Parece que genera un poco de estrés e incluso algo de trauma, diría yo, entender la escuela dentro de algo diferente a su función tradicional, esto es, enseñar. No pretendo ni mucho menos rebatir dicha defensa en este artículo, ya que entraríamos en un terreno lleno de matices ideológicos que es interesante que se discutan –no digo que no–, pero no llegaríamos a ninguna conclusión que no pase por “lanzarnos al cuello” unos a otros, una vez más. Reconozco que yo mismo en ocasiones, como director de un instituto público y profesor, me he enfrentado muchas veces a esos dilemas que me han llegado a llenar de incertidumbre. ¿Qué es la escuela? ¿Cuál es su función principal?
Les cuento una anécdota que, este curso, me hizo ver las cosas de otra manera y aliviar ese estrés del que hablo. En esta última parte del año se han llevado a cabo en los centros escolares públicos españoles dos procesos democráticos diferentes: por un lado, la renovación parcial del consejo escolar y, por otro, las elecciones sindicales del profesorado. Me voy a detener en el primero. Como saben, los consejos escolares son entidades poco conocidas, y mucho menos por parte de familias y alumnado (vamos a ser realistas, no perciben que sirvan para mucho). Esto es una realidad preocupante que choca con sus verdaderas funciones en el seno de la conformación de los órganos colegiados para la organización y funcionamiento de un colegio o instituto.
Pues bien, un día, casi en los últimos instantes del período de presentación de candidaturas para esa convocatoria bianual de renovación, se presentó una madre en mi despacho, que me saludó amablemente (tengo que decir que de entrada la confundí con alguna profesora nueva). Acto seguido me comentó que estaba muy ilusionada por presentar candidatura, que le parecía importante estar ahí, al lado de la educación de nuestros hijos e hijas, y que estaba dispuesta, por encima de todo, a colaborar con lo que hiciese falta. Se despidió con una sonrisa.
Esta amena conversación me dejó pensando y me dije a mí mismo: “¡Caray!, qué alejados estamos muchas veces los centros de las familias, y viceversa, y qué importante sería si ese sentido participativo, democrático y colectivo sobrevolara a ras cada rincón de la escuela, principal proyecto social que puede aspirar a ello, al menos como espejo para otras esferas de nuestra vida». César Rendueles, en su ensayo Contra la igualdad de oportunidades (Seix Barral, 2020), ya refleja el impacto que tiene para aspirar a una democracia igualitaria lo que proporciona la educación reglada, “como elemento central de un proyecto de emancipación colectiva y de construcción individual de una vida digna”, según sus propias palabras.
De entre las distintas acepciones recogidas por el Diccionario de la Real Academia (DRAE) sobre la palabra “participar”, extraemos un nexo que las une a todas: “Tener algo en común”. Y así es en la concepción democrática e igualitarista de la escuela: las personas que se unen y se agrupan en teoría nutren el sentido de su participación en un marco de cultura comunicativa y, sobre todo, colaborativa: todos tienen o quieren tener ese algo en común (el alumnado delegado y los representantes del claustro o del consejo escolar son algunos ejemplos de esa voz y ese voto individual a la vez que comunitario), y aspiran a hacerlo en igualdad de condiciones. Pero, ¿produce en sus inercias la escuela ese sentido, o es, en cambio, reproductora de asimetrías relacionales en donde las jerarquías y factores reproductores de desigualdad social y cultural se imponen a una visión promotora de la igualdad en escuela en un deseable clima de confianza y cooperación?
¿Han preguntado, como equipo directivo, de qué manera y sobre qué temas querrían participar las familias en la vida del centro?
Es evidente que, en ese laborioso camino, la participación no es algo que se pueda forzar. ¿Cuántas veces no nos sonará la circunstancia de que haya que estar “persiguiendo” a familias, alumnado y docentes para que formen parte de esas iniciativas participativas que han sido reconocidas en muchos estudios como factores clave para buscar la igualdad social? En ese sentido, recuerdo las palabras de una profesora que tuve en mis últimos estudios universitarios, cuando le comentaba, preocupado, la escasa participación en una charla que organizamos dirigida a familias. Ella me dijo algo que me sigue pareciendo relevante: ¿Han preguntado, como equipo directivo, de qué manera y sobre qué temas querrían participar las familias en la vida del centro?
Y esa pregunta, que sigue circulando por mi cabeza algunos años después, me lleva a la idea de que el igualitarismo en la escuela no es un principio logrado, ni mucho menos (cargamos cada uno de nosotros demasiado en nuestras “mochilas” vitales), pero sí es una aspiración que debe cuestionarse y aprenderse, como otros saberes necesarios hoy en día. La participación, la ciudadanía o la democracia escolar no son elementos que vienen “de serie”, por lo que es función de la escuela –y aquí enlazo con el inicio– trabajar para edificarlos en común. ¿Cuántas de nuestras dinámicas escolares, fruto de una asfixiante burocratización de todos los procesos, dentro y fuera del aula, no están marcadas por un enfoque directivo, vertical, teórico y casi exclusivamente normativo? ¿Qué papel tienen en esas dinámicas participativas, si las hay, los colectivos más infrarrepresentados en la historia?
Algunas propuestas para trabajar a través de redes (de aprendizaje-servicio, en comunidades de aprendizaje, de escuelas democráticas, consejos municipales infantiles, asociaciones de alumnado, grupos interactivos, etc.) caminan en esa otra dirección socializadora, pero chocan con una escuela fiscalizada, sobrecargada y en permanente tensión, en donde se sigue zarandeando el rol de los profesionales de la educación, representantes de una forma de autoridad moral que no tiene nada que ver con la imposición o lo coercitivo, sino como dinamizadores de ese diálogo igualitarista en la escuela del que el alumnado –y también, por qué no, sus familias– debe ser los grandes beneficiarios .
Por lo tanto, recupero el sentido de la conversación con aquella madre, y me quedo con él. Revivo el intercambio de las reflexiones con aquella profesora, y traslado su consejo a esa idea de escuela democrática a la que muchos aspiramos, al igual que aspiramos a tener modelos de vida conducentes al ansiado igualitarismo como proyecto colectivo que mejore nuestra calidad de vida en cualquiera de sus rincones. ¿Por qué no empezar por la escuela?