Catedrático emérito de Psicología Evolutiva y de la Educación en la Universidad de Barcelona, César Coll (Benicarló, 1950) tuvo un papel protagonista en la elaboración de la Logse. De nuevo un gobierno socialista ha contado con su experiencia para colaborar en la puesta en marcha de una ley orgánica de educación. En este caso, con el fin de concretar —junto a otros seis expertos— una propuesta curricular que dé un golpe de timón definitivo a la enseñanza obligatoria en España. Coll fue elegido por la ministra Celáa para dar a conocer, hace unas semanas, la propuesta ante la opinión pública. Hablamos con él sobre sus puntos básicos y los muchos retos que enfrentará hasta provocar un cambio pedagógico profundo.
Otros miembros del grupo de expertos me han comentado que, por trayectoria, te erigiste en (o ellos te consideraban) líder natural. ¿Tú te has sentido así?
No, me he sentido bien, sin más. Ha sido un trabajo apasionante y enriquecedor, con gente de disciplinas y tradiciones diferentes. Discutimos mucho, ya que algunas cosas no las veíamos igual, y nos costó —en el buen sentido— llegar a una propuesta unificada y conjunta.
¿Dónde se hicieron más evidentes las discrepancias?
Quizá en el mismo concepto de competencia. Todos estábamos de acuerdo en que el enfoque competencial debía ser la clave de la propuesta. Pero hay quien da —en el grupo y a nivel general— más importancia al componente de ejecución, desempeño y evaluación, mientras que otros se centran en los conocimientos y saberes que es necesario adquirir y movilizar para actuar de manera competente. Estamos también (yo me incluyo) los que ponemos el foco en el contexto en el que se desarrolla una competencia, en cómo cristaliza en prácticas determinadas.
¿Lograsteis dar con una definición de competencia que os permitiera avanzar y no perderos en debates abstractos, de corte epistemológico: qué es conocimiento, etc.?
No como tal, aunque sí de forma implícita. Proponemos concretar los aprendizajes esenciales hacia un perfil de salida en el que se sintetizan las competencias clave que detalla la UE. Y que este perfil, a su vez, permita afrontar los retos del siglo XXI. También instamos a abordar las competencias específicas de cada área o materia, definidas en cuanto a tipos de actuaciones (dependiendo de cada situación, lo cual remite al contexto) y a los saberes disciplinares imprescindibles para poder desplegar cada actuación.
¿En esos saberes esenciales de cada asignatura, se incluiría contenido puro: fechas, nombres…?
Haces bien en preguntar, ya que muchas veces utilizamos el mismo término para hablar de cosas diferentes, o hablamos de lo mismo utilizando términos distintos. Los aprendizajes ensenciales se definen en términos de competencias. Pero una competencia, tal y como nosotros la entendemos, implica, entre otras cosas, la capacidad de movilizar una serie de conocimientos o saberes que hay que adquirir antes. Y esos saberes —disciplinares o contextuales— pueden ser de muy diverso tipo: factuales, conceptuales, procedimentales, axiológicos…
En esa vertiente más factual, incluso memorística, de hechos, datos…, ¿quién ha de seleccionar los saberes asociados a cada disciplina?
Lo importante es que en un enfoque competencial cambia el punto de partida. Ya no partes de una selección de los saberes que aprender, sino de qué competencias quieres ayudar al alumnado a adquirir, sin perder nunca de vista cada situación, el contexto en el que se quiere enseñar a actuar de manera competente. Entonces llega el momento de preguntarse qué contenidos de Hístoria, Química o Matemáticas me hacen falta.
¿Y esa decisión la toma en última instancia el centro o incluso el profesor?
Te agradezco, de nuevo, la pregunta, porque a veces, por lo que leo en los periódicos, observo una cierta confusión. Nosotros hemos hecho una propuesta al Ministerio para que este elabore las enseñanzas mínimas. Luego las consejerías tienen que desarrollar sus currículos. Y como novedad de la Lomloe, se establece que se ha de dejar margen de maniobra, una autonomía para que los centros puedan ajustar el currículo al perfil de su alumnado.
Para que esas enseñanzas mínimas gocen de estabilidad, o no sean desvirtuadas en la cuota curricular que corresponde a las CCAA, ¿habría que alcanzar una especie de pacto de estado?
Lo ideal sería que no las decidiesen unilateralmente los técnicos del Ministerio, sino que tuvieran en cuenta las aportaciones de las CCAA. Sería un gran logro conseguir —y por tanto hay que intentarlo— que ambos se pusieran de acuerdo sobre unas enseñanzas mínimas consensuadas. Se evitaría la tentación de que las consejerías no dejen margen curricular a los centros. Y de que, a nivel estatal, llegue un nuevo gobierno y quiera cambiarlo todo.
¿En ese consenso tendrían también que participar los partidos de la oposición? ¿Y la comunidad educativa: padres, profesores…?
El problema del currículo no es tanto político como técnico y social. Los mínimos remiten al tipo de persona y sociedad que queremos. Y eso no lo pueden decidir los partidos políticos. Ni tiene que ser el fruto de una negociación política, sino el resultado de —o al menos ir en paralelo con— un debate social muy amplio sobre cómo queremos educar para que los chicos y chicas puedan enfrentar con las máximas garantías posibles los retos actuales, que no son pocos.
¿Y es posible desligar el elemento político de preguntas como qué tipo de sociedad queremos? Incluso aunque haya acuerdo sobre el enfoque competencial, habrá quien dé prioridad a competencias más utilitaristas desde una óptica laboral, otros a aquellas que favorecen una ciudadanía comprometida…
Hay que distinguir varios niveles. Uno, lo que pensamos que debería ser. Otro, lo que pensamos que pasará. Y otro, cómo abordar el proceso para que lo que finalmente pase se acerque lo máximo posible a lo que nos gustaría que pasara. Nos gustaría que hubiera un debate con aportaciones de todos. Y que al final, si hay propuestas contrapuestas, los mecanismos democráticos diluciden. Lo importante es no olvidar que no se trata de llegar a un acuerdo sobre todo, sino sobre lo mínimo imprescindible. El consumo responsable, por ejemplo. Uno de los elementos del perfil de salida: el alumno, al acabar la enseñanza obligatoria, ha de ser competente para consumir con responsabilidad en diversas situaciones. Luego habrá que ver qué metemos ahí dentro, pero me contentaría con que nos pusiéramos de acuerdo sobre ese mínimo.
Pero la propia idea de consumo responsable admite interpretaciones muy diversas. Y podría suscitar rechazo entre algunos que digan “ya estamos adoctrinando con mensajes ecologistas, diciendo a los chavales que tienen que consumir menos”, etc.
Si lo planteamos como cuestiones concretas, seguro que es más fácil ponerse de acuerdo. En la alimentación, por ejemplo. Que un alumno de primaria sepa que no puede hincharse a caramelos o cogerse una pataleta cuando se le dice que no puede comer más. Que esté acostumbrada a consumir alimentos saludables. Y que sepa sobre productos animales y vegetales, sus propiedades alimenticias. Lo que hablábamos antes de la selección de los contenidos, que no vienen de la química, la biología o la botánica, sino de la necesidad de saber eso para poder consumir de forma responsable.
¿Han tenido éxito otros países en la articulación de un currículo estable a partir de unos retos y sus competencias asociadas?
Los currículos de la mayoría de países parten actualmente, con una denominación u otra, de retos y competencias. Vas a encontrar más o menos los mismos elementos de referencia en Suecia, Finlandia, Gales, Escocia, Portugal…
¿Sería bueno que existiera un organismo en la medida de los posible independiente, despolitizado, que definiera y actualizara los mínimos del currículo?
En Finlandia lo tienen muy bien establecido. Ese organismo revisa, introduce cambios poco a poco, sin hacer una revolución, con continuidad. Soy partidario de que en España se cree un organismo técnico, lógicamente vinculado a las instancias que toman decisiones —porque si no, no sirve para nada— pero no dependiente. Y que no elimine la parte imprescindible de debate social sobre cuestiones curriculares y educativas en general. Su función no sería, desde mi punto de vista, decir cuál es el currículo, sino proporcionar criterios y dotar de coherencia al debate.
Volviendo a la cuestión de una mayor autonomía de centros, un cambio imprescindible para que funcione un enfoque competencial contextualizado. ¿Eres optimista respecto a la voluntad de las CCAA de aumentarla considerablemente?
Sí, pero para ello, insisto, el Ministerio se tiene que atener realmente a lo mínimo, y que ese mínimo goce de un consenso. Por lo menos para no dar excusa a las CCAA de sobrecargar la parte que les corresponde porque el Ministerio no ha puesto tal o cual. Una vez se cumpla esta condición, es difícil saber qué hará cada comunidad autónoma. Supongo que habrá de todo. Pero tengo una cierta confianza porque la realidad es tozuda. Todos conocemos centros que, con una normativa y unos currículos sobrecargados, rígidos e inflexibles, han encontrado maneras de organizar su trabajo ajustándolo a las necesidades de su alumnado. No mintiendo, pero sí afinando los trámites burocráticos. Hay que ser muy ciego para no ver que esto es una realidad, que es absurdo obligar a cumplir cosas que no se van a cumplir.
Para que no sea un fracaso, un currículo que apuesta por la autonomía de centros también tiene que apostar por el acompañamiento al profesor
La pandemia ha relajado el pistón dirigista, con las administraciones —desbordadas en la excepcionalidad— dejando hacer (quizá más que nunca) a los centros. Y estos han respondido, ideando soluciones novedosas, tomando las riendas para responder a desafíos inéditos.
La tentación de volver a la normalidad, entendida como “lo de antes”, se va a dar. Los colectivos de profesores, en general los que estamos en esto de la educación, deberíamos ser muy beligerantes. Hay que reivindicar que, en un contexto de menor dirigismo, se ha dado un respuesta muy satisfactoria. La nueva normalidad tiene que construirse a partir de lo aprendido, aprovechando el impulso.
Este enfoque competencial también supone un desafío para esos centros y profesores instalados en la comodidad de la tradición. Algunos inspectores, colectivo a veces tan denostado, comentan que la autonomía hay que pedirla, y no todos lo hacen.
Estoy de acuerdo. Cuanto más abierto es un currículo, más necesarias son políticas de desarrollo curricular que ofrezcan a centros y profesores recursos y formación. Habrá docentes que necesiten que se les diga cómo tienen que hacer las cosas. Pero otros no. Y esto es un cambio fundamental. Para que no sea un fracaso, un currículo que apuesta por la autonomía de centros también tiene que apostar por el acompañamiento al profesor, por el apoyo para que se sienta seguro en este camino. Una cosa es obligar y otra acompañar pero animando al profesor a que tome la iniciativa, traspasando progresivamente el control.
No parece sencillo trabajar por competencias en una clase con 30 y pico alumnos, cada uno con ritmos e intereses diversos. ¿Debería mantenerse la bajada drástica de ratios que ha conllevado la pandemia?
De nuevo, aquí la vuelta a la normalidad no debería significar volver a lo de antes. Los centros más innovadores, los que ya trabajan por competencias y han llevado a cabo el cambio metodológico que esto implica, coinciden en señalar lo que más necesitan: tiempo. Y más tiempo significa ratios menores. Es una reivindicación profesional básica. Si quieres coordinarte, hacer un seguimiento del alumnado, utilizar metodologías que fomenten la exploración, la indagación, la colaboración… Todo esto requiere tiempo.
Otro de los grandes desafíos del enfoque competencial es su evaluación. Parece más sencillo evaluar cuando se trabaja bajo el paradigma transmisivo, pidiendo básicamente al alumno que memorice contenido puro.
Diría dos ideas clave. La primera es que una competencia nunca se adquiere del todo. Siempre se puede mejorar, ampliar, conectar. Olvidémonos, si se me permite la expresión, de que un 10 en tal competencia significa que eres la repera. La segunda, relacionada con lo anterior, es que siempre hay que evaluarla en contexto, precisando preguntas como el para qué o el con quién. Hacerlo en general no tiene sentido, por mucha rúbrica o portfolio que se utilice.