En la tercera semana de noviembre presenté la conferencia inaugural en un congreso de tutores realizado en la Universidad Autónoma de Nuevo León (Nuevo León, México), institución pública con 88 años de vida y matrícula superior a los 200 mil estudiantes.
Los organizadores convocaron a docentes de su universidad y otras para compartir “prácticas exitosas” de tutorías, en el contexto de la pandemia y los regresos paulatinos a las aulas de enseñanza terciaria en México.
La iniciativa merece aplausos. Aprender de los otros es una de las lecciones principales que derivó de este largo confinamiento, agudizado por la falta de condiciones para sostener proyectos educativos en situaciones de emergencia y la gravedad de contagios y muertes en mi país.
Compartir de forma abierta y colegiada tiene valor inestimable, pues se recuperan esfuerzos de otra manera invisibles, en un momento donde el profesorado sufre recarga laboral por la multiplicación de actividades y responsabilidades. A veces, sin más motivación que las reflejadas en las pantallas por sus estudiantes, por aquellos estudiantes que lograban o deseaban conectarse; con frecuencia, en situaciones institucionales hostiles o insensibles.
Esa lección se refuerza con otra, igualmente poderosa: el trabajo pedagógico sólo es posible mediante la cooperación. Nunca como ahora queda tan claro que las escuelas de enseñanza básica o elemental requieren del apoyo familiar, de padres y madres auxiliando a los hijos, de maestros laborando en equipo y entre ellos con sus autoridades escolares. Pero en el ámbito universitario, aunque en menor proporción, también se precisa el sostén familiar, desde la comprensión/exigencia hasta la dotación de condiciones básicas.
Que la educación es una tarea colectiva no tenemos duda desde los territorios de la escuela. Fuera de ella, no siempre se entendió. Frente a la pandemia la evidencia es mayúscula: los impactos pedagógicos más profundos podrán sortearse, en buena medida, con una renovada noción de lo colectivo, con instituciones en procesos de reconformación.
Muchos congresos del tipo que aludo al principio tendrían que realizarse en las universidades, en centros y sistemas escolares. Encuentros donde los protagonistas sean los propios docentes, no sólo con expertos que disertan y luego dejan espacios secundarios a los asistentes. No. Los protagonistas deben ser los mismos que construyen las prácticas en salones de clase.
La revisión profunda y autocrítica de las prácticas docentes es una de las exigencias mayores de los tiempos pospandemia. Sin comprensión y compromiso magisterial para la transformación, los cambios formales que se introduzcan y los equipamientos adquiridos serán sólo modificaciones cosméticas, alteraciones más o menos efímeras que adornen discursos revestidos de nuevas palabras, sin aterrizajes en la praxis.
Aprender de los errores, entonces, es una oportunidad enorme de crecimiento. Porque mucho podemos obtener y porque la práctica está repleta de equívocos, pruebas fallidas, intentos a medias… Material precioso para análisis que conduzcan a intentos menos imperfectos. Incluso, para cambiar la brujula en el sentido de examinar lo que no resulta “exitoso”. Tenemos que dejar de pensar que el error es un pecado por haber mordido la manzana en el paraíso docente de los impolutos.
¿Cuántas experiencias pedagógicas se cocinaron durante estos dos años en América Latina, una región de más de 400 millones de habitantes y una veintena de países, con cientos de miles de escuelas y millones de maestros? ¿Cuántas de ellas serán silenciadas por rutinas anestésicas y exigencias burocráticas? ¿Cuánto de todo ello puede aprenderse?
En síntesis, frente a los errores en el ensayo de proyectos educativos, podemos tirarlos a la basura, sin comprender lo sucedido, ni valorar logros, así sean menores; o podemos analizarlos, desmenuzarlos, aprovecharlos. Es indudable: la pandemia se convirtió en oportunidad de aprendizajes para la reinvención de la escuela.