Todo gira en torno a ellos, in crescendo desde primaria. Todo gira, a tropezones, en función de los exámenes: en primer lugar, las propias clases, que solo parecen servir para ejecutar el último o para preparar el siguiente. Que haya varios controles cada semana durante todo un curso está cruelmente normalizado, a veces el mismo día; no se libra ni la primera de ellas, y de forma masiva, a cuenta tantas veces de una evaluación inicial mal entendida.
La única semana que igual no los hay, a finales de un trimestre, pues se vacían las aulas, tanto más cuanto superior sea la etapa: «Es que para no hacer nada, no venimos». Porque si no hay exámenes es que no hacemos nada, algo que hemos conseguido que verbalicen hasta madres y padres, y que algunos docentes pretenden contrarrestar con las dos tazas, dándoles entonces la razón: y así, otro examen más el día antes de las vacaciones, para que vengan; y ojo… para que no se olviden, lo cual es aún más revelador.
Todo gira en torno a ellos: el nerviosismo (o las ausencias) de las horas precedentes, que son horas inutilizadas, y el es que estamos cansados de las posteriores. El estrés de todos y todas, también de las familias, también de los y las docentes, cuya labor fuera del aula se concentra en corregir, corregir y corregir: tiempo perdido para diseñar clases, formarse, contactar con madres y padres… o, simplemente, descansar.
Es la cultura del examen, en particular, del examen escrito. Cultura que forma parte de la cultura de las tareas, o más bien viceversa, pues estas últimas no son sino ejercicios destinados fundamentalmente a preparar la venida de la gran tarea, la sacratísima, la causa y final de todo aprendizaje. Esa que se hace en clase, pero que se prepara en casa.
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La mayoría acepta el caos de su supremacía y de su superabundancia porque creció con esa aura presuntamente inapelable que la tradición canonizó, y esa sumisión se repite, en bucle, tras cada generación. Años ha, empero, se estableció por norma y por coherencia que la evaluación debía ser criterial, es decir, que lo que hay que valorar es el grado de adquisición de las capacidades que trabajamos en cada asignatura, que a su vez están ya organizadas en una serie de criterios listados expresamente en el currículo. Y no otra cosa, en ninguno de ellos se habla de la capacidad de superar exámenes per se.
Por tanto, no tiene sentido darle puntuación a un elemento que, de hecho, cuando se presenta de forma insistente con una nota propia, sin más, solo aporta confusión. Los medios de evaluación —“procedimientos”, “instrumentos”, “técnicas”, “herramientas”… términos que ora refieren matices propios, ora se usan como sinónimos— no han de ser en todo caso nunca más importantes que lo evaluado con ellos. Ponerle luces de neón a una nota sin validez real, la de un examen, opaca además la justa transparencia y anula el deseable —y obligado— carácter formativo de todo el proceso.
Ahora es práctica común asignar un tanto por ciento de equis criterios concretos a cada una de las pruebas que se hagan, pero todo queda en una mera solución burocrática cuando se sigue manteniendo a salvo su valoración global aparte y, sobre todo, cuando apenas se informa de los criterios y de su valoración final. La idea es salvaguardar la incontestable puntuación clásica de los exámenes ante los ojos de alumnado y familias, que poco saben de criterios —y poco sabrán si seguimos con inercias heredadas y sin poner las cartas boca arriba—. El mensaje implícito que se envía es contundente: lo que realmente importa va a seguir siendo lo de siempre.
Los exámenes, así, mantienen todavía un peso específico e intocable. Y un peso, para más inri, comúnmente desorbitado, muy por encima del ya decisivo cincuenta por ciento. Un hecho que resta todo el valor por adelantado a la variedad procedimental que exige la normativa, que suele quedar en el mero añadido de algún medio suelto más, con su nota propia, poca pero propia; y de nuevo, trabajado las más de las veces fuera del aula.
Las pruebas llamadas objetivas, nombre que orgullosamente blanden los defensores a capa y espada de los exámenes a diestro y siniestro, no lo son más, en el diseño y la valoración de cada pregunta, que cualquier otro medio de evaluación o técnica que empleemos.
Por ejemplo, observando directamente en clase al alumnado, lo que hace, lo que dice, se puede registrar y demostrar, con todo realismo en términos de aprendizaje significativo, que esa chica sí ha alcanzado sobradamente un determinado criterio. O, desde luego, que esa otra no recuerda nada del examen de anteayer, aunque lo aprobase, y que el pretendido informe pericial solo lo era de lo meramente memorístico a corto plazo.
Al argumento objetivista se suele añadir el funcional, que enarbola la supuesta eficiencia y rapidez de un control frente a temarios amplios y, ante todo, altas ratios. Pero que las clases saturadas impidan una atención personalizada no hace buenos a los exámenes: tal y como se usan a destajo, los hace más bien partícipes de la deshumanización de la enseñanza que sufrimos todos y todas.
Las pruebas escritas —que también se practican con ratios bajas— dan una falsa imagen de avance cuando se plantean como fines en sí mismas. Ese tiempo que prometen ahorrar implica demasiadas clases invertidas en ellos, no en otro tipo de actividades tanto o más educativas. No en una asunción real del currículo, que va mucho más allá de los contenidos con los que suele confundirse.
Es común también que los exámenes se vinculen a la cultura del esfuerzo y a una calidad educativa basada en la exigencia. Pero es esta una exigencia hipócrita, delegada primordialmente hacia fuera de las aulas, que minusvalora el trabajo diario en clase, el único que, si lo guiamos adecuadamente, podemos certificar como el de una enseñanza en equidad.
Porque se dice mucho que los exámenes son los únicos que demuestran la valía individual, obviando sistemáticamente el peso de lo cooperativo en los criterios, pero es que además se suele olvidar que quienes mejores notas sacan siempre son quienes más apoyos familiares han recibido antes. Por tal circunstancia, toda escuela que atienda a menores de edad debería garantizar la oportunidad del aprendizaje en horario lectivo, y eso es precisamente lo que sería una educación igualitaria, entonces sí, de calidad. No, los exámenes no infunden más esfuerzo, sino más desmotivación entre quienes menos protegidos parten.
Por ello, tampoco vale aquello de que los exámenes forman parte de la vida para justificar este tortuoso entrenamiento juvenil. Dejando a un lado el sesgo del superviviente y que en realidad no son tantas pruebas, esos exámenes los seguirán superando antes, precisamente, quienes más preparados estén en los criterios competenciales, imposibles hoy de abordar si no dejamos de focalizar todos nuestros esfuerzos en un solo medio antes que en todos los fines. Y podrán optar a hacerlos también quienes no hubieren abandonado antes este sistema educativo de facto examencentrista, precisamente por examencentrista.
Ojalá que las ahora víctimas de nuestra actual cultura del examen pudieran seguir estudiando y presentándose, ya adultos, motu proprio, a los exámenes que fueren; y que ello supusiese alcanzar mayor justicia social a la hora de acceder a trabajos de calidad. Pero antes, los exámenes de la educación básica deberían dejar de ser tan determinantes en un sentido negativo. Y tan numerosos. No podemos mirar para otro lado cuando sabemos que buena parte del absentismo, del fracaso escolar y hasta de los problemas de salud mental de tantos chavales y chavalas están marcados por este bombardeo de controles sin control.
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No he venido a defender que desaparezcan los exámenes, pero sí esta maldita cultura del examen. Hay contextos y contextos, y asignaturas, y niveles, desde luego, y también se pueden diseñar de muchas formas, sin tanta memorieta —sí, memorieta—, con más creatividad y significatividad. Incluso se pueden estudiar en el propio centro en horario lectivo, todo es organizarse. Conozco a docentes, a quienes admiro mucho, con propuestas realmente fantásticas. Y dosificadas.
Lo que pido es un respiro, una reconsideración de su valor puesto en contexto, una reflexión honesta sobre si quizás nos estamos pasando de rosca. Una coordinación real entre el profesorado que los pone. Un tope en función de las horas de cada etapa, materia y curso.
Una consecución coherente, más allá de lo testimonial, de otros medios como el diario de clase, el portafolio, la presentación oral y un largo etcétera. Aplicar entonces otras técnicas más allá de corregir escritos, como la de observar el día a día. Calificar solo tras evaluar en el tiempo con instrumentos adecuados, no reducir la evaluación a puntuar pruebas puntuales y a puntualmente calcular sus medias.
La recuperación de cada minuto en las aulas, que los chavales y las chavalas afrontarían con más frescura, asumiendo que en cada clase, en cada actividad se les está valorando por una presencia activa, no solo a posteriori, no solo cuando hubiere pruebas escritas.
Una atención a la diversidad desde la diversidad, a propósito, no basándola casi siempre en retocar meramente esas pruebas, las del fin último, sin ponerlas nunca en duda como centro de gravedad, sin adaptarnos a las necesidades de todo el alumnado, quien parece a veces el último de los fines.
Tener, en fin, la valentía de salir de la zona de confort —y de estrés— en la que estamos encerrados. Y nunca más depender de un medio que, tal y como se usa, perpetúa las diferencias de partida en lugar de combatirlas.
Es muy ingenuo, por no decir cómodo, seguir creyendo que el examen al uso y casi en solitario sirve para evaluar de igual manera todos y cada uno de los criterios. Con los exámenes se pueden trabajar muchas cosas, desde luego, pero para que sean verdaderamente efectivos debemos antes destronarlos de su preponderancia absoluta y absolutista sobre un sistema que, por más que se desmarque por escrito, continúa por desgracia orbitando sobre un solo elemento que todo lo determina, fagocita y anula.