Nacido en Segovia en 1960, Luis Torrego vive actualmente en la misma ciudad, a pocos metros del acueducto, ejerciendo como profesor de Pedagogía en su Facultad de Educación, que pertenece a la Universidad de Valladolid. Torrego ha enseñado en todas las etapas (primaria, secundaria, universidad), y ha trabajado como orientador y en la educación de personas adultas. Es un viejo conocido en los movimientos de renovación pedagógica de Castilla y León. Recientemente, se ha destacado como uno de los miembros más activos de Uni-Digna, una plataforma que lucha por la dignificación de la enseñanza superior en nuestro país.
Torrego sostiene que los sueños educativos de los 60 y 70 empezaron a perder fuelle en los 80. Identifica, desde entonces, una hegemonía neoconservadora que llega hasta nuestros días. Pero se niega a renunciar a los ideales de una educación realmente transformadora.
Conoces de primera mano casi todos los frentes de la acción educativa. Has visto nacer y morir varias leyes (Logse, LOE, Lomce…). ¿Cuál es tu valoración global de la Lomloe?
Desde los años 80, el discurso conservador ha ido triunfando en educación. Las nuevas leyes supuestamente progresistas que hemos tenido a partir de entonces cambian algunas cosas, pero mantienen lo sustancial de aquello que se enmarca en esta tendencia reaccionaria. La nueva ley tiene avances muy positivos, pero no toca la estructura del sistema, que es poco progresista y poco compensadora de desigualdades.
¿A qué te refieres exactamente?
Se mantiene, por ejemplo, esta anomalía tan española de la escuela concertada. Mientras, el discurso de lo público sigue retrocediendo. En realidad, la escuela pública como proyecto cristalizado, de todos y para todos, como bien social, nunca ha existido en España. Pero es un ideal que merece ser defendido, es el horizonte que nos debería guiar. Sin embargo, se ha impuesto el concepto de libertad educativa reducida a la libertad de elección de centro, que a su vez se concreta en la subvención de la segregación escolar entre clases medias y poblaciones vulnerables. La derecha pedagógica ha ganado por goleada con este discurso, tan aceptado socialmente, haciendo que el debate gire hacia cuestiones menores.
En cuanto a la reforma del currículum, tengo bastante claro que la educación seguirá siendo logocéntrica y no paidocéntrica, que es, en mi opinión, como debería ser.
¿Porque no se pondrán los medios necesarios para una enseñanza competencial: reducción de ratios, autonomía de centros? ¿O porque quedará en papel mojado por la inercia de la cultura pedagógica tradicionalista en nuestro país?
Por ambas cosas, pero me arrimaría más a la segunda. En España, se plantea siquiera quitar las calificaciones numéricas en la enseñanza obligatoria y parece como si se hubiera hundido el mundo. En cualquier caso, cuando se plantea un currículum y se empiezan a incluir cosas en él, aunque se intente dar una dimensión competencial, al final se acaba hablando de contenidos. Estos serán de nuevo el factor fundamental para el aprendizaje, en vez de un medio. Lo que ha salido del Ministerio ya tiene algunas cosas, las CCAA añadirán otras, y más tarde llegará la presión de ciertos colectivos sociales y de la propia cultura profesional, y acabarán imponiendo otras. Tendremos un currículum de contenidos con un barniz competencial.
La escuela pública como proyecto cristalizado, de todos y para todos, como bien social, nunca ha existido en España
Competencia es, en cualquier caso, un término escurridizo. Podemos enseñar, haciendo un giño etimológico, a competir en un sistema que no perdona la fragilidad. O, por el contrario, a ser ciudadanos críticos ante ese sistema implacable.
Mi director de tesis, Florentino Sanz Fernández, profesor de la UNED fallecido hace unos años, explora en un artículo magnífico el origen del término competencias aplicado a la educación. Su primer uso se da en documentos de la Organización Mundial del Comercio y otros organismos a favor de la liberalización educativa. Viene de ese mundo que aboga por la educación como mercado. Ojalá se entendiera como la capacidad de tener pensamiento propio. Sin embargo, nos empeñamos en poner a los alumnos a competir, cuando la literatura ha demostrado que, salvo excepciones, un ambiente de competición empobrece el aprendizaje.
Quizá la facilidad didáctica influya. Parece más sencillo, al menos operativamente, tener alumnos atomizados que ponerlos a cooperar, trabajar en grupos etc…
Estoy de acuerdo. Pero añadiría dos puntos. La competición en el aula responde a una lógica social, a una cultura que es la propia de un sistema neoliberal. Por otra parte, desde el punto de vista estrictamente pedagógico, siempre ha habido una corriente que se ha regido por (o ha alimentado) sueños educativos, ideales que nos sirven para caminar. Esa corriente —que es la que nos lleva a no renunciar a la cooperación, la solidaridad, la interacción…— es hoy muy, muy débil. Si uno renuncia a los ideales, acaba haciendo cosas grises y nocivas.
Pregunta polémica: ¿hay en España demasiados docentes acomodados, sin gran interés por embarcarse en proyectos disruptivos, con su extra de esfuerzo, sus quebraderos de cabeza…?
Hay y ha habido —incluso en tiempos de la nefanda Lomce del nefando ministro Wert— proyectos realmente liberadores, bellos e inclusivos. Y esto se da porque existe un profesorado que se empeña en sacarlos adelante. Las leyes pueden favorecer que vayamos en una dirección u otra, pero no resultan fundamentales. El profesorado tiene un campo de maniobra muy grande, y puede hacer una cosa o la contraria. Si miramos qué hay detrás de esos profesores y profesoras que ponen en marcha este tipo de iniciativas, veremos que suelen coincidir en su idea humanizadora de la educación. Y que no separan a esta del resto de su vida, como dos facetas separadas: la educación es su vida. Si la enseñanza es una tarea incómoda de la que te quieres desprender a las dos de la tarde, no va a salir nada que merezca la pena.
Las leyes pueden favorecer que vayamos en una dirección u otra, pero no resultan fundamentales. El profesorado tiene un campo de maniobra muy grande
Tu tesis, luego convertida en libro, llevaba por título Canción de autor y educación popular (1960-80). ¿Se puede trazar un paralelismo entre el devenir de la música y el de la educación? ¿Son ambas, en su estado actual mayoritario, manifestaciones de una derrota ante la hegemonía materialista neoliberal?
Es evidente que, en ambos casos, hay un retroceso, un sensible debilitamiento en cuanto a ideales culturales y compromiso sociopolítico, pero yo no hablaría de derrota. Hay música crítica, incluso utópica, en algunos cantautores o en algunos versos del rap. Y no olvidemos que, en aquella época, la mitad de las canciones, como explicaba en mi tesis, hablaban de lo que tanto se sigue hablando en la música actual: el amor y el desamor. Aunque es cierto que mucha de la música de los 70 y 80 daba enorme importancia al texto: eran poesía. Ahora, abundan los téxtos fáciles que no invitan a pensar. Insisto: el camino es la recuperación del sueño, no hay otra.
En tu trayectoria docente, ¿te has sentido normalmente la excepción, un poco marginal en tus planteamientos? ¿O has estado acompañado por compañeras y compañeros que iban en tu misma línea?
Ni una cosa ni la contraria. Es cierto que a veces me he encontrado en escenarios muy rígidos, pero casi siempre he tenido a alguien con quien compartir, aunque no he disfrutado de la plenitud de un claustro en el que íbamos todos a una. Y los movimientos de renovación pedagógica han proporcionado —a mí y a mucha gente— un albergue y un paraguas importantísimo. Si uno no encontraba apoyo en su centro, siempre podía contactar con personas con las que te entiendes, experimentar la alegría del encuentro, del reconocimiento mutuo. Habría que revitalizar este tipo de movimientos, ya que tienen una potencia extraordinaria.
¿Piensas que la renovación o la innovación pedagógica han sido en parte fagocitadas por el sistema capitalista? Cosas como el design thinking, tan en boga en educación, que se inspira en los procesos de creación y comercialización de un producto.
Soy coordinador de un máster de investigación e innovación educativa en la Universidad de Valladolid. Nosotros entendemos la innovación como aquellas pedagogías (con frecuencia, muy antiguas) que fomentan la autonomía del educando y tienen un compromiso social. Sin compromiso, la innovación se convierte —como está ocurriendo— en moda, escaparate o simple penetración de aparataje tecnológico. Incluso en un disfraz de la exclusión pura y dura. Es, por desgracia, un término absolutamente contaminado. Tendríamos que desplegar un discurso crítico que examine el sentido actual de la innovación, lo desentrañe y lo desmonte.
Los movimientos de renovación pedagógica han proporcionado —a mí y a mucha gente— un albergue y un paraguas importantísimo
Eres miembro activo de la plataforma Uni-Digna. Dime por favor, resumido en dos o tres puntos esenciales, qué necesita la universidad española para dignificarse.
Primero, acabar con la precariedad, la temporalidad, los sueldos bajos, la amenaza constante de que te vayas a la calle. Lo curioso es que, en una situación tan vulnerable, se exige, con absoluto cinismo, la excelencia. Segundo, recuperar la docencia, que es para lo que nacen las universidades en la Edad Media. La investigación está muy bien, pero tener tiempo y tranquilidad para enseñar es absolutamente necesario si queremos construir buenos profesionales y una ciudadanía consciente. Se me ocurre, sobre la marcha, un tercer aspecto clave: regular de verdad el surgimiento masivo de centros privados, que a veces siguen criterios de calidad, pero en su mayoría son auténticos chiringuitos.
Desde la plataforma reinvidicais un modelo de evaluación de la investigación diferente. El actual, según denunciáis, premia básicamente el índice de impacto (número de citas) de los artículos publicados en las revistas científicas que manejan dos multinacionales.
Es un sistema cómodo que podría hacer perfectamente un programa informático. Y que no tiene en cuenta el contenido en sí de la investigación, su impacto social, cómo podría beneficiar a la sostenibilidad… Este tipo de cuestiones no tienen ninguna trascendencia en la evaluación, así que los investigadores se preguntan cada vez menos qué investigar, y cada vez más cómo publicar y obtener citas. Se dedican a montar un artículo publicable en vez de realmente a investigar. Además, se obliga a publicar en inglés, lo que produce una especie de colonialismo lingüístico. Y (una vez más) se fomenta la competitividad, poniendo trabas a los trabajos colaborativos.