No hace falta ser una lumbrera para darse cuenta de hasta qué punto se trata de una guerra civil falsa, instrumentalizada desde fuera, y que cuenta con unos bandos rivales que no se acaban de percibir con claridad. En primer lugar, dejaría claro que lo que se ve como «escuela tradicional» es un modelo que, afortunadamente, ya no existe entre nosotros, porque fue residualizado por los movimientos de renovación pedagógica de los años setenta y ochenta. Movimientos propios, coordinados desde los mismos maestros y pedagogos, y que lograron transformar la educación esclerótica e infrafinanciada del franquismo en un modelo democrático.
Cuando atacan la «mera cultura inútil» o los contenidos puramente «memorísticos» o «enciclopédicos» se visualizan los registros históricos de una abominación franquista que hace que cuarenta años que no funcionan. Hablan de una ruina, que pudo afectar negativamente a su juventud, pero que no tiene nada que ver con nuestros equipos pedagógicos actuales.
Cuando levantamos la rabia contra la escuela tradicional, estamos agitando un fantasma.
En realidad, el modelo innovador no puede decir lo mismo. Bebe directamente del modelo tecnocrático del ministro franquista Villar Palasí. Y lo hace por una sencilla razón: mientras los gabinetes tecnocráticos de los primeros setenta intentaban lavar la cara del régimen a través de medidas populistas, ahora se intentan maquillar las cifras de la vergüenza, las de nuestra desigualdad, las de nuestro «apartheid» educativo, dibujando sonrisas sobre un sistema que se muestra incapaz de corregir las diferencias de clase y origen que afectan directamente a la vida de nuestros jóvenes.
A la hora de planificar e implantar una reforma crítica y seria, nos creemos las mentiras de una política continuista que se enfanga en un lenguaje mesiánico y visionario. Nos creemos protagonistas de una revolución o giro progresista pero, en realidad, servimos a un despotismo antiintelectual que viene perfectamente definido desde el espacio europeo.
Por ello, escenificamos una guerra civil falsa: oponemos un sistema que ya no existe (el de «Los Reyes Godos») a una pedagogía que no es pedagogía, sino un proyecto de ingeniería social totalmente reaccionario, y que no siempre sabemos identificar. Naturalmente, no se trata de hacer demagogia ni populismo. No hace falta discutir el modelo europeo porque, precisamente, se trata de superar el lenguaje pseudorrevolucionario y megalómano, propio de momentos de profunda crisis y de la desorientación actual.
¿Cuál es la visión realmente crítica y autónoma sobre temas educativos? ¿Dónde hay que buscarla? ¿Seguiremos organizando peleas basadas en fake news?
El Nuevo Paradigma no es un modelo para el aprendizaje, sino un programa de selección de élites determinista y conductista, inaceptable desde el punto de vista educativo. Si volvemos a hacer como en los primeros compases de la democracia, es decir, reunirnos los docentes sin interferencias políticas y nos ponemos a decidir qué es lo mejor para el alumnado, protagonizaremos reformas o medidas beneficiosas para la sociedad. No es tan importante creer en los libros de texto o en las redes sociales; así como tampoco lo es creer en los exámenes u optar por otras propuestas de evaluación. Lo que realmente importa es la facilidad con la que nos han dividido, etiquetado y desprestigiado ante la ciudadanía. Si continuamos así seremos recortados y será la pedagogía misma la que quedará residualizada y abandonada. No dejarán de educar a nadie, o que nadie se eduque.
Hay que superar la división entre docentes, entre otras cosas, porque necesitamos que nuestro alumnado pueda decidir su futuro, futuro cultural o científico o no, por sí mismo, sin tesis estamentalistas ni fronteras económicas. El paraíso digital o la violencia simbólica de una escuela dogmática no son escenarios serios, sino construcciones para un debate torcido y estéril.
El debate ha de volver a los claustros y a los consejos escolares, y saber salir del Twitter.
Las revoluciones desde arriba no sirven para arreglar nuestros problemas. Las revoluciones desde arriba son el principal problema. No necesitamos ni a los de arriba ni sus revoluciones: necesitamos su presupuesto. No necesitamos otra cosa que el reformismo democrático, adulto, útil y crítico.
Hablemos las políticas de certificación burocratizada que dinamitan las plantillas. Hablemos de las ratios. Hablemos de cómo se demonizan las emociones que no conectan con los modos fáciles. Hablemos de la infantilización de la secundaria, de la pluralidad metodológica, de los maquillajes estadísticos, de la hipocresía emotivista. Lo que hacemos actualmente, es decir, obedecer a las directivas de la banca y de los dirigentes europeos, abandonarnos a las propuestas baratas compatibles con los recortes, no nos honra: nos conducirá a la más cruda de las mediocridades, a vivir en un país semicolonial, que no quiere ni puede imaginarse a sí mismo.