM). Cómo aterrice en los centros la voluntad de generalizar los proyectos en clase dependerá, en buena medida, de los desarrollos normativos que elaboren las CCAA. Según Vergara, sería un error “tratar de imponer una metodología concreta” ya que “los intentos de obligar al profesor por ley chocan normalmente contra una pared”.
Los expertos consultados apuntan a varias claves que podrían marcar el devenir del ABP en España. Giros estructurales o vinculados a la cultura pedagógica mayoritaria que determinarán su potencial de expansión. Sin ellos, sostienen, los corsés de nuestro sistema —organizativos, mentales, subyacentes— seguirán frenando la acogida de este y otros intentos de renovación.
“Para que el ABP se generalice y cobre todo su sentido, es fundamental que los docentes sean capaces de identificar sus necesidades —que no deseos— en función de su realidad y de sus propios conflictos cognitivos”, afirma Ruiz Ruiz. En su opinión, las administraciones, más que indicar cómo se ha de enseñar, han de acompañar al profesorado en el proceso, “informando y formando”.
El profesor de la Complutense e investigador destaca la importancia de que los docentes aprendan, antes de implantarlos, las características específicas de los proyectos concebidos para el aprendizaje. “Han de saber cómo llevarlos a cabo: su diseño, la configuración de los grupos de trabajo… No se trata de dividir una clase de 25 alumnos en grupos de cinco, sino de que trabajen en equipo alumnos con diferentes capacidades que se complementan”, señala. Siempre abiertos a modificaciones y retoques, los proyectos demandan que el profesor “abra las antenas de la observación antes de intervenir e introducir cambios”, añade Ruiz Ruiz.
Según Vergara, el nuevo paradigma que facilitaría una normalización del ABP en los centros españoles adquiere más amplias proporciones. Enlaza incluso con un viraje en nuestra forma de entender el mundo y nuestras relaciones con el otro. “Necesitamos un cambio de mentalidad, dejar de pensar que la educación es el recurso que sirve a las personas para competir, cuando en realidad debería servir para vivir mejor, individual y colectivamente”, considera. Vergara estima que trabajar por proyectos resultaría especialmente útil para que las nuevas generaciones adquieran conciencia y sean, por tanto, “capaces de abordar problemas globales como el destrozo del planeta”.
A pesar de que la Lomloe plasma la declarada voluntad del Ministerio de profesionalizar la docencia y conceder mayor autonomía a los centros, queda por ver cómo se traduce su letra en las inercias escolares. Sobre todo en cuanto a la relación de colegios e institutos con las administraciones. “He visitado escuelas muy innovadoras, que apuestan por el ABP y otras metodologías activas, y tienen la sensación de que actúan al margen del sistema, temiendo la llegada de la inspección”, apunta Lafuente.
Por su parte, Ruiz Ruiz —que como miembro del Consejo Escolar de la Comunidad de Madrid trata asiduamente con inspectores— ya percibe en los últimos años un cambio en estas tendencias dirigistas. “Detecto una actitud más de asesorar y apoyar, de dejar que los centros autorregulen sus responsabilidades”, asegura. Y apela a una mayor autocrítica “constructiva” entre los profesores: “Se pueden hacer muchas cosas que no se hacen”. Lafuente recurre a la evidencia científica, resumida en su estudio, para señalar que el temor a que “su autoridad se vea amenzada” (y se disparen los problemas de disciplina) es una de las principales barreras a la hora de que el profesor se atreva con el ABP.
Ambos expertos coinciden en la importancia de que las autoridades reconozcan —aligerando la carga lectiva o mediante otras fórmulas— el esfuerzo y tiempo extra que implica el trabajo por proyectos. Sobre todo cuando son interdisciplinares y exigen coordinación entre profesores de distintas asignaturas. Más allá de la supresión de los estándares de aprendizaje, Vergara considera además imprescindible una transformación sustancial en los enfoques evaluativos: “Hemos de convencernos de que la evaluación es un elemento de reflexión, no de etiquetado”. Perspectiva en total consonancia con la razón última de aprender mediante proyectos.