La llegada masiva de migrantes a la ciudad autónoma de Ceuta el pasado mes de mayo es solo el último episodio de uno de los grandes dramas de nuestro tiempo: la migración forzosa en busca de un futuro mejor al que, inevitablemente, estaría abocada en caso de permanecer en su país de origen. A pesar de que una gran parte de la migración legal que llega a España lo hace procedente de América Latina, otra buena fracción, la irregular, llega, fruto de la situación geográfica de la península ibérica como puerta de entrada a Europa, desde países africanos, sobre todo, del norte. Ejemplos claros de ello serían Marruecos, Argelia o Túnez, pero también territorios subsaharianos como Senegal, Nigeria, Mali, Guinea o Costa de Marfil.
Esta tragedia demográfica con nombre y apellidos, que cuenta en muchos casos con la complicidad política en origen, afecta, con especial crudeza en el contexto COVID, a la juventud, que se ha visto despojada de manera definitiva de las pocas esperanzas que tenía de labrarse un futuro en su tierra. Así, la respuesta a la desesperación no es otra que la partida cuasi obligada hacia un lugar bien distinto al que les vio nacer y que, en muchas ocasiones, se convierte en testigo mudo de su naufragio vital.
Las opciones para alcanzar su sueño, truncado tantas veces, son múltiples, pero ninguna de ellas parece buena ni mucho menos segura: en patera, a nado, saltando la valla fronteriza… El destino suele fijarse en ciudades próximas, principalmente las islas Canarias y las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla.
De esta forma alcanzamos las imágenes de la vergüenza. Aquellas que nadie nunca deseó ver y que, sin embargo, como consecuencia directa del mercadeo de vísceras que rige, en muchos casos, la prensa patria, se vuelven cada vez más comunes y, por ende, menos impactantes. Padres que, víctimas de la desesperación, el miedo, el hambre o quizás, solo quizás, todas ellas a la vez, consideran como la mejor (o única) de sus opciones, lanzar a su hijo recién nacido a través de un diminuto agujero en la valla del Tarajal o bebés que son rescatados al filo de la hipotermia en aguas del Mediterráneo. Aguas que, por cierto, algún que otro político sin escrúpulos no ha dudado en tildar de “cálidas” en las últimas fechas. Desde la atalaya de la superioridad moral y económica, puede que se vea así. En la práctica, sobre el terreno, lo idílico deja de ser tal para tornarse en pesadilla.
El baile de cifras es una constante en este tipo de episodios, y es que no existe un único registro. La coordinación entre administraciones, además, resulta inexistente. Hay quien habla, en el caso ceutí, de la llegada de hasta 10.000 personas en apenas un par de jornadas. Muchos de ellos, en torno a 5.000, con la Ley de Extranjería en la mano, ya han sido devueltos al otro lado de la frontera. En caliente. Incluso aquellos que habían manifestado su intención de pedir asilo o que ya se encontraban tramitando la solicitud. Otros, los más “afortunados”, han conseguido, al menos por el momento, burlar a las autoridades, mantener viva la llama de la esperanza y permanecer como fugitivos en una supuesta “tierra de las oportunidades”.
Especialmente dramático resulta el tercer grupo, el más vulnerable: el de los niños y jóvenes alentados a emigrar de manera interesada, mediante falsas promesas, y que sobreviven en las calles de Ceuta o, por el contrario, alojados en infraestructuras como naves de almacenamiento y polideportivos que en ningún caso habrían sido edificadas para tal fin. También en campamentos improvisados. Es el paso previo a su distribución y posterior internamiento en centros de primera acogida masificados y que, ante este tipo de situaciones, reflejan con especial crudeza el desequilibrio en cuanto a los recursos disponibles y los necesarios.
El perfil de menor migrante que llega a nuestro país, de acuerdo con el informe La acogida de menores migrantes en España, publicado por la Fundación porCausa, resulta arquetípico: varón (solo un 10% son chicas) de entre 16 y 17 años y procedente de Marruecos (un 71% del total) o, en menor medida, de Guinea, Costa de Marfil y Argelia.
La cuestión de la edad es precisamente el factor diferencial en la crisis ceutí del pasado mes de mayo. Tal y como se anunció desde Cruz Roja, muchos de los jóvenes que llegaron a la ciudad autónoma en las últimas semanas tienen solo entre 12 y 15 años. Algo poco habitual en episodios anteriores. Eso sí, todos presentan un elemento común, y es que esperan las migajas de un sistema que les repudia y criminaliza con suma facilidad a través de un discurso del odio cada día más extendido y afianzado. El termino MENA, se convierte así, en poco menos que un insulto en el subconsciente colectivo.
Carrera de obstáculos
El primer escollo que deben afrontar los menores que emigran solos a España, superadas, claro, las barreras físicas que separan ambos continentes, es la hostilidad de las autoridades locales. Con el objetivo de identificarlos, ya que en muchos casos no portan ningún tipo de documentación o esta no es considerada válida, se llega incluso a trasladar a los menores a dependencias policiales, lo que supone un auténtico trauma para niños y adolescentes que, en la mayor parte de los casos, ni siquiera hablan castellano.
Otra de las grandes dificultades que, de inicio, se encuentran los jóvenes migrantes es la sombra de la sospecha en cuanto a su edad. A este respecto destacan las tan criticadas pruebas biológicas que permiten determinar cuántos años tienen los desplazados y que, en caso de resultar mayores de edad, podría suponer la expulsión inmediata del país o la entrada en un centro de internamiento de extranjeros, más conocido como CIE.
En palabras de Francisco Cárdenas, presidente de Aprodeme, la Asociación para la Defensa del Menor, “este tipo de pruebas han sido denunciadas por el Defensor del Pueblo e, incluso, por organismos internacionales, pues tienen un margen de error enorme, de varios años. Sirven, es cierto, para orientar, pero en ningún caso deberían servir para tomar decisiones tan importantes como es la expulsión inmediata de un país. Muchas veces es la excusa que permite tratar al joven como un adulto y darle la patada, vulnerando así cualquier principio mínimo de humanidad”.
Coincide Jennifer Zuppiroli, experta en migraciones de la ONG Save The Children. “Se trata de pruebas invasivas, que vulneran los derechos del niño y que, además, no son efectivas. A través de rayos X se trata de comprobar el grado de desarrollo óseo. Sin embargo, este se compara con un estudio de la población estadounidense en la década de los 60. Obviamente, no es efectivo puesto que el nivel de desarrollo de estos niños, en base a sus condiciones de vida previas, es muy diferente”, señala Zuppiroli. “Además, el proceso se lleva a cabo sin ninguna garantía. Muchos de los niños ni siquiera conocen el idioma. No existe la figura del intérprete y tampoco se les asigna un abogado que supervise el proceso”, añade.
Superado este trámite no siempre banal, los menores pasan a encontrarse bajo la tutela directa de los gobiernos autonómicos. Es precisamente la disparidad de criterios adoptados por las autonomías otra piedra en el de por sí accidentado camino de los migrantes menores no acompañados hacia la pretendida estabilidad. El hecho de que existan diferentes criterios será siempre sinónimo de una desigual asignación de recursos, es decir, de ineficiencia, lo que repercute de manera negativa sobre el más vulnerable, que en este caso es el propio niño.
Siempre que los recursos sean suficientes, los menores son derivados a centros de primera acogida. En inicio, como medida transitoria, aunque lo cierto es que los periodos de estancia en este tipo de centros se estiran en el tiempo como si de plastilina se tratase. En la práctica totalidad de los casos, hasta que alcanzan la mayoría de edad. De acuerdo con los acuerdos y las leyes internacionales de protección de la infancia, la familia de acogida debería primar como modelo de tutela. Sin embargo, en la práctica, esto rara vez ocurre, lo que conlleva una importante saturación de los centros de menores y, por tanto, un aliciente más a la exclusión social. Al hacinamiento habría que sumar la ausencia, en muchas ocasiones, de perfiles profesionales especializados para trabajar con la infancia y la adolescencia en este tipo de situaciones.
La barrera idiomática va a suponer también una gran dificultad en lo que a la integración se refiere. No tanto en Ceuta y Melilla, donde buena parte de la población conoce y maneja con soltura el árabe, pero sí en otros lugares de la península. Lo más común, con la intención de favorecer la comunicación y la convivencia, es que se agrupe a los menores en los centros de acogida de acuerdo con su nacionalidad. Según Cárdenas, “se trata de un arma de doble filo, en la medida en que está fomentando la formación de guetos. Es la antítesis de la integración”.
El objetivo de la Administración a este respecto es (o debe ser) favorecer el aprendizaje del idioma. Pero, para ello, no siempre se dota a los centros de los recursos suficientes. Verónica Rivera, profesora de secundaria en el Instituto Clara Campoamor de Ceuta reconoce que “la mayoría de los chicos tienen enormes ganas de aprender. Sin embargo, en nuestro caso, no contamos con profesorado especializado en la enseñanza del castellano. Tampoco con material específico. En Andalucía, por ejemplo, sí existen las aulas transitorias de adaptación lingüística, pero aquí no. Si a esto le sumamos otras problemáticas como el altísimo volumen de alumnos por aula o las elevadas tasas de pobreza, todo se complica muchísimo más”.
Si la enseñanza de la lengua se convierte en primordial, la integración social y laboral será el objetivo último de la enseñanza en el caso de los menores extranjeros no acompañados. “Incluso antes de haber adquirido una competencia lingüística completa, tratamos de integrarles en los grupos ordinarios en asignaturas como Música o Educación Física, donde pueden participar con sus iguales por simple observación y repetición. Una vez se defienden en el idioma, se integran plenamente en los grupos clase. Eso sí, toca ser realistas. Ojalá todos pudiesen llegar a la universidad, pero no es así. Hay que tratar de orientar su porvenir académico en base a una formación profesional que les permita obtener un trabajo y ganarse la vida dignamente”, concluye Rivera.
No obstante, no es oro todo lo que reluce. La implicación de las instituciones, como si de un enorme peso se tratase, tiene fecha de caducidad. Esta concluye cuando los jóvenes migrantes alcanzan la mayoría de edad. A partir de entonces, apáñatelas, parecen decir…
José Luis Belmonte, del sindicato SATE-STEs en Melilla, explica como “cuando cumplen los 18 años, la tutela autonómica toca a su fin. El mensaje que se les transmite desde las instituciones es que deben ganarse la vida como puedan, pero sin la documentación para ser residentes legales no hay posibilidad de obtener un trabajo digno, ni mucho menos un futuro. Por ejemplo, en Melilla, se les está alojando, de forma improvisada, en la plaza de toros”.
Es precisamente la falta de oportunidades la que motiva que muchos jóvenes en esta situación opten por la vía de la marginalidad y la delincuencia, abandonando incluso los centros de acogida antes de cumplir los 18 años pese a la buena voluntad de técnicos y trabajadores.
“¿Cuántos salen del sistema educativo con estudios? ¿Cuántos empiezan a trabajar al abandonar el centro de acogida? No hay cifras oficiales. No hay datos. Y eso demuestra que el sistema está fracasando”, reflexiona Cárdenas.
Escolarización en el alero
La especial situación geográfica de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, enclavadas en el extremo norte del continente africano, provoca que, tradicionalmente, el flujo migratorio entre los países colindantes haya sido la tónica habitual. Incluso en el día a día. Resulta, por tanto, muy común que alguien resida en Marruecos pero trabaje en Melilla o viceversa. Algo muy similar ocurre en Ceuta.
“Muchas familias marroquíes llegan a estas ciudades autónomas, se asientan e, incluso, obtienen un trabajo, pero siguen indocumentados”, expone Paula Domingo, de la Asociación Elín, una ONG que trabaja sobre el terreno en Ceuta. “Esto provoca situaciones legales harto complejas y que derivan en problemáticas de muy diversa índole. Entre ellas, a nivel educativo. Puesto que no se permite el acceso de estas familias al padrón municipal, sus hijos van a tener también dificultades de acceso a la escolarización.
En los últimos días ha saltado a la palestra mediática el caso de los más de 150 niños y niñas sin escolarizar en Melilla como resultado de las trabas administrativas impuestas por la Delegación Provincial de Educación. Los motivos alegados, de acuerdo con un comunicado expuesto por la Plataforma de Infancia en su página web, son fundamentalmente problemas relativos a la documentación de las familias y la duda que se cierne sobre su lugar real de residencia. “Se les solicita documentación adicional de la que carecen, debido a que, en algunos casos, sus padres no tienen autorización de residencia o a que, en otros, estas familias tienen problemas para el empadronamiento, aunque sean residentes legales”, aclaran.
El Ministerio de Educación, por su parte, sostiene que los menores afectados son marroquíes que cruzan a diario a Melilla, pero no residen en la ciudad autónoma. Un argumento que puede tener poco recorrido en la medida en que el endurecimiento de las fronteras con motivo de la pandemia ha provocado que en el último año el paso permanezca blindado.
Victorino Mayoral, presidente de la Liga española de la Educación, lo tiene claro. Manifiesta su preocupación y, al mismo tiempo, afirma que “nuestro país, por su carácter democrático y su compromiso con el cumplimiento de los derechos humanos, especialmente los relativos a la infancia, no puede jugar con un derecho fundamental como es el derecho a la educación. Toca buscar una solución para estos niños y toca hacerlo ya”.