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Reconozco que me saturan algunos debates que nos envuelven diariamente y que nos hacen malgastar tiempo y recursos como sociedad, provocando que asistamos a espectáculos con demasiada utilización de recursos demagógicos, cuando no directamente malintencionados. Pero pienso que de casi todo se pueden extraer consecuencias positivas y llevo días dándole vueltas al contenido de este artículo porque quiero extraerle algún jugo interesante a este asunto.
En este sentido, pienso que, las familias en nuestro hogar y los centros educativos en el aula durante el horario lectivo, podemos y debemos aprovechar los debates que nos rodean para educar, a nuestras hijas e hijos en un espacio y al alumnado en el otro. Sí, yo soy de los que está convencido que el papel de los centros educativos no es solo el de enseñar conocimientos, sino que también tienen el de educar, como las familias y, en muchos casos, ante la ausencia o el defectuoso hacer de éstas. Si nos creemos eso de actuar siempre en el interés superior de los menores, para mí no cabe otra interpretación.
Sobre las opiniones y la verdad
Hay quien pone al mismo nivel la opinión de todólogos -tertulianos o columnistas- que la de expertos de reconocido prestigio. Yo también tengo mi opinión respecto de algunas cuestiones que están en el candelero estas semanas -ley trans, ley solo sí es sí, eliminación del delito de sedición, modificación del delito de malversación, por ejemplo-, y podría entrar en el juego de exponerla aquí sobre cada caso, pero no lo haré porque no soy jurista y, sinceramente, lo que yo expresara debería considerarse irrelevante. Después de más de dos décadas implicado en el ámbito educativo, mi opinión sobre normas educativas puede ser de interés quizá para alguien, pero, fuera de ese ámbito -y de otros por experiencia formativa y vida laboral-, lo que expresara no pasaría de ser un fruto de la ignorancia atrevida.
Hay que explicar a nuestras nuevas generaciones que solo es una opinión fundada aquella que está soportada por el conocimiento real y con suficiente profundidad de un asunto o sector. Las no fundadas, se pueden conocer y respetar, pero no considerarlas verdad. Además, la verdad, en casi todos los terrenos de la vida, solo existe por aproximación como suma de las posibles visiones de un mismo hecho, pero nunca de forma absoluta. Y nuestra obligación es enseñar a cuestionar la verdad aceptada, no a asumirla de forma acrítica. La evolución social se basa en ese cuestionamiento.
Hemos oído y leído demasiadas veces que se deben respetar todas las opiniones; discrepo totalmente. El respeto debe tenerse por las personas, incluso aunque hagan todo lo posible por no merecerlo, pero todas las opiniones no son respetables, aunque se expongan en espacios democráticos, como por ejemplo los parlamentos. Cuando alguien expresa su opinión en el sentido de atacar la vida de los demás, vulnerando los derechos humanos, su voz debe ser enfrentada. No todo se debe tolerar sin más, por entender que la libertad de expresión es ilimitada. Y nuestra obligación es enseñar que todos los derechos tienen límites y comportan obligaciones. La convivencia pacífica solo se puede construir sobre esa realidad.
Nuestra libertad de expresión, que nos da derecho a exponer nuestra opinión, no incluye un supuesto derecho a tener blindaje ante respuestas e incluso críticas, porque quien opina tiene que aceptar que existirán opiniones en sentido tanto coincidente como contrario. Es como las bromas: si te gusta gastarlas, debes estar preparado para soportarlas. De lo contrario, mejor no hacerlas. Es una cuestión de coherencia. Y tenemos que enseñar que nuestras opiniones pueden recibir contestaciones, por lo que conviene que nuestros menores entiendan que, antes de hablar, es sano sopesar si podremos soportar las reacciones que provoquemos.
Sobre el error y cómo actuar ante ellos
Quienes hemos tenido en algún momento vivencias con recién nacidos y menores en sus primeros años de vida -en nuestras casas, centros educativos u otros centros-, hemos observado cómo aprenden bajo la fórmula de ensayo y error; una fórmula simple y efectiva. A diferencia de los adultos, ni tienen miedo a ensayar, ni vergüenza ante el error. Sencillamente, aprenden y modifican sus actos hasta que consiguen no errar. Sin esa elemental forma de proceder, es posible que siguiéramos siendo una especie poco evolucionada o incluso desaparecida.
Sin embargo, a medida que crecemos dejamos de lado esa práctica en mayor o menor medida, llegando muchas personas a rechazar cualquier iniciativa que signifique un posible cambio. Preferir progresar o que nada cambie, son dos actitudes opuestas que guardan relación directa con nuestra aceptación o rechazo a salir de la zona de confort. Pero nada es eterno, y si nada cambia, lo único que tenemos seguro es que nuestros defectos como sociedad no desaparecerán. Así que debemos enseñar a los menores que, para mejorar, es vital practicar el riesgo de ensayar y enfrentar el miedo ante un posible error.
Errar es consustancial a cualquier actividad humana; solo es posible evitarlo quizás en un escenario de perfección absoluta, algo inexistente e inalcanzable, afortunadamente. Por tanto, la diferencia entre los seres humanos no radica en la capacidad para nunca cometer errores, sino en cómo enfrentar los que se cometen. Hay quien niega haberlos cometido, incluso cuando son evidentes a ojos de los demás, y quienes los reconocen a regañadientes, pero intentando hacer ver que no tuvieron otra alternativa o que el origen del error no fue de su autoría. Quienes así actúan quedan, tarde o temprano, descubiertos y desacreditados.
En mi opinión, nada legitima más a quien comete un error que reconocerlo y ponerse rápida y eficazmente a corregir las consecuencias del fallo cometido. Quienes observan ese comportamiento, reconocen la valía personal de quien así actúa. Entiendo que haya escenarios donde es difícil asumir errores en público, por ejemplo en la política, porque la oposición, en lugar de aceptar el hecho y dar tiempo a enmendar lo sucedido, aprovecha a menudo para exigir dimisiones de los demás con tanta facilidad como asume e incluso tapa los fallos de los suyos. Pero, en la gestión de los errores, no es el escenario político el ejemplo a seguir. Así que debemos cambiar esta forma de actuar en sociedad, por lo que tenemos que enseñar a nuestros menores que van a errar en algunas de sus decisiones y actuaciones, y que deberán enfrentarlos, asumirlos, corregirlos y aprender, así como que deberán aceptar que los demás se equivoquen y los reconozcan, dándoles tiempo para que actúen de la misma forma.
La inacción también es una forma de actuar, pero negativa
Es habitual encontrar personas que, ante los comportamientos inadecuados de los demás, prefieren guardar silencio y no actuar. Como se suele decir, se ponen de perfil. Piensan, erróneamente, que actuar de esa manera les deja a salvo de las consecuencias que tendría intervenir, como si esa inacción fuera inocua, especialmente para sí mismas. Nada más lejos de la realidad, porque la vida es como la energía, que ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma. Cuando deciden dejar hacer al resto lo que les parezca, resultan afectados igualmente ante sus actos. Quizá no sean conscientes porque prefieren cerrar los ojos, pero desde entonces se obligan a no volver a abrirlos. Es decir, decidir no actuar les transforma en algo peor, en seres ineficaces que podrían ayudar a cambiar las cosas pero que prefieren que sigan funcionando de manera defectuosa para no salir de esa zona de confort que han ido construyendo para protegerse.
En ese escenario, la impunidad de quienes no encuentran oposición para sus actos les permite llevarlos a cabo, crecerse por la falta de freno a sus desmanes, y aumentar la presión sin trabas para dejar a quienes cerraron los ojos sin posibilidades ni ganas de reabrirlos. Ese caldo de cultivo no suele llevar a lugares positivos, sino todo lo contrario. Es condición necesaria, aunque no suficiente, para que las tesis más involucionistas se abran paso y ganen terreno. Para evitarlo, se debe enseñar que la acción ante lo negativo, ante lo dañino, debe producirse. Que no hacer nada es un camino profundamente equivocado que conduce a la pérdida de derechos conquistados, a la construcción de una sociedad peor donde el que abusa gana, donde el que aplasta logra el poder, donde el que acalla al resto es el único que habla, aunque en realidad acaba gritando y solo escucha su eco, señal de que está ganando su guerra particular.
Nuestros menores deben entender todo esto y aprender que deben hablar, dar credibilidad solo a quien realmente la tenga, cuestionar la versión que les venden como verdad absoluta e inmutable, atreverse a ensayar y errar, reconocer sus errores y aprender de ellos, y actuar para cambiar la realidad negativa que les rodea. El futuro será mejor solo si somos capaces de enseñarles a ser mejores que quienes les enseñamos; si les educamos en la lucha de hacer prevalecer los derechos de todas las personas, enfrentándose democráticamente a quienes piensan que tienen derecho a hacer callar al resto porque parten de la base de que el poder les pertenece y que todo vale para conservarlo.
Luchar sirve, callar no. Y usar los debates que nos rodean para enseñarles a hablar, es el mejor de los caminos. La educación de las nuevas generaciones no es una opción, es un derecho que les asiste pero también una obligación para las anteriores. Cumplamos con ella.