Como otras veces, el debate pasó con más pena que gloria y muchas y muchos confiamos en que la apuesta de la ley por la educación inclusiva era firme y decidida. Lo que la ley establece, tomando en cuenta los demoledores informes de varios organismos internacionales al respecto, es la necesidad de ir dotando de medios a los centros ordinarios para la escolarización de una mayor proporción de alumnado con necesidades especiales derivadas de una situación de discapacidad. También rechaza la escolarización en centros específicos sin el consentimiento informado y expreso de las familias, como viene sucediendo en ocasiones.
Incorpora la inclusión entre los principios y fines de la educación, vinculada a los derechos de los niños y las niñas y la equidad, y promueve la aplicación de los principios del diseño universal para el aprendizaje. Establece que las administraciones educativas desarrollarán actuaciones educativas en aquellos centros escolares, zonas geográficas o entornos sociales en los cuales exista concentración de alumnado en situación de vulnerabilidad socioeducativa.
Sin pecar demasiado de ingenuos, sí nos parece que, al menos en el espíritu de la ley, la inclusión está presente y forma parte de las prioridades educativas. Sin embargo, aunque es demasiado pronto para sacar conclusiones sobre las posibilidades de mejora real, hay dos aspectos –al menos– que siguen siendo motivo de preocupación.
El primero tiene que ver con el propio desarrollo del título II de la ley. A lo largo de los años y desde que en 1985 se acuñara el término de “necesidades educativas especiales”, se han ido produciendo algunos cambios terminológicos que, sin embargo, no han modificado de manera sustancial lo esencial de la filosofía con la que afrontamos la tarea de mejorar la inclusión en nuestros centros. Y la Lomloe no avanza mucho en este sentido.
Al etiquetado inicial del alumnado con necesidades especiales se han ido añadiendo otras categorías de “necesidad”, como las de apoyo educativo, compensación educativa, dificultades de aprendizaje, integración tardía o altas capacidades, supuestamente algo más inclusivas ya que abarcan un espectro más amplio, pero que en realidad no lo son tanto. En primer lugar, porque la categoría de necesidad especial permanece inalterada y, en segundo lugar, porque las nuevas categorías siguen poniendo de relieve las características, condiciones y necesidades de alumnos y alumnas de manera particular y en ningún caso apelan a las características, condiciones y necesidades de los centros, salvo quizá para promover acciones de apoyo cuando el conjunto de “necesidades del alumnado” sean muchas y difíciles de atender.
El etiquetado del alumnado no solo es conceptualmente una rémora para promover políticas reales de inclusión sino que constituye un verdadero galimatías para quienes tienen la responsabilidad de determinar quién es quién
La visión global de la inclusión como una igualdad de oportunidades para todas y todos los alumnos, aunque se enuncia, viene luego tamizada por la abundancia de etiquetas sobre todo aquello que se sale de la normalidad y tal vez deja fuera de las prácticas más inclusivas a una buena cantidad de alumnado que, por motivos diversos y no siempre tan clasificables, puede presentar riesgo de exclusión en un momento u otro de su escolaridad.
No puedo extenderme mucho más en esta cuestión, que analiza de manera amplia Gerardo Echeita, (2021) [1] en un artículo que merece la pena leer con detenimiento. Solo me permito añadir que este etiquetado del alumnado no solo es conceptualmente una rémora para promover políticas reales de inclusión, sino que constituye un verdadero galimatías para quienes, en este modelo educativo burocrático en el que cada día nos encontramos más inmersos, tienen la responsabilidad de determinar quién es quién y en qué categoría debe ser incluida o incluido -habitualmente los servicios de orientación-, siempre que el programa informático de gestión de la administración educativa correspondiente lo permita o lo avale.
La segunda dificultad, en realidad, está relacionada con esta visión de inclusión algo parcelada. Tiene que ver con la asignación de recursos a los centros.
Por supuesto que compartimos la idea de que la existencia de recursos personales y materiales no es una condición suficiente para que se desarrollen prácticas verdaderamente inclusivas. De hecho, puede ocurrir y a veces ocurre lo contrario. Pero constituye una necesidad que no puede soslayarse con unas promesas más o menos bienintencionadas relacionadas con la asignación de los “recursos necesarios para atender adecuadamente a este alumnado” o con la formación.
Dejando a un lado la imperiosa necesidad de mejorar la financiación del sistema educativo, precaria y casi vergonzante en el contexto europeo en el que nos movemos, nos sigue preocupando el modelo de asignación de recursos personales que impera desde hace más de 30 años y que se basa, por una parte, en la elaboración de listas de alumnado agrupado en las distintas categorías a las que hemos hecho alusión y, por otra, en una definición muy estanca y cerrada respecto a los perfiles que deben presentar estos recursos, habitualmente profesorado relacionado con la educación especial, audición y lenguaje y, en casos particulares, profesionales técnicos en integración social.
Una visión más amplia de los procesos de inclusión debería comportar la necesidad de complementar las plantillas de los centros, de por sí escasas para atender a ratios muy elevadas de alumnado, con más profesorado ordinario, sin renunciar, naturalmente a la posibilidad de que haya personas más especializadas. Ese es un compromiso que resulta ineludible por parte de las administraciones educativas.
Y debería sustentarse, sobre todo, en una mayor confianza en que los centros, haciendo uso de una autonomía que también se formula y que a menudo resulta cercenada, definan con qué recursos pueden desarrollar mejor un proyecto educativo inclusivo, con los parámetros que en su propio contexto se determinen, sin pasar por esas listas de alumnado que comportan la atribución de unos perfiles que son determinados por las administraciones educativas.
Poniendo siempre por delante el optimismo y felicitándonos por los tímidos avances, seguiremos confiando en que la inclusión en nuestros centros educativos –un horizonte lejano, pero al que debemos caminar sin ambages ni excusas– subirá algún peldaño con la puesta en marcha de la Lomloe. Por nuestra parte, vamos a tratar de poner un grano de arena en el debate y la orientación para la mejora en la Escuela de verano que desarrollaremos en los primeros días del mes de julio.
[1] Echeita Sarrionandia, G. (2021). La educación del alumnado considerado con necesidades educativas especiales en la Lomloe. Avances En Supervisión Educativa, (35). https://doi.org/10.23824/ase.v0i35.721