El libre albedrío es una ilusión, un mito y, en la escuela, una fábula que puede convertirse en peligrosa. Hace ya algunos años, el divulgador especializado en física y cosmología Dennis Overbye firmó un notable reportaje en The New York Times que se titulaba “La ilusión del libre albedrío”. En él, la libre elección era analizada como una fuerza engañosa en donde la decisión de actuar puede conducirnos al ejercicio contrario, un caldo de cultivo para la manipulación y la coacción. Elegimos, según el autor, en función de un sistema de creencias y percepciones que nos atan y nos conducen a una premisa que Einstein ya defendió una vez: la voluntad no es libre.
Esta especie de libertad, dentro de un marco legal amplio, en la toma de decisiones en la educación formal viene articulada en el artículo 120 de la Lomloe a través del refuerzo de la autonomía escolar. Y de verdad tengo serias dudas acerca de si la cultura educativa está lo suficientemente madura para afrontar un reto de esta envergadura, una acción de ingeniería pedagógica para construir un proyecto curricular genuino, adaptado a la singularidad de su contexto y su alumnado. Nada sencillo.
Edificar entre toda la comunidad educativa un ideario común y singular, que parta de las realidades que nos encontramos y de los resultados de los distintos planes de diagnóstico y mejora, suena bien en el papel. Resulta la floritura perfecta para presentaciones de expertos que ven la educación desde fuera, alejada de las necesidades de la parte más débil: el alumnado y sus familias.
Pero el libre albedrío escolar no debe ser nunca un trampantojo; en particular, la unificación de criterios concretos, básicos, claros y compartidos, para la toma de decisiones sobre el resultado final de la evaluación, la promoción de curso y la titulación es crucial para no alimentar disparidades entre centros, en un mapa de partida en el que la libre elección en la escolarización ya ha sido estudiada como estigma de segregación.
Esa libertad de acción es ahora la que, sin haber desandado lo andado en cuanto a formación, bagaje, hábitos docentes y procedimientos heredados, recae en forma de ilusorio poder en los equipos educativos a la hora de deliberar sobre lo más importante en la vida de un estudiante: los criterios, adoptados bajo presiones diversas, para pasar de curso y para obtener un título académico; unos criterios que podrán variar en función del centro, lo cual es muy poco halagüeño, ya que puede elevar el clima de confusión.
En ese marco de actuación, con el horizonte del Real Decreto ministerial que regula estos aspectos y bajo el auspicio de una ordenación curricular que no termina de aterrizar, el profesorado afronta un futuro incierto que cristaliza su libre albedrío, más que nunca, en un quimérico liderazgo pedagógico de los equipos directivos. Un profesorado que transita en gran parte de centro en centro, porque es reconocida la inestabilidad de las plantillas, y que deambula –como el alumnado– de forma azarosa a expensas del planteamiento pedagógico del centro que le haya tocado en suerte.
Porque ahora, más que nunca, el libre albedrío que trae bajo el brazo el enésimo cambio de ley se convierte en un enorme desafío para las comunidades escolares. Un reto para no ampliar la inequidad en un océano de dudas en el que, al final, si sale mal, los grandes damnificados serán los que se sientan al fondo del sistema. Un horizonte idílico para un modelo que busca la personalización del aprendizaje y la inclusión pero que, si no se afronta con los mimbres necesarios en la mejora del proceso de formación del docente, la bajada de ratios o el incremento del profesorado de apoyo, corre riesgo de convertirse en un nido para la arbitrariedad –que no la autonomía– pedagógica, en función de quiénes estén al mando.
Decía el filósofo John Dewey que “lo que los hombres han estimado bajo el nombre de libertad y por lo que han luchado, es variado y complejo, pero, en verdad, nunca ha sido un libre albedrío metafísico». En esa complejidad estarán sumergidas siempre las comunidades educativas, y siempre han intentado ser libres (sin serlo) para cimentar un proyecto común, en función de dónde estén.
Por eso, el marco de la autonomía que debe proteger esta eficacia no puede apoyarse en una presión añadida que tutores y equipos docentes sientan ante la coacción engañosa de una mal entendida libertad, motivo de diferenciación entre centros cercanos con dudoso beneficio pedagógico.
Debe, sin embargo, gravitar esta autonomía sobre la dotación y distribución de recursos en función de las necesidades previamente detectadas en los tiempos y espacios colaborativos correspondientes. Cualquier otra idea de libre albedrío, de autonomía mal entendida, podría abrir un mapa escolar perpetrado inconscientemente para incrementar las desigualdades de acceso, recorrido y culminación del éxito escolar.