Me eduqué en aquella pedagogía escolástica en la que parecía que todo lo divertido, lo que te dejaba descansar o lo que emocionaba, lo que no venía directamente de un mandato, una autoridad o una prescripción, no servía para aprender, no era educativo. No era curriculum el patio escolar, el partido de futbol en la calle o el cine de los domingos. Hoy sé que aquella pedagogía estaba equivocada o para decirlo con otras palabras, respondía a una racionalidad tradicional y conservadora de la cultura, de la escuela y del curriculum.
Hoy sabemos que esa es una restrictiva concepción de la pedagogía y del curriculum que no se corresponde con la compleja red de relaciones, experiencias y dispositivos culturales con los que vamos construyendo nuestra identidad, nuestro curriculum vitae. A las disciplinas y saberes regulados por la institución escolar (saberes fijos, estables, regulados) les acompañan otras formas de saberes relacionados con nuestra particular experiencia, nuestro entorno y los complejos y diferentes diálogos que establecemos con la vida.
Recientemente publiqué con Jaume Carbonell un libro con el título Otra educación con cine, literatura y canciones (Octaedro Editorial). Nuestra intención fue tomar diversas manifestaciones artísticas y culturales para abrir un diálogo sobre el modo en que nos vienen ayudando en la comprensión del mundo y en la construcción de nuestra identidad. Interpelábamos a Amarcord, Los 400 golpes, Lugares comunes o Anni Hall para que, desde sus códigos particulares, nos ayudarán a pensar. Al mismo tiempo esa interpelación constituía una lectura crítica -en el sentido de Freire- sobre lo que nos quiere decir una película, nos cuenta una novela o una canción. Y sobre el modo en que en el consumo de esas culturas pupulares nos vamos haciendo. Nuestra lectura pretendía ir más allá de lo visible, de lo específico, de lo concreto, lo que se nos dice, para acudir al lado oculto, desbordando la apariencia formal. Yo no sabía cuando era pequeño y acudía al cine para ver “una de romanos” la perspectiva imperialista que asumía, por cierto, magistralmente cuestionada por Stanley Kubrick en Espartaco. Me emocionaba ver a John Wayne disparar contra “los malditos pieles rojas” sin ser consciente todavía del considerable mensaje racista en las balas que escupía aquel Colt 45.
Seguramente recuerdan esa magistral secuencia de Wody Allen en la película Annie Hall donde la pareja de novios espera en la cola del cine y un tipo con mucha pedantería diserta detrás de ellos sobre Fellini y McLuhan. En el libro anteriormente citado, iniciamos el capítulo titulado “Aprender y convivir con la diferencia cultural y sexual” con estas palabras:
“Vamos al cine. En Annie Hall, la oscarizada y celebrada película de Woody Allen, un señor judío, Alvi Singer, (interpretado por Allen) utiliza su propia condición de varón, de raza superior, formación intelectual académica y residencia en Manhattan, para socializar en una supuesta cultura superior a Annie Hall (Diane Keaton), una gentil -frente a la condición judía-, mujer, estudiante, de provincias.
La habilidad narrativa de Allen consigue que un tipo neurótico, inseguro, dubitativo e infeliz se convierta en la recreación de un personaje universal con el que se identificarían muchos varones. Frente a este personaje, Annie se manifiesta como una mujer real, que aprovecha las condiciones del entorno para su crecimiento como persona, imperfecta como cualquier otra persona –pero no impedida ni incapacitada–, que acabará alejándose de las rarezas de su novio para construir su propio camino hacia la felicidad. Un relato excelente, desde el característico humor y particular sabiduría de Allen, con el que el cine nos invita a pensar en la diversidad social, cultural, religiosa, sexual, pero también en las relaciones de poder que desde ellas se establecen”.
No descubro nada subrayando la relevancia del cine en la pedagogía y sé muy bien de la muchas iniciativas que incorporan el cine como “recurso didáctico”. Lo que aquí se propone, sin embargo, es algo distinto.
Desde las tradiciones críticas y postcríticas hemos visto al curriculum no tanto como la reproducción de una cultura estática y heredada sino como la posibilidad de construir significados propios a partir del aprendizaje de la lectura crítica de la realidad. Significados que contribuyan a la posibilidad de una sociedad más justa, equitativa y solidaria. Significados “que nos inspiren un nuevo modo de pensar y nos inciten a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma” para decirlo con las palabras de García Márquez. El cine, como experiencia cultural y como práctica de significación, puede ser una estrategia curricular para esa construcción. En el cine, como una manifestación privilegiada de la cultura popular, se entrecruzan prácticas de significación, identidad social y poder, un auténtico dispositivo curricular en tanto que forjador de identidades. Giroux lo decía así en su libro Placeres Inquietantes:
“Durante años, creí que la pedagogía era una disciplina desarrollada en torno a los estrechos imperativos de la escolarización pública. Y, sin embargo, mi identidad se ha forjado en gran medida fuera de la escuela. Películas, libros, periódicos, vídeos y música, de formas diferentes e importantes, contribuyeron a la configuración de mi política y mi vida más que mi educación formal, que siempre parecía relacionarse con los sueños de otros”.
Y creo que el currículum se entendería mejor sí en vez de circunscribirlo a una disciplina pedagógica institucionalizada en el ámbito de la escuela pudiéramos entenderlo tal como sugiere este mismo autor, como una posibilidad o dispositivo de la esfera pública en la que se habla, se intercambia información, se escucha y se siente, desde la que se van configurando las identidades, se construyen los deseos y se realizan los sueños. Aquí el cine, con su particular forma de decir, juega un relevante papel.