Llegué un día a clase con el poema que Yevgueni Yevtushenko dedicó a José Antonio Echevarría “cuyo nombre clandestino era Manzana”. Los versos del poeta son un texto de homenaje a Manzanita, un estudiante cubano que en plena dictadura de Batista junto a otros compañeros ocupó la emisora de radio y durante tres minutos lanzó al pueblo una proclama libertaria. Después entró la policía y lo mató de un disparo. Y decidimos llamar a la actividad que ahora os cuento “Tres minutos de verdad”, que es el título también del poema. La actividad era, por cierto, la más valorada por todo el alumnado y, sin embargo, la más difícil.
Cada día de cada semana durante todo el curso empezaba la clase con un o una estudiante de pie, frente al círculo de iguales, y durante tres minutos (es una forma de decir un tiempo relativo) se ponía a hablar. No del tema 17 o de los ejercicios realizados el día anterior, no, simplemente se ponía a hablar. El corazón le latía con fuerza, la saliva le faltaba en la boca, las manos le sudaban, pero se ponía a hablar, por propia voluntad. De alguna cosa, acontecimiento, experiencia o reflexión que le resultara significativa, suya, propia y que le gustara comunicar o compartir. Recuerdo una tarde que un chaval nos dijo que quería contarnos como su abuelo le había enseñado a hablar con los árboles y las plantas del huerto. El abuelo le explicaba que no siempre hay que ir al campo a trabajar y, en alguna ocasión, le tomaba de la manita y lo llevaba hasta el huerto para dialogar con las plantas y escuchar lo que necesitaban. No podéis imaginar la cara de emoción con la que el chaval relataba, pero también los emocionados rostros de sus compañeros y compañeras.
Traigo aquí esta anécdota como pretexto para abrir la reflexión sobre la teoría pedagógica pero también política que hay detrás. Porque lo que vale la pena pensar, ahora que iniciamos un nuevo curso, es si hay educación con sujeto, si en nuestras prácticas de enseñanza reconocemos al sujeto, si cuando abrimos la puerta del aula somos conscientes de que allí adentro hay sujetos con voluntades, deseos, experiencias, sentimientos, pasiones, culturas, lenguas, saberes diferentes. Sujetos también con cuerpos, cuerpos diferentes. Y que es desde el reconocimiento de lo que confiere su identidad biográfica, y desde el respeto a esa identidad, como hemos de seguir construyendo la posibilidad del desarrollo integral del ser humano, de su posibilidad creciente de empoderamiento y emancipación.
En el relato hay también una teoría del sujeto docente, del sujeto profesor. Alguien que toma en sus manos la revisión del puesto de trabajo y lo pone al servicio de educación emancipadora. Un sujeto docente con capacidad de decisión propia para organizar los tiempos y los contenidos del currículum. Alguien que no se somete a la presión burocrática de una programación donde se supone que debemos saber al minuto aquello que haremos dentro de tres meses. Un sujeto docente que se siente interpelado por la mirada del alumno y no por la gestión administrativa. Un sujeto docente que también se pone de pie, se muestra, dice con voz propia.
Por si el lector o lectora piensan que en “Tres minutos de verdad” no hay contenido curricular, que la clase empieza al acabar esta actividad, les diré que el contenido puede ser una entelequia, un mensaje efímero y circunstancial, irrelevante, si no conecta, si no se vincula, si no se entraña en el sujeto, en su biografía, experiencia y conocimientos previos. Freire argumentó que una acción cultural liberadora iba precedida de la toma de la palabra, que instituye el acto de conocimiento. Y que una praxis liberadora necesitaba tomar la palabra para la apropiación del contenido. Preguntarnos por quienes estamos aquí, quienes somos, es un paso fundamental en el tratamiento del contenido, de cualquier contenido. En mi caso, siendo profesor de Didáctica en la Titulación de Educación Social, el reconocimiento del sujeto es un punto de partida básico para cualquier persona que se aventure en los saberes de la educación. El currículum, la propuesta cultural, se convierte aquí en una herramienta que ayuda a formular preguntas, profundizar en problemas y analizar con miradas complejas y críticas la realidad cotidiana, esa en la que nos vamos conformando como sujetos. La voluntad política de construirnos como sujetos, ese acto de creación y resistencia, produce saberes, genera significados, desde los que nos dotamos de esa identidad de sujeto (que se sabe sujetado). No pienso en saberes-información con los que simbolizamos un cierto estado de cosas en un determinado ámbito social, político, cultural, artístico o científico. Es otro saber que nace, precisamente, del quiebre de ese saber-información de un determinado ámbito. Estoy hablando de un saber producido por sujetos comprometidos con la lectura interpretativa y crítica de los síntomas de una situación y de las posibilidades de subversión de la misma.
En los inicios del curso pasado El Diario de la Educación publicó el Manifiesto por una educación transformadora y emancipadora. 25 principios y propuestas. La última de las propuestas bajo el título Pedagogía de la presencia reivindicaba tiempos y espacios en los que se pueda construir una relación humanizada, en los que sea posible la conversación espontánea, la manifestación de todos los lenguajes, el aprendizaje situado y profundo. Es decir, la creación de una situación en la que se produzcan acontecimientos vividos, experiencias que nos golpean y nos sacan de la rutina burocratizante.
Freire decía que somos andando. Y creo que en el sencillo andar de cada día está el inicio de la capacidad de ser sujeto; sujeto sujetado, pero sujeto. Estamos en el aula para sabernos en ese camino en construcción permanente, en un proceso de creación de nuestra capacidad de ser sujetos, sujetos reconocidos, sujetos que -insisto- nos sabemos sujetados, pero sujetos. Sujetos “enteros”, que andan por la vida y por tanto por el aula enfrentándose a la escisión mente-cuerpo y entran en el aula con corazón. Es, por cierto, un principio fundamental de la pedagogía crítica feminista. La escritora, feminista y activista social conocida como «bell hooks” lo dice de esta manera: «En la medida que las y los profesores aportamos pasión, que tiene que estar en esencia enraizada en un amor por las ideas que somos capaces de inspirar, el aula se convierte en un lugar dinámico donde se producen de manera concreta transformaciones de las relaciones sociales y donde desaparece la falsa dicotomía entre el mundo externo y el mundo interno de la Universidad” (el libro se titula Enseñar a transgredir). Sirva este apunte ahora que iniciamos el nuevo curso para reivindicar desde la práctica educativa la presencia y el reconocimiento del sujeto (discente y docente). Sin sujeto no hay pedagogía que valga la pena.