«No sé Leer. ¿Acaso alguien podría decir que sabe?». La pregunta y la respuesta son de Joan-Carles Mèlich, de su libro La sabiduría de lo incierto (publicado por Tusquets el 2019) y las cita Carlos Magro en una charla que impartió hace unos días en el Palau Robert de Barcelona, con motivo de los actos organizados en torno a la exposición «Puertas abiertas en la escuela pública». Se trata de una muestra que ha comisariado Joan Domènech, un profesor de los de toda la vida, que después de muchos años dedicado a educar nos hizo el favor de escribir El elogio de la educación lenta (publicado por Graó en el año 2009), un libro que, como su título apunta, es recomendable leer despacio.
La exposición, que estará abierta hasta el 18 de abril, propone pensar la escuela desde diferentes perspectivas, teniendo en cuenta los retos que tiene planteados hoy en día la institución escolar y, en concreto la escuela pública. Vale decir que no parecen demasiado distintos de los que atañen al conjunto de la sociedad. La escuela, como siempre se ha dicho, no deja de ser un reflejo de lo que sucede en la sociedad y si las cosas no van bien en la escuela es porque tampoco andan demasiado bien en la sociedad. Este es seguramente el gran problema, porque en la escuela, nos recuerda Carlos Magro citando una frase de Philipe Meirieu en su libro Frankestein Educador (publicado por Laertes en el 2007): «Lo normal es que la cosa no funcione: que el otro se resista, se esconda o se rebele».
Las últimas semanas, por no decir meses o años, la rebeldía está más presente que nunca. Asistimos al estallido de una sociedad que no funciona o, mejor dicho, de un mundo que no funciona. Entre estupefactos, atemorizados, escandalizados o indignados nos despertamos y acostamos acarreando una angustia en nuestro interior. La pandemia nos avisó de la vulnerabilidad de la especie. La crisis climática nos viene avisando desde hace mucho tiempo de la fragilidad del planeta. Las desigualdades crecientes o la vulneración continuada de los derechos humanos nos sitúan en el umbral del desastre. Y ahora la guerra nos vuelve a mostrar aún más, y con gran brutalidad, la fragilidad y la incertidumbre del mundo en el que vivimos. Todo ello, resultado de nuestros propios actos. «Lo que nos hace humanos es que no sabemos vivir», remarca Carlos Magro en su charla hablando de la necesidad de tener buenas escuelas y buenos maestros. Y añade: «Nos estamos jugando la vida».
Necesitamos la escuela más que nunca, y en condiciones. La necesitamos, y creo que es una de sus principales finalidades, para dotarnos de herramientas para vivir, para poder vincularnos al grupo y encontrar respuestas individuales y colectivas que no sirvan en nuestro devenir cotidiano. «Vivimos en una época de inmovilidad frenética, de huida hacia adelante, en la que el futuro parece cada día más oscuro. Para muchos el futuro ha dejado de tener sentido. Nos cuesta mucho imaginar otros futuros», apunta Magro. Es sobre todo por eso que necesitamos la escuela, y la necesitamos conectada con la comunidad, para trabajar conjuntamente por un futuro que nos permita vivir, y hay que decirlo más que nunca, en paz.
En un momento de su intervención, Carlos Magro proyecta en la pantalla una imagen en blanco y negro de Gabriel García Márquez sentado de perfil, vestido con un abrigo baldío, los brazos apoyados en las rodillas, leyendo unas hojas que destacan por su blancura. Al fondo, su sombra inmensa y negra proyectada sobre la pared. «Pero si el futuro es oscuro es porque el presente es opaco», podemos leer al lado de la imagen. «La oscuridad del futuro es la sombra que proyectan unos presentes que no sabemos leer». La cita es de Marina Garcés extraída de su libro Escuela de aprendices (publicado por Galaxia Gutemberg en el año 2020) y Carlos Magro nos la trae aquí para ponernos en alerta de nuevo sobre la necesidad de detenernos. Parar para leer lo que nos rodea, para tratar de entender lo que pasa, no sólo sobre los grandes retos mundiales, sino también sobre lo que sucede aquí mismo, con la gente con la cual vivimos, en la ciudad o en el pueblo, en el barrio, en el patio de la escuela, en las plazas y en las calles, y con nosotros mismos. «Parar es la mejor manera de hacer futuro. También es la mejor manera de pensar el futuro de la escuela», apunta Carlos Magro.
Pero, ¿qué significa leer el mundo? ¿Qué quiere decir detenernos? ¿Somos capaces de hacerlo? Clifford Geertz, un antropólogo norteamericano, en su libro La interpretación de las culturas (publicado por Gedisa en 1973) nos habla de la necesidad de leer atentamente. Él lo llama la «descripción densa de la cultura». Para Geertz, la cultura es una urdimbre de significados que los seres humanos hemos tejido y debemos ser capaces de desentrañarlos más allá de los significados que afloran en la superficie. Este es el trabajo de los antropólogos, dice Geertz, proyectar esa mirada densa sobre los hechos sociales para así poder pensarlos, interpretarlos, y transmitir y dialogar sobre sus significados.
La educación debe integrar e incluir. La escuela debe ser una comunidad de aprendizaje y una comunidad de cuidados
Hoy en día, creo que este trabajo es necesario que nos lo apropiemos todos. Ya lo es de los filósofos que se preguntan y reflexionan sobre la experiencia, y afortunadamente también lo es de los maestros que tratan no sólo de enseñar, sino de educar proyectando una manera de mirar, de entender el mundo, de ser personas. «Educar es sobre todo, enseñar a mirar. Y aprender es aprender a mirar, aprender a prestar atención», explica Carlos Magro citando al filósofo Josep Maria Esquirol en su libro El respeto o la mirada atenta (publicado por Gedisa en el año 2006). La escuela, dice Carlos Magro, «sería así el lugar donde aprendemos a dirigir la mirada, mantener la mirada y cultivar una mirada atenta» (aquí se puede ver una excepcional conversación entre ellos dos). Y profundiza: «Educar, dice Marina Garcés, es dar herramientas para leer el propio tiempo y ponerlo en relación con los que ya han sido y con los que están por venir. Para vivir el presente dialogando con el pasado e imaginando el futuro» (Garcés, 2020).
Llegados aquí, no se puede pasar por alto que esta posición contrasta con la existencia de una cierta reducción de la educación a los resultados de aprendizaje. Hay que asegurar el logro de unos conocimientos y reconocerlos como paso hacia otras enseñanzas y hacia una vida adulta, nos dice la escuela de siempre. Pero difícilmente se llegará a poder tener una vida plena, autónoma, independiente y libre, como bien relató Virgina Wolff en Una habitación propia ya en 1929, si aislamos los conocimientos de la realidad, si la fragmentamos, la dividimos y generamos desigualdades. Todo lo contrario, la educación debe integrar e incluir. La escuela debe ser una comunidad de aprendizaje y una comunidad de cuidados, explica Carlos Magro, «un umbral o un pasaje hacia otros lugares y posibilidades […] guiado por la equidad y orientado hacia la justicia ecosocial y la construcción de lo común».
En contraposición a los «No-lugares», un concepto que popularizó el antropólogo francés Marc Augé en su libro Los No-Lugares: espacios del anonimato, publicado por Gedisa en 1993, que describe aquellos espacios de transitoriedad que no tienen la suficiente consistencia para ser considerados «lugares»; la escuela debe ser uno de los principales «lugares» donde vivir. Un «lugar» donde las personas desarrollan sus capacidades, su identidad y también su noción de ciudadanía, de pertenecer a una comunidad, de ser sujetos de pleno derecho. Un «lugar» donde vivir y estar, un sitio donde «habitar», dice Carlos Magro, como se habita la casa y se deben habitar y vivir también las calles y las plazas, otros «lugares» donde hoy en día también se aprende y se educa, de manera igual y de manera diferente que en la escuela, pero en una relación necesaria y necesariamente conectada.
Desgraciadamente, hoy tenemos una guerra en Europa. Aunque no es la única guerra en el planeta, esta nos hace prestar más atención a lo que nos rodea. Nos interroga y nos interpela aún más sobre nuestra relación con el mundo, con los saberes y los valores que consideramos propios, con los que vivimos y los que querríamos defender. La escuela tiene sus males, como bien señaló Daniel Pennac, como es evidente y se manifiesta públicamente, pero los males son sobre todo de la sociedad, de una humanidad injusta que maltrata a las personas y al planeta. La escuela no lo resolverá, no es su función, pero es, como señala Carlos Magro, «[…] El marco que nos damos colectivamente para ponernos, a cada uno de nosotros, en relación con el mundo». Hoy más que nunca toca cuidarla, hablar de lo que pasa aquí y allí. Toca que la cuidemos entre todas y todos, que reflexionemos, dialoguemos y la reconozcamos en su valor, porque la escuela es nuestro futuro.