Los niños y niñas van entrando poco a poco en el recinto escolar. Aguardan su turno por curso y edad, con una mezcla de cautela y espontaneidad infantil apenas contenida. Mascarilla, gel hidroalcohólico y riguroso orden son la santa trinidad de esta peculiar vuelta al cole. A la entrada, recibe a alumnos y familias Rosa Llorente, directora del CEIP Ramiro Soláns, en el humilde barrio zaragozano de Oliver. Habla con unos y otras, conoce sus nombres y personaliza cada saludo. Es septiembre de 2020 y los chavales pisan la escuela por primera vez desde hace seis meses.
Así arranca Las clases, un documental encargado por la Fundación COTEC a Orencio Boix, realizador oscense con amplia trayectoria en la no ficción, director de obras como Los chicos de provincias somos así o Notas de la Aljafería. La idea de la película surgió —dentro del proyecto de COTEC La escuela es lo primero— con el fin de “hacer memoria, de poner en común la experiencia de este período excepcional”, asegura Boix. Tras su estreno el pasado junio en el Festival de Cine de Huesca, el documental tendrá esta semana tres pases vespertinos (días 1, 2 y 3 de diciembre) en la Cineteca del Matadero de Madrid.
Boix aceptó de inmediato el encargo. Es padre de dos hijos que acuden a centros públicos. La paternidad ha conllevado su particular “vuelta al cole”, una implicación directa con la buena salud y la trascendencia social de la escuela pública. “Además”, continúa, “documental y docencia comparten etimología: docere, que en latín significa enseñar”. O en su derivación cinematográfica, mostrar. Más aún, dos documentales de corte educativo han influido poderosamente en la obra de Boix. Cien niños esperando a un tren (1988), de Ignacio Agüero, cuenta las andanzas de Alicia Vega, profesora chilena que organizaba talleres de cine para alumnos desfavorecidos. Historia simple con un trasfondo de crítica a la injusticia y a la dictadura de Pinochet. Más actual, Ser y tener (2002), del francés Nicolás Philibert, traspasó en su momento el alcance normalmente limitado del género documental para convertirse en un notable éxito de público.
Las clases comparte con la obra de Philibert un enfoque “observacional y en absoluto adultocéntrico”, explica Boix. No solo protagonizan los niños la narración, adquiriendo conocimiento mientras aprenden a interactuar en la era Covid, entrevistando a exalumnas o a los pensadores Marina Garcés y Carlos Magro. También son autores de las voces en off, del grafismo en los títulos de crédito.
Rodado durante el primer trimestre del pasado curso, el documental ofrece un relato que se fue construyendo sobre la marcha. Sin ideas preconcebidas o el corsé de una visión nítida sobre qué quería contar su director. Grabando horas y horas, días y días de material en bruto, fueron surgiendo fogonazos mágicos. “Las rutinas de un colegio son bastante similares, pero si te tomas el tiempo necesario, ese tiempo ordinario de repente tiene pequeños momentos extraordinarios”, dice Boix.
Naturalidad ante las cámaras
Destellos de magia y absoluta naturalidad conviven sin fricciones en la hora y media de metraje. Un estilo crudo y directo, con pocas concesiones a la retórica, permite que destaque más si cabe el fulgor de los chavales. “Orencio ha retratado la vida de nuestro colegio. Sin su presencia, las cosas hubieran sido exactamente iguales”, añade Llorente. La directora del Ramiro Soláns menciona la costumbre que tienen sus alumnos de ver entrar y salir cámaras y otros artilugios. Un factor que facilitó sobremanera el suave aterrizaje de Boix y su equipo, su no alteración del devenir normal en el centro. “Nos han grabado múltiples reportajes. Y nuestro proyecto pedagógico es en sí abierto: al entorno, a visitas de profesores y expertos interesados en nuestro trabajo, a voluntarios…”.
Boix añade que, entre las nuevas generaciones, tan habituadas a lo audiovisual, la imagen ha perdido “ese elemento sacral que tenía antes”. Exposición mediática previa e idiosincrasia centennial se aunaron para que su presencia pasara totalmente inadvertida. “Pensaba que mi intrusión iba a hacer que todo resultara mucho más artificial. Pero que yo estuviera allí era como si hubiera una mosca, les daba exactamente igual”.
La celebridad del Ramiro Soláns es la cosecha de una largo camino hacia el éxito. De una capacidad única para invertir ese círculo vicioso que se tragaba, hace un par de décadas, las oportunidades de futuro de su alumnado. COTEC eligió el Ramiro Soláns por ser el centro idóneo para contar la brecha sociodigital ensanchada por la pandemia. Y por atesorar un espíritu innovador y comprometido que logra milagros tratando de salvar los abismos de la desigualdad. “Nuestra señas de identidad han enriquecido el relato”, apunta Llorente.
La trayectoria del colegio tuvo un punto de inflexión a principios de siglo, cuando un grupo de profesores decidió abandonar “la cultura de la queja”, continúa su directora. Una combinación de elementos habían convertido al Ramiro Soláns en un centro gueto, con un 100% de alumnos gitanos. El fracaso escolar era casi absoluto; los índices de conflictividad severa superaban el 40% del alumnado.
Antes, durante las décadas de los 70 y 80, acudían al centro familias de clase obrera, que progresivamente se fueron marchando. Llorente describe el bucle en el que entran aquellos centros que —como el suyo en aquella época— se enfrentan a circunstancias que imposibilitan el éxito. “El ambiente generaba frustración, familias y escuela caminábamos en direcciones opuestas, lo que a su vez rebotaba en las bajas expectativas que depositábamos en los niños y niñas”.
Alumnado heterogéneo
En 2003 entra en acción un nuevo equipo directivo encabezado por Llorente. La directora cuenta que ya existía un “grupo motor” de docentes comprometidos con la “escuela pública de calidad como ascensor social”. Frente a ellos, otro sector más inmovilista. Mediante comisiones de servicio, el claustro ha ido incorporando a maestras y maestros conscientes de que en el Ramiro Soláns la gratificación tiende a dilatarse. Pero que cuando esta llega, revela la razón de una escuela compensandora.
Es en aquellos años de giro de timón cuando empiezan a llegar alumnos migrantes. Un goteo constante de chavales con orígenes variopintos ha convertido al colegio en un festival de la diversidad. “Heterogeneizar la composición del alumnado ha ayudado mucho”, señala Llorente. Aunque admite que lograr el actual clima de tolerancia y respeto ha sido un “proceso duro, con fuerte énfasis en la dimensión emocional del tiempo escolar, la mediación; años y años creando confluencia y conexión entre el alumnado inmigrante y el de etnia gitana”. Esfuerzo vocacional que ha merecido la pena: “Ahora existe una atmósfera de convivencia positiva en la que es posible aprender. Antes era imposible”.
Filósofo de formación, Boix tuvo claro desde el principio que quería aprovechar el encargo “para reflexionar sobre la escuela como vía de emancipación”. En el documental se van sucediendo tiempo lectivo, reuniones de profesores, actividades extraescolares, talleres con madres, pasajes que reflejan el contexto familiar de algunos alumnos. E intercalados en ese microcosmos de escuela conectada con su realidad, aparecen fragmentos de un largo paseo que dieron Garcés y Magro por el barrio de Oliver. Ambos piensan en voz alta —“como los peripatéticos”, asegura Boix— sobre el poder transformador de la escuela y sus limitaciones ante un sólido armazón estructural que, en el caso del Ramiro Soláns, plaga de obstáculos la carrera de las oportunidades.
El colegio trata de allanar día a día el camino de sus alumnos, aunque una evidencia impregna la película: él solo no puede. Para Llorente, el documental supone un hito en la historia del centro. Su gran logro, sostiene, es haber fortalecido el “orgullo de pertenencia” de toda la comunidad educativa. “Ha dignificado nuestra realidad”, concluye.