Los continuos cambios de protocolos, conjugados con las instrucciones publicadas en un ya lejano inicio de curso, arrojan un panorama incierto y lleno de dudas sobre la comunidad docente y los centros educativos en el momento actual. En una situación similar de número de contagios en los centros escolares, de contactos estrechos o de casos sospechosos, hace un año hubiésemos tenido muchísimas más clases confinadas. Sin embargo, ante la actual coyuntura la escuela funciona asumiendo verdades impensables, como dique de contención -o al menos eso es lo que se quiere- aunque lo cierto sea que navegamos en un limbo bastante preocupante, y con escasas soluciones hasta el momento.
El absentismo escolar siempre ha preocupado a nuestras instituciones y, en función de la región en la que estemos, se ha llegado a realizar una concreción normativa interesante y valiosa; sin embargo, esa normativa no atiende a la situación de excepcionalidad actual. Ni tan siquiera los tres escenarios posibles sobre los que se hablaba el año pasado (enseñanza en línea, semipresencialidad o presencialidad) responden a lo que se está viviendo en muchos puntos de nuestras geografías.
Late una preocupación especial y un lógico malestar ante un panorama incierto en el que la autonomía de los centros se refleja como un intento de solución arriesgado, un parche que pone en jaque a los consejos escolares, puesto que no sabemos hasta qué punto la Administración educativa nos respalda con las acciones que, con buena voluntad y con conocimiento de norma, programamos desde la gestión escolar y los órganos colegiados.
Nos encontramos, así, ante un horizonte de lo más variopinto, con múltiples aristas, sobre el cual también se tendría que haber hecho una amplia planificación en su momento, y no se hizo: en infantil y primaria, por un lado, con cada vez más casos de grupos completos confinados, además del creciente absentismo puntual en cursos clave para el progreso educativo de un estudiante.
En estos niveles educativos, buena parte de la clase podría a priori tener algún tipo de seguimiento educativo virtual, si partimos de la premisa de que se encuentran en buen estado de salud (al menos física). Sin embargo, el golpe emocional que esto supone en niños o niñas (recordemos lo que supone un aislamiento domiciliario estricto, tal y como lo solicitan las autoridades sanitarias), además, de las brechas sociales y, por supuesto, su escasa autonomía, los coloca en una situación de vulnerabilidad de tal extremo que se antoja una quimera apostar por un modelo no presencial. Y ese es el primer golpe que no hemos sabido encajar.
En la ESO, la problemática crece hacia otros derroteros. Se dibuja en esta etapa un mapa donde late la escasa competencia digital del alumnado (y también de una parte, admitámoslo, del profesorado), así como el impacto psicológico que sigue apenas sin medirse porque los centros apenas disponen de recursos para ello, y contar con otros agentes sociales en una época en la que el sistema está en enorme tensión es materialmente imposible.
Los docentes, además, en una coyuntura legislativa en la que se les ha pedido personalizar el aprendizaje, ven multiplicada su ingente labor, ya que sienten (con razón) que no es lo mismo atender a la individualidad o a la diversidad que procurar tapar los agujeros de un sistema carente de alternativas o propuestas que permitan que las familias cuenten con un respaldo socioeducativo en el caso de que su hijo o hija se tengan que quedar más de una semana en casa aislado.
En otras enseñanzas no obligatorias, como pudiera ser Bachillerato o FP, se antoja deseable un mayor grado de autonomía en el alumnado, así como de responsabilidad a la hora de atender a los nuevos requerimientos que se plantean con la educación a distancia. Sin embargo, admitámoslo: la realidad es otra y el sistema se tambalea desde el momento que el profesorado se maniata a ver que no puede recurrir casi a sus instrumentos de evaluación tradicionales (exámenes) y se le abren nuevos dilemas ante el caso de que necesitase respaldo para reorientar su proceso de enseñanza, con un alumnado que poco a poco se irá quedando atrás, ya que carece en gran parte de la instrucción directa que puede ofrecer el docente en un aula.
Por todo ello, si ya el absentismo escolar era un problema antes de los embates de la versión más virulenta de la pandemia, la situación actual quiebra el sistema hasta límites inusitados. Las cifras de absentismo por grupo, las clases confinadas, las ausencias a cuentagotas de esos chicos o chicas que se quedan en casa por precaución al haber en sus familias casos positivos o personas vulnerables, etc., son situaciones que podrían haberse previsto por parte de las administraciones, más allá de los tres escenarios ya famosos y las reiteradas modificaciones de instrucciones que nos conducen casi al origen de la emergencia sanitaria, cuando aún estábamos en pañales, aprendiendo del día a día. Y no se hizo.
No es el momento, por todo ello, de seguir vendiendo discursos mediáticos y centelleantes sobre la presencialidad o la seguridad que ofrecen o no las aulas, una panfletada política que no disipa las dudas de la sociedad civil y de los trabajadores de la educación.
Es el turno de reconducir el modelo sobre el que se sustenta la educación hacia una profundización definitiva en las competencias digitales de toda la comunidad escolar, más allá de la simple adquisición de dispositivos electrónicos para tapar las vergüenzas del sistema y determinadas brechas que son más profundas de lo que parecen, ya que tienen un origen estructural. Toca rearmarse para seguir avanzando y aportar, ante los nuevos dilemas, soluciones que impliquen revisar los errores que se han cometido, para no volver a caer en lo mismo y dejar de enmascarar, de una vez por todas, lo que la verdad esconde.