En la mayoría de los artículos que escribo se reflejan situaciones difíciles y, en muchos casos, dolorosas. Es cierto que la profesión que, libremente elegida, ejerzo con verdadera vocación (sé que es peligroso decir esto, porque con frecuencia se confunde «vocación» con «acierto», aunque en absoluto son sinónimos) requiere cada vez más entrega, más trabajo, más tiempo que, de un modo u otro, acabamos robando al resto de nuestras vidas. Cuando el alumnado me dice eso de: «Ya, profe, pero se ve que a ti te gusta tu trabajo», siempre les contesto que sí, que es verdad, pero que me gusta mucho más no trabajar. Ante preguntas clásicas, especialmente a principios del curso, del estilo de qué quieren ser, por qué han elegido tal o cual optativa o modalidad, o cómo se imaginan dentro de diez o veinte años, la respuesta siempre se centra en lo laboral. Es ese mismo aspecto el argumento que esgrimen para justificar su falta de interés en la asignatura de Lengua y literatura; especialmente para este último campo. «Es que yo no voy a ser profe de Lengua y literatura, así que ¿para qué quiero saber de esto?». Es una respuesta bastante razonable, si tenemos en cuenta que hemos pasado años sosteniendo que una formación más completa y profunda garantizaba un mejor puesto de trabajo. Ahora que se ha desplomado la falacia, es el momento de serles sincera: «En el mejor de los casos, encontrarás trabajo de aquello para lo que te formaste académicamente; en el mejor de los casos, ese trabajo ocupará ocho horas de cada uno de tus días; en el mejor de los casos, podrás dormir otras ocho. Aún te quedarán ocho horas de vida para hacer con ellas lo que te dé la gana. Por ejemplo, asistir a un partido de fútbol, ir al cine, quedar con tus amistades para echar unas cañas, ver la tele, jugar a cualquier videojuego… Lo que yo hago es ofrecerte otras propuestas: leer un buen libro y ser capaz de reconocerlo o, incluso, ir al teatro». La sola posibilidad de incluir tiempo libre en su futuro los descoloca. La escuela es una fábrica de trabajadores o, lo que es peor, de trabajadores desempleados frustrados por serlo.
La sola posibilidad de incluir tiempo libre en su futuro los descoloca. La escuela es una fábrica de trabajadores
Probablemente sea esta percepción lo que explica, al menos parcialmente, que haya grupos verdaderamente complicados. Jóvenes cuyas mentes deslavazadas responden a estímulos casi primitivos. Suele haber en esos grupos un líder negativo, un cabecilla jaleado por buena parte de aquellos a quienes parece considerar su plebe. Y no siempre se justifica con eso de la «familia desestructurada» o el manido comentario de «es que los padres están separados». Curiosamente, siempre que el tutor o tutora aporta esta información, lo hace bajando el tono, como si fuera un tabú, un castigo divino por algún ignoto pecado, una falta que cometen los progenitores que deben entregar su vida en cuerpo y alma a la crianza de la descendencia en un ambiente ordenado, pacífico y de amor romantiquísimo: tener hijos los convierte en padre y madre y no está permitido ser más que eso. Como ese es el mensaje que se sigue transmitiendo a los descendientes, reaccionan con ira ante lo que consideran una intolerable injusticia, un boicot del mundo en su contra. Sin embargo, otras veces, se trata de adolescentes cuya familia ejemplar, que disfruta de una posición social razonablemente estable, surte al vástago con el último modelo de iPhone, subvenciona sus actividades extraescolares, le apunta a una academia de inglés, lo recoge con el coche si empieza a chispear (ahora que lo pienso, es rarísimo ver a un estudiante con paraguas) y defiende las actitudes de la criatura negando la evidencia o, directamente, reprochando al centro que provoca a su querubín. Ahora se les llama «disruptivos», aunque toda la vida se dijo que eran malcriados, maleducados o, en el mejor de los casos, rebeldes. En realidad, tanto unos como otros están más perdidos que otra cosa, porque consideran el conocimiento algo radicalmente inútil, en el sentido más literal de la palabra.
En el otro extremo, cada cierto tiempo, se produce una especie de conjunción astral en algún grupo. En los años que llevo ejerciendo como docente, me ha pasado en dos ocasiones. Un conjunto de jóvenes seres humanos extraordinariamente curiosos y empáticos. Independientemente de sus resultados académicos, acuden a clase con una alegría contagiosa. Hace años, impartí la asignatura de Latín en un grupo de 4.º de la ESO. Las traducciones eran tan descabelladas que acordamos que, en los exámenes, seleccionaría las más divertidas. Luego, por votación popular (o mejor, por carcajada popular) se escogía la agraciada con una subida de 0.25 puntos en la nota de ese examen. Recuerdo haber llorado de risa con aquellas traducciones. También había un acuerdo tácito que implicaba que, si todos llevaban hechas las tareas encomendadas, yo les premiaba con Lacasitos. Cuando llegó el final de curso, quisieron celebrarlo con un viaje a Roma al que los acompañé ante su insistencia. Cerca de La fontana di Trevi coincidimos con un grupo de hare krishna. Aceptando la invitación de los monjes, mis chicos y chicas, absolutamente desinhibidos, como si flotaran en el espacio, comenzaron a bailar. He vivido pocos momentos en los que haya presenciado una materialización de la felicidad tan intensa. Yo, que no había estado nunca en Roma, preparé como pude el itinerario y las explicaciones correspondientes. Fascinados, lo miraban todo, lo escuchaban todo, lo preguntaban todo, lo sonreían todo… Tenían una sed de vivir luminosa y arrolladora.
Fascinados, lo miraban todo, lo escuchaban todo, lo preguntaban todo, lo sonreían todo… Tenían una sed de vivir luminosa y arrolladora
En ese tipo de aula no siempre se explica el programa, porque se les ocurren ideas entre peregrinas y fascinantes. Hace unas semanas, ante la entrada de una mosca en la clase de 1.º de bachillerato, Javi se levanta haciendo aspavientos con su workbook en la mano, porque dice que tiene fobia a esos insectos. Y, acto seguido, me dice: «Profe, esta mañana se me ha aparecido una langosta en el pasillo de mi casa». Una vez más, los compañeros ríen. «¿Qué quieres decir con que se te ha aparecido? ¿Como una aparición mariana o qué?», aprovecho que estábamos analizando a Berceo. Javi me explica que el bicho estaba allí, de repente. E, inmediatamente, me mira y pregunta: «Profe, ¿por qué existen las langostas?». No es vacile; tiene ocurrencias de este tipo constantemente. Javi no se resiste, en otro momento, a compartir con nosotros que tiene un tío pastor. «¿Pero tu tío dice lindezas en un locus amoenus o menciona mitos clásicos como estos de las églogas?» le digo. «Qué va, profe. Si cuando yo era pequeño no quería darle besos a mi tío porque olía a cabra». Sospecho que a Javi le va a costar lograr un expediente brillante; su reino, como ocurría con Víctor, no es de este mundo cuadriculado y constreñido que impone nuestro sistema educativo. Víctor aprendió por su cuenta a trabajar el cuero y la madera; a montar sobre unos zancos construidos por él mismo. No tenía cuaderno ni archivador, sino un puñado de hojas aparentemente inconexas entre las que encontraba cualquier cosa que se le pidiera al instante. Apenas llegaba al aprobado en Lengua, pero en ocasiones reflexionaba con una agudeza y una perspicacia dignas de un estudiante avanzado de la carrera de Filología. Guardo casi con devoción la cartera de cuero y la talla en madera que me regaló. Cuando en una clase se combinan cabezas pensantes de este tipo con otras como las de Miriam, Nerea o Raquel, de una brillante inteligencia ortodoxa; con la tenacidad de Sara, que insiste en consultar sistemáticamente todo aquello que no le ha quedado claro (muchas veces, más por inseguridad que por falta de comprensión); con la curiosidad de Nuria o Lucía, que me piden prestados ensayos sobre lingüística porque les ha llamado la atención un comentario marginal que he pronunciado en clase sin ser siquiera consciente, o con la amabilidad y dulzura de Samuel, se funda un microcosmos embriagador que además sabe arropar y acuerpar a quienes sufren en esos momentos.
No sé qué certezas los sostienen; probablemente desconozco algunas circunstancias familiares, aunque me consta que hay alguna situación económica precaria, por ejemplo. Lo cierto es que son seres humanos cuya onda expansiva de generosidad vital nos reconcilia con la profesión.