Una de las palabras más pronunciadas, pensadas y acentuadas en todos los escenarios escolares es el de la inteligencia. Es muy frecuente escuchar sobre “tal niño es muy inteligente”, o “tal estudiante no lo es tanto”. La inteligencia parece ser la clave para que califiquemos o evaluemos el ritmo y el caminar de todos los niños, niñas y adolescentes que recibimos en las aulas. Llegamos a afirmar que solo los inteligentes aprueban. O que aquellos que no rinden académicamente es porque no son suficientemente inteligentes. Es más generalizado relacionar inteligencia con resultados que con capacidades de resolver problemas en los procesos.
Así pues, a pesar del significativo avance neurocientífico y del incremento de tantas discusiones y debates que desde hace ya mucho tiempo ponen en dudas las famosas “pruebas de inteligencia”, en el imaginario colectivo docente la inteligencia sigue siendo una de esas palabras claves para la manera como se perfila, diseña, piensa y realiza la labor educativa en las instituciones. Y, sin embargo, la problemática pedagógica pasa mucho no por la carencia de inteligencia sino por la manera de definirla.
Hay un problema al que quiero referirme y al que ponemos poca atención, por lo menos en entornos académicos y educativos que he podido conocer. Se trata de esa desvinculación o desconexión que nos figuramos existe entre la inteligencia y la afectividad. Como que se puede ser muy inteligente sin nada de afecto, o que se puede ser muy afectivo no siendo tan inteligente. De esa manera, muchas veces buscamos en el escolar con bajo rendimiento (es decir, que no creemos que sea muy inteligente) causas más técnicas, académicas, o incluso exclusivamente neurológicas para alcanzar las respuestas sobre su bajo rendimiento.
Como el clima de afecto, la calidad de las relaciones o el escenario de resguardo emocional no son relacionados con la inteligencia, no buscamos en estos elementos alguna respuesta o explicación.
Cyrulnik, el científico francés de la resiliencia (basado en su vasta experiencia con niños y niñas en lugares donde se ha sufrido la guerra en todas sus formas), nos plantea una posición muy interesante en su libro De cuerpo y alma. Neuronas y afectos: la conquista del bienestar. Podemos leer: “Curiosa imposición de la condición humana: sin la presencia de otro no podemos llegar a ser nosotros mismos, como lo revelan en el escáner las atrofias cerebrales de niños privados de afecto (…) Para llegar a ser inteligentes, debemos ser amados”.
Si como profesores anhelamos fortalecer la inteligencia, para que ello contribuya a una vida plena de nuestros estudiantes, entonces es imperativo que empecemos a ponerle atención a las circunstancias socioafectivas de su vida. Siempre será importante el análisis y la reflexión sobre los aspectos metodológicos de nuestro trabajo docente; siempre será útil considerar las estrategias más adecuadas para la creación del interés, la curiosidad y la afirmación de aprendizajes; siempre deberá seguir siendo una inquietud significativa que nos preocupemos por la situación bioneurológica de quienes aprenden. Claro que todo eso es importante. Pero no olvidemos que el punto de partida y de creación de la inteligencia va a estar en el entorno afectivo. En el amor.
Fuera de esos ejemplos de seres geniales provenientes de lugares e historias de ausencia afectiva, deberemos tener siempre muy presente la importancia del amor, de la afectividad física y emocional, de las relaciones nutritivas en la construcción y la práctica de una inteligencia humana, tan necesaria como fundamental para aprender. La insistencia y valoración de un modelo educativo relacional basado en el diálogo, la escucha y la libertad responsable, es el factor más poderoso para crear seres humanos inteligentes.
Y como no podemos asegurar la calidad afectiva en todos los espacios en los que transcurre su vida, sí podemos (y debemos) tener el compromiso de nuestro afecto real, concreto y potenciador. De amor por nuestros estudiantes.