Más allá de ciertas diferencias contextuales, me resulta impresionante pensar que yo aprendí de la misma forma que mis padres y mis abuelos: fui al colegio en una franja horaria determinada, cursando materias pautadas por el currículum y me senté en aulas para escuchar a un profesor o profesora, tomar apuntes, estudiar y rendir exámenes para aprobar y pasar al siguiente año. En un contexto VUCA (de vorágine, incertidumbre, complejidad y ambigüedad), resulta aún más curioso que necesitemos de una pandemia para empezar a gestar un cambio en el sistema educativo.
Cuando las clases presenciales vuelvan, ¿Aplicaremos algo de lo aprendido durante la pandemia o volveremos a lo de antes? Es tiempo de pensar cómo volveremos. Porque pensar en esto, es pensar en la educación del futuro pero, por sobre todo, la del presente; es pensar en los niños y adolescentes que asisten a la escuela, en los padres y las familias, la comunidad, sociedad, país y mundo.
Considero de vital importancia pensar los aprendizajes valiosos que nos dejó este tiempo para poder así, una vez vuelta a la “normalidad”, llevar estas enseñanzas a las aulas.
Si hay algo de lo que estamos seguros es que de la pandemia hemos obtenido el valioso aprendizaje que la tecnología, bien utilizada, es la gran aliada de los docentes en el aula. En mis años de escuela, el celular en clase era mala palabra, el buscar en internet en vez de los libros propuestos por los docentes, era una picardía estudiantil. Pero hoy sabemos que estamos a un clic de cualquier información del mundo. Hagamos uso de esto, unámonos a la tecnología como lo hicimos en estos últimos meses. Trabajemos juntos. Busquemos respuestas a nuestras preguntas, investiguemos qué pasa en el mundo y a partir de eso, hagámonos nuevas preguntas, pensemos proyectos, causas, consecuencias, argumentos y contraargumentos.
El unirnos a la tecnología también nos permitiría que alumnos de cualquier lugar del mundo, con acceso a la red, puedan acceder a nuestras clases si es que ellas están disponibles. Las escuelas ya no serían un lugar totalmente físico, traspasaríamos las fronteras del aula. Es más, hasta nos permitiría hacer alianzas entre escuelas: “ustedes tienen un buen programa de ciencias, ¿podrían ayudarnos o dictarlo a distancia? Nosotros acompañamos a sus alumnos con nuestro programa de arte”.
Y esto me trae al segundo aprendizaje de este año: la necesidad de preguntarnos (al igual que nos pregunta Spencer) sobre cuáles son los contenidos valiosos, aquellos que no podemos resignar; como también aquellos contenidos del currículo que podemos dejar de lado. Con mayor o menor conciencia, durante este período, empezaron a surgir nuevos currículos para las distintas asignaturas, currículos que priorizan valor y profundidad por sobre cantidad y superficialidad. Currículos que, tácita o explícitamente, toman el tiempo de encuentro como tiempo valioso para compartir, preguntar y encontrarse. Y el tiempo de aprendizaje fuera de la clase, como tiempo de descubrimiento, cuestionamiento, reflexión y aprendizaje independiente. Como docentes, escuelas y comunidad educativa, debemos generar espacios de reflexión y cuestionarnos sobre los contenidos y formas clase a clase, trimestre a trimestre y año a año. Asimismo, considero que la participación de los niños en estos espacios es crucial ya que aportan una mirada fresca y actual.
La escuela debe tomar un rol protagónico a la hora de humanizar los conceptos, pasar de lo teórico, del reproducir información sin sentido, a lo práctico, a acompañar a los alumnos en su proceso de aprendizaje y así poder desarrollar las competencias necesarias para la vida. Estimular los trabajos en equipo, la inteligencia emocional, la resolución de problemas, la creatividad, la reflexividad. Salir del ruido constante, de la oferta constante, de la demanda constante para darle lugar al silencio porque en el silencio también se producen aprendizajes.
Muchos dirán, ¿qué sabrán los niños y adolescentes sobre el mundo y su aprendizaje? Claramente, nosotros los adultos, tenemos más años recorridos en este mundo y sabemos, en menor o mayor medida, sobre distintos tópicos y qué competencias consideramos útiles. No obstante, los que aprenden son los alumnos. Seamos abiertos, dejémonos sorprender por su mirada.
No digo que aprender matemáticas, historia, geografía, entre otras materias, no resulte de importancia para el alumno, pero sin las herramientas mencionadas, estos aprendizajes estarían simplemente archivados sin posibilidad de ser usados. Son aquellos “aprendizajes y pensamientos visibles” (denominados de este modo por la neurociencia), los que nos dan las herramientas para comprender, razonar y utilizar los conocimientos obtenidos por la información que está al alcance de nuestra mano. No sabemos cuál será el trabajo del futuro, pero sí sabemos que sea cual sea ese trabajo, se va a realizar en comunidad y para con otros. Humanicemos el currículum, no tengamos miedo de “salir de las estructuras”, de no llegar al contenido y enfoquémonos en la profundidad y en lo logrado por cada alumno.
Volvamos a la presencialidad. Utilicemos los aprendizajes de este último tiempo y que esto sea el principio de un proceso de repensarnos, transformarnos y evolucionar. Reflexionemos en cómo creamos la escuela a lo largo de la historia y preguntémonos cómo queremos hacer escuela en el futuro y, por, sobre todo, en el presente. Tomar lo que funcionó y transformar aquello que no.
Volvamos a una escuela en donde se aprenda de y con todos, donde prime la adaptación y flexibilidad y la mirada a cada individuo como único y como protagonista de su aprendizaje. Una escuela que acompañe, con respeto, los procesos de aprendizaje, los intereses, motivaciones y la falta de estos. Que volver a la “normalidad” sea volver a la presencialidad y no a la escuela de antes.