Esta semana me llegaba una columna de opinión -otra más que leo en los últimos tiempos, lo cual empieza a ser preocupante- que abordaba el asunto de la creciente moda entre los jóvenes sobre el fascismo.
Al parecer, la tradicional idea tan conectada con la etapa vital de la rebeldía en la juventud, ser «antisistema», antaño se traducía en una búsqueda de libertad pero ahora se traduce en una creciente moda de alabanza del fascismo entre nuestros jóvenes: “Ser facha está de moda”, leía hace tiempo.
Este mensaje, el del fascismo, para extenderse, necesita ser normalizado, blanqueado y que se le conecte con nuevas emociones aceptables para la sociedad en la que vivimos, especialmente con lenguajes asequibles para la juventud. En este caso, curiosamente, la conexión se establece con la libertad.
Ser facha es ir a contracorriente, es ser original, es ser libre, … es ir en contra de la opresión de la izquierda a la que, según ciertos relatos constantes, vivimos sometidos.
Y es aquí, en los canales por los que se esparce este y otros relatos, que aparece una nueva figura: la del influencer. Es fácil que asumamos que no existe mayor aval para comulgar con un mensaje que el número de seguidores.
¿Cómo no va a ser verdad lo que dice si tiene tantos seguidores?
Y, justo de esto me hablaba el otro día, y me descubría (desde aquí mi agradecimiento) un compañero, un término académico: «desustantivización».
Que nos plantea una interesante disyuntiva: ¿el arte es arte porque está en un museo, o está en un museo porque en un momento anterior fue ya arte?
La desustantivización de la noción de excelencia, que corre paralela a la del concepto de calidad, no es más que otro caso del proceso histórico por el cual «todo lo sólido se desvanece en el aire», dando paso al «nuevo espíritu del capitalismo» (Boltanski 2010), caracterizado por la ausencia de anclajes estables, la flexibilidad, la movilidad y el cambio constante. Así, por ejemplo, los ideales clásicos de la belleza, la virtud o la verdad acaban definidos en términos relacionales. No es el museo el receptáculo de una obra de arte, sino al revés: la obra de arte es aquello que está alojado en un museo, sin que tenga ya ninguna relación con un ideal armónico intrínseco, con la pericia del artista o la belleza de su elaboración. No es una naturaleza buena la que define en sí las obras virtuosas, sino su relación utilitarista con el bien colectivo. Y, para volver al campo científico de la búsqueda de la verdad, no es la verdad científica la adecuación con un estado de cosas (la adequatio rei), sino el seguimiento fiel de determinadas convenciones paradigmáticas y el reconocimiento que de ello haga la comunidad científica.
(Herzog et al, 2015, p. 72)
Pues esta «desustantivización», esta circulación de viejos mensajes, pero con nuevos lenguajes, la vemos cada vez más, en mi opinión, en los discursos educativos que son diseminados en redes sociales.
Empiezan a circular -llevan tiempo haciéndolo- ciertos discursos reiterados, repetitivos en el tiempo y de cuya intención ya hablamos en otro artículo cuya principal forma de diseminarse -tiene que ver, pero no es exactamente su credibilidad-, viene a ser la persona que los enuncia en función de su influencia.
De esta forma, las ideas que en estos relatos subyacen se reproducen fácilmente; cuanta más influencia tienen estas personas que difunden los relatos, más se las llama y se les da voz (pues más poder de convocatoria tienen) y cuanta más voz se les da, más influencia ganan, con lo cual se les sigue llamando.
Aquí, como en el ejemplo del museo, cabe preguntarse si se les llama por ser arte o por estar en el museo.
Estos discursos educativos en cuestión suelen ser pegadizos porque están compuestos de medias verdades, datos sesgados e interesados, extractos concretos de investigaciones leídas a medias, etc.
Esta variada composición se entiende desde su funcionalidad: no son los argumentos lo que construye estos relatos, sino los relatos los que buscan argumentos ad hoc para ser defendidos y sostenidos. Se puede estar de acuerdo con el qué critican, pero no con desde dónde, por qué y para qué lo hacen, porque parten del interés propio.
Es por esto que son “pegadizos” en una primera lectura pueden: parecer nuevos, originales y con cierto rigor. Y, sin duda, están pensados para conectarnos con emociones concretas.
Pero si rascas un poco, empiezas a ver las contradicciones, los agujeros del tamaño de un queso de Gruyère, pero, sobre todo, empiezas a reconocer el mensaje y, entonces, sólo entonces, eres consciente de que no es un mensaje nuevo, nada más lejos de la realidad, es un mensaje que siempre ha estado ahí, desde tiempos inmemoriales. Podríamos hablar también del otro extremo, del de los mensajes sin rigor, de los del hacer por hacer, de los del activismo o la mal entendida innovación educativa. Pero, me preocupan en esta ocasión aquellas perspectivas que conectan con una ideología muy concreta.
Por ejemplo, suele ser muy reactivos frente a la OCDE y las competencias, ya que argumentan que el fin último de estas es mercantilizar la educación. Sin embargo, suelen tener también como objetivo frecuente a la pedagogía, pese a que esta ha sido la primera en elaborar discursos y advertir sobre el problema de la mercantilización de la educación, antes incluso de que las competencias o la OCDE, aparecieran en el panorama educativo.
El problema radica en que pensar auténticamente es peligroso. El extraño humanismo de esta concepción bancaria se reduce a la tentativa de hacer de los hombres su contrario- un autómata, que es la negación de su vocación ontológica de ser más.
(Freire, 1970, p. 80)
Enarbolan el conocimiento como elemento central de la escuela para compensar desigualdades sociales pero, al mismo tiempo, rehúsan cualquier conexión sobre cómo se plantea el acceso a este para que ofrezca una igualdad real de oportunidades y desconocen conceptos tan relevantes en estos temas como el de «capital cultural».
Se acogen a investigaciones recientes pero las despojan de todo su contexto, su profundidad y, desde luego, no reconocen el sesgo en estas por estar realizadas desde una perspectiva concreta. Pervierten el sentido de la ciencia para convertirlo en una herramienta justificativa de sus relatos.
Así, por ejemplo, ensalzan la «instrucción directa» como método de enseñanza con “evidencias” de su efectividad según la ciencia, pero no por una cuestión científica. Sólo porque, en su imaginario, es lo más parecido a la clase al uso, la de toda la vida, la del “copia, haz ejercicios, y después reproduce en un examen” (ni clase magistral me atrevo a llamar a esto).
Y rechazan el ABP o cualquier otra cosa que suene a proyectos o metodología diferente, usando estudios leídos a medias en los que la conclusión sobre el ABP es que “hay que seguir investigando”. Porque el problema no es el ABP ni el flipped, ni las competencias, ni los ámbitos, ni los deberes, ni la pedagogía, ni las familias, ni la LOMLOE,… y que todos ellos tengan cuestiones más que discutibles (que las tienen y muchas). El problema es que alguien les diga cómo han de hacer las cosas y de ahí su odio enquistado hacia la pedagogía y el ensalzamiento de su condición de “especialistas” (para ellos sólo tiene cabida “su disciplina” pero olvidan interesadamente que su trabajo es la educación).
Sobre este tipo de profesional, el técnico, y su forma de concebir la docencia, se pronuncia Trillo (1994, pp. 71):
El técnico es muy individualista. Para él la enseñanza se resuelve en el aula; y en esta él, que es el primer prisionero del sistema, se reconoce como amo y señor: que nadie le entre, que nadie que sea su igual jerárquico (y ya no digamos aquel que para él es un inferior en estas cosas, como lo son los padres) le venga a decir lo que tiene que hacer puertas adentro. Puede sorprender que, traspasado el umbral de su aula, se muestre tan seguro; pero es que él o ella tienen un método: seguir lo que dice el libro de texto. Mientras lo hagan así́, está bien. No se reconocen, por tanto, ni como mediadores activos del libro de texto, ni ya no digamos del currículum.
Igualmente, es de recibo destacar que estos relatos son respaldados por algunas perspectivas de investigación que afirman rotundamente y, sin pudor, que el profesorado no debe investigar, sino que debe aplicar las técnicas que otros, los expertos y expertas, diseñan.
Y el profesorado que compra estos discursos, sin embargo, se pasa el día destacando lo preparado que está y le produce un tremendo rechazo que se le planteen necesidades o carencias formativas.
Estas concepciones, como planteaba con anterioridad, no son nuevas, están envueltas en nuevos lenguajes y nuevas formas de esparcirlas, pero son mensajes viejos.
Hasta aproximadamente los años 90 se discutía mucho sobre el tipo de profesional que debía ser el docente. Se hablaba de la necesidad de profesionales reflexivos (Schön, 1987), de lo intereses constitutivos del conocimiento de Habermas, de los profesionales técnicos, prácticos y críticos que establecían Zeichner y Liston (1987) y que en nuestro país recupera Trillo (1994). Y se hablaba de todo esto como respuesta a la mercantilización de la educación (fíjate tú y sin competencias) y a lo que Contreras (1997) llamaba «proletarización del profesorado» haciendo referencia a los mecanismos subversivos y poco explícitos por los que este perdía su autonomía y se convertía en un profesional técnico, aplicando métodos que otros diseñaban, sin ser dueño del conocimiento profesional de su campo que le permitiera diseñar y crear técnicas ajustadas a sus contextos (yo lo llamo ser chefs en lugar de pinches de cocina) .
Como decía, he visto cómo este sector del profesorado aplaude a las perspectivas de investigación que plantean de manera abierta que el profesorado no debe investigar sino aplicar los diseños de forma mecánica que desarrollen los investigadores, es decir que el rol del docente sea el de un técnico que aplique los métodos que diseñan otros, cuestión que choca diametralmente con reclamar que el profesorado sea autónomo y reflexivo en la toma de decisiones como se entiende desde las perspectivas práctica y crítica.
Al técnico le preocupa el cómo: cómo hacer lo que le dicen que haga. El qué hacer no es cosa suya, le viene dado […] El técnico es, por lo tanto, muy jerárquico, y asume sin cuestionar su condición: la más baja, según él (o ella) en el organigrama de cuantos tienen que ver con el currículum. Reproduce así́, sin saberlo, la clásica división entre lo intelectual y lo manual (que supondría aquí́ la puesta en práctica). En el reconocimiento de que «es un mandado», hay cierta resignación, pero también cierto alivio; la responsabilidad no es suya: «Que hagan bien las cosas» los otros…
(Trillo, 1994, pp. 70-71)
Hace falta recuperar estos discursos…
De un tiempo a esta parte, más que nunca ahora, este profesorado del que hablamos en el artículo se pasa el día resaltando la mercantilización y precarización del profesorado, pero la solución que se reclama es la tecnificación de la labor docente, la ausencia -la falta de necesidad incluso- de cualquier conocimiento pedagógico y el reconocimiento de la educación como un acto complejo que ocurre en un contexto concreto. Contexto que despojan de cualquier análisis para poder así, sostener sus relatos.
Todas estas cuestiones mercantilizan, precarizan, más aún la docencia y la educación. Y distraen de los verdaderos problemas, pero los mantiene como voces autorizadas del debate que circula siempre sobre sus ideas y sus argumentos.
Todo esto encaja a la perfección con un sentimiento que se ha inoculado a la sociedad moderna, a jóvenes y adultos, una idea que permite que todos estos viejos mensajes se esparzan con nuevos lenguajes que conectan con nuestras emociones. La idea es potente por su sencillez y sus posibilidades de manipulación: “Pensar está sobrevalorado, pensar es agotador y cansado”.
Y, en esto, ya se sabe, cuando alguien no quiere que pienses, es porque él o ella ya está pensando por ti.
Referencias
Contreras Domingo, J. (1997). La autonomía del profesorado. Morata
Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI
Herzog, B., Pecourt, J., & Hernández-i-Dobon, F.-J. (2015). La dialéctica de la excelencia académica: de la evaluación a la medición de la actividad científica. Arxius de Sociologia, 32, 69–82. Recuperado de: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5267579&orden=1&info=link
Schön, D. A. (1987). La formación de profesionales reflexivos. Hacia un diseño de la enseñanza y el aprendizaje en las profesiones. Paidós.
Trillo Alonso, F. (1994). El profesorado y el desarrollo curricular: tres estilos de hacer escuela. Cuadernos de Pedagogía, nº 228, pp. 70-74
Zeichner, K. Y Liston, D. P. (1987). Teaching students teachers to reflect. Harvard Educational Review, 57, 23-48.