Antón acaba de cumplir los 16 años. Ya ha superado la edad para continuar la educación obligatoria. Y así es desde hace algunos días. Antón lleva 16 años pasando, a ratos y dependiendo del curso, un particular calvario que ha llevado a sus progenitores a sacarlo de la educación obligatoria presencial. Ninguno ha renunciado, eso sí, a que el joven termine 4º de ESO, que es el único curso que le falta para alcanzar el título.
Hasta aquí podría ser la historia de varios miles de chicos y chicas por todo el país. Pero hay algunas diferencias bastante notables. La primera es que Antón tiene una de esas enfermedades raras que dificulta, en cierta medida, su tránsito por la educación. Se trata del síndrome de Joubert. Principalmente, esta rara enfermedad provoca problemas respiratorios y del desarrollo psicomotriz. Tal vez algunos problemas también de visión. En el caso de Antón, le afecta fundamentalmente al equilibrio y a la coordinación «y se traduce en un habla y una forma de andar no normativas», explica Carmen Saavedra, su madre.
La escolarización de Antón ha sido un camino largo y complicado, para él, para sus padres y, también, para algunos de los profesionales educativos y de la orientación. Aún así, asegura Saavedra que “somos unos privilegiados, he oído cada historia…”.
Son privilegiados porque, en su momento, la profesional que les tocó en la atención temprana les ayudó a comprender la situación de su hijo y cuáles eran sus limitaciones y cuáles no. En cierta manera, asegura, les ayudó a ser menos capacitistas con su hijo. Esto suposo que renunciaran en su momento a escolarizar a Antón en un centro de educación especial.
“Entiendo y respeto a las familias que lo hacen”, comenta Carmen, que también, asegura, sabe de otras que optan por este modelo educativo porque no existe ninguna alternativa posible.
En cualquier caso, acudieron al centro de educación infantil y primaria público de la localidad en la que residen. Allí estuvo durante ambas etapas, con cierta irregularidad, asegura Saavedra. Si bien algunos años las maestras de Antón fueron comprensivas y se implicaron mucho más allá de los estrictamente necesario para que el niño pudiera seguir la escolarización, hubo otras ocasiones en las que esto no fue así. Cosas de la suerte, seguramente. Se han encontrado en este tiempo a docentes que no han sido, digámoslo así, lo suficientemente empáticos.
Al ir terminando la primaria, algunas cosas empezaron a torcerese. Más allá de lo educativo. Carmen Saavedra asegura que el ritmo que han tenido que imprimir a sus vidas durante los años de educación reglada ha sido muy duro. En el tiempo “libre”, después de las clases, tanto Antón como ellos han tenido que trabajar muy duro para que el joven pudiera seguir el ritmo de las clases.
Una situación que empeoró de forma notoria con la entrada en la secundaria. Si ese paso le cuesta a muchas chicas y chicos por el aumento de materias, de dificultad, de tamaño de centro… en el caso de Antón fue más acusado.
Cuenta su madre que durante toda la etapa han renunciado a hacer las modificaciones curriculares a las que seguramente tenían derecho. “¿Para qué todo ese esfuerzo que hemos hecho si al finalizar no le habrían dado el título de secundaria?”. Las adaptaciones, al menos hasta la aprobación de la Lomloe (aunque Carmen se muestra escéptica aquí) no permitían que quienes las recibían obtuvieran, finalmente, el título de secundaria, por lo que sus carreras académicas se reducían enormemente a partir de entonces.
En ese cambio, Carmen tuvo otra cosa clara en relación al centro donde estudiaría Antón la etapa. No lo haría en el instituto en el que, por adscripción, le tocaría. Tras una cierta búsqueda, en casa optaron por uno rural en el que había enseñanzas de secundaria. Un centro, cuenta Saavedra, en el que han recibido bastante buen trato, tanto por parte del profesorado como del equipo directivo, aunque (siempre hay alguno) ha habido también excepciones.
Lo peor, tras una conversación con Carmen, no parece estar ni en los claustros que han encontrado, ni en los equipos directivos, la inspección o los equipos de orientación con los que han dado. Aunque relata durante la charla muchas situaciones que ponen los pelos de punta.
En realidad, lo peor ha sido vivir los cuatro o cinco últimos años de la vida de Antón en secundaria y cómo los ha tenido que pasar en una soledad prácticamente absoluta. “En primaria tenía amigas (principalmente)” entre sus compañeros de clase, cuenta Carmen. Niñas que de vez en cuando le invitaban a alguna celebración; chicas que han estado en su casa durante el fin de semana, que han dormido en su casa, incluso. Que jugaban en el recreo con él.
El paso a la secundaria obligatoria supuso un antes y un después. Incluso para aquella niña con la que compartió centro en primaria y que, después del primer recreo en el nuevo centro, dejó de hacerle caso. ¿Los motivos? Habrá muchos, como la presión de los iguales, la necesidad de pertenencia al grupo, no estar cerca del “paria” para evitar el estigma que se podría “sufrir”.
El caso es que, cuando hubo cierta intervención por parte del profesorado con los compañeros, la situación, en vez de mejorar, empeoró para la socialización de Antón.
El mejor momento de los últimos años, tristemente, ha sido el tiempo en el que la pandemia obligó a todo el país a permanecer recluido en su casa. Un tiempo en el que Antón (y su familia) no tuvieron que enfrentarse a tener que ir cada mañana al centro educativo. Un lugar que, en vez de ser de acogida, lo ha sido de rechazo cerrado.
No estar donde se debe
Para Carmen Saavedra, la actitud de las familias de los centros por los que han pasado es uno de los primeros problemas en esta situación. Prefiere no personalizar contando situaciones concretas que puedan ofercer una imagen más o menos distorsionada de la realidad. Esta madre cree que el capacitismo imperante en la sociedad se traslada a chicas y chicos. La idea, también, de que el lugar de Antón y las personas como él, con alguna diversidad, no es el sistema educativo ordinario. Que si se enfrenta a situaciones difíciles o complicadas es porque no está donde debería.
Por eso no da ningún nombre, ninguna referencia exacta cuando habla de las situaciones que ha vivido Antón. Situaciones, por lo demás, que escucha con mucha frecuencia a otras familias con hijos e hijas con discapacidad, aunque no solo. Aquí se podría meter, también, a las migrantes, o gitanas, o monomarentales.
Situaciones de abusos por parte de un profesorado poco sensible, de compañeros y compañeras de pupitre que evitan compartir espacios de ocio y tiempo libre, familias “amigas” que poco a poco y a pesar de las muestras de solidaridad, se van apartando del camino, evitando cualquier conflicto. Como si, dice Carmen Saavedra, la situación que están viviendo fuera netamente personal y no social y, por lo tanto, la solidaridad no pasa de ahí, de un mensaje “comprensivo” que no se traduce en acción.
Antón ha estado muy mal el curso pasado, Carmen es tajante con esto. “Ahora está un poco mejor”. Desde hace algún tiempo no acude al centro educativo. Han determinado que lo mejor para él, dados los últimos cuatro o cinco años, es que se matricule en las enseñanzas de educación de adultos para que, en unos pocos meses, pueda presentarse por libre a los exámenes conducentes al título de ESO. Aquí se encuentra con otro problema, aunque parece que solventable. Hasta que no cumpla los 18 años, en buena lógica, no podría matricularse en un centro de adultos. Cree que con los escritos que presentará del centro del que acaba de salir, del centro al que quiere ir, así como de la orientadora o del neurólogo que le trata, la administración autonómica dará la conformidad para que el joven pueda terminar la ESO este diciembre.
¿Y después? Es esa otra de las grandes preocupaciones. Pero en casa de Antón lo tienen más o menos claro. Con el título de ESO bajo el brazo, se matriculará de un ciclo medio tras el cual pueda acceder a uno superior de imagen y sonido. No pretendern pasar por el calvario del bachillerato y la EvAU. La FP parece más factible para alcanzar el sueño que tiene Antón. Quiere ser actor o guionista. El audiovisual es su pasión y, a pesar de todo lo vivido, no ha renunciado a conseguirlo. Esperan que en el centro de FP al que quiere ir, en Santiago de Compostela, quede alguna plaza de las que se reservan para alumnas y alumnos con discapacidad.
Mientras tanto, “viviremos”.