Yo tenía y tengo vocación docente. Desde pequeño me encantaba compartir con mis padres mis últimos descubrimientos sobre el mundo de los dinosaurios y los animales. Más mayorcito, era el típico alumno que ayudaba a sus compañeros explicándoles, con palabras sencillas, esas partes complicadas del examen. Aun hoy sigo dando la chapa a mi novia cada vez que aparece algún elemento en la serie que estamos viendo digno, a mi entender, de un pequeño comentario de historiador. Tengo treinta y dos años y solo tres de experiencia en la educación reglada.
Entré con muchas ganas en la docencia, y siempre tuve claro que quería transmitir mi pasión por la materia a mis alumnos, enseñarles a ver lo maravilloso de un castillo, de un templo, lo feo y lo bello en la historia del ser humano, a comprender el prosaico mundo en el que vivimos, lleno de grises, de verdades a medias, de incongruencias; porque es el mundo verdadero, el mundo del que formarán parte y que podrán tratar, humildemente, de transformar.
Percibo empero que el mundo de la educación está dando un fuerte viraje. Cada vez recibo más y más información, desde cursillos, desde redes sociales, desde las nuevas leyes educativas, desde la prensa, de que la cosa está cambiando, debe cambiar; de que debemos cambiar nuestra forma de dar las clases, de ver al alumnado, de entender el mundo, de entender nuestra función docente, de ser, de pensar; porque el futuro exige otra cosa, porque el futuro es grande y nuestra capacidad de viejos intelectos reducida, porque no entendemos lo que ellos entienden, no sabemos lo que ellos saben. Lo que saben, el futuro (trabajo del futuro, educación del futuro), es algo intangible, etéreo, moldeable a golpe de llamativo titular. Hoy puede ser el Metaverso aplicado en las aulas. Mañana, que los teléfonos son mejores que cualquier cerebro. Pasado… Los cambios se suceden con tanta rapidez que lo que era innovador anoche se quedó en arcaico para el desayuno. Todo debe ser nuevo, porque lo nuevo es mejor, lo nuevo es superior a cualquier cosa anterior. Adanismo, lo llaman. Cambian las palabras de uso cotidiano por otras más complicadas, para que las memoricemos y hablemos una neolengua que ellos diseñan, que les hace parecer poderosos en intelecto ante las indoctas masas. Esa neolengua es pronto sustituida por otra (yo, en tres años, ya llevo aprendidos dos léxicos diferentes para referirme a las mismas cosas). Cada nueva noticia relacionada con la educación y sus legisladores, como decía, parece más loca, más dadá. Y no era esto.
Ser profesor no era aprender deprisa y corriendo materias que llevas sin estudiar, con suerte, década y media, para sustituir al compañero que lleva toda su vida especializándose en darla. Eso son los Ámbitos, cuando nos obligan a implantarlos en los institutos.
Ser profesor no era quedarse al margen de la clase, para así “poner al alumno en el centro”, no explicar el temario sino dejar que ellos, de alguna manera, “lo descubran” en trabajos poco exigentes en los que nunca tantos debieron tanto a tan pocos.
Ser profesor no era aguantar que te digan que el conocimiento de tu materia, esto es, lo que te apasiona y quieres transmitir, no sirve para nada, no debe ser estudiado, sino que lo que debes es favorecer que el alumnado aprenda a resolver situaciones que se encontrarán en su “vida cotidiana” (de alguna manera saben en qué consiste la vida cotidiana de cada fulanito) y aprender a ser, a gestionar sus sentires, a aceptar las cosas como les vengan impuestas, a cuidar su dieta y de sus plantas.
Ser profesor no era rellenar burocracia dudosa como esa en la que marcamos al alumnado con “perfiles de salida” ni enseñar las “competencias” de la OCDE. Ser profesor no era aplaudir ante la venta de nuestros datos -y los del alumno- a grandes corporaciones como Microsoft, saber que con nuestros impuestos deberemos hacer más ricas a las big-tech que proporcionarán al sistema público su hardware y software curso tras curso.
No sé cuándo parará todo esto, pero nos veo en caída libre y el suelo, en el mundo real, siempre está duro.