Era un día frío del mes de diciembre. Aunque el sol brillaba y el cielo aparecía despejado los telediarios habían avisado el día anterior de que el invierno estaba llegando por fin. En una explanada amplia de un barrio de Madrid un grupo de personas esperaba pacientemente a que dieran las doce y cuarto de la mañana.
Una de ellas caminaba por el espacio: iba dando pequeños saltos, como si quisiese calentarse del frío que, a pesar de la época del año, les había pillado por sorpresa. En uno de los saltos perdió ligeramente el equilibrio, y aunque apenas fue perceptible, levantó la mirada para constatar que nadie lo había visto. Enfrente, otra persona esbozó media sonrisa, quién sabe si a causa del casi invisible tropezón o porque sus pensamientos, en los que parecía enfrascarse desde hacía un buen rato, le devolvían una imagen amable.
La persona que había tropezado no pudo soportar esa media sonrisa que interpretó como una burla ofensiva. Se dirigió a grandes pasos hacia esa boca que dejó de sonreír inmediatamente y se tensó, y levantó un puño como aviso de lo que estaba a punto de hacer. La sonrisa y el cuerpo que la sostenían empezaron a andar rápidamente y apenas un par de segundos más tarde, echaron a correr. Las personas que esperaban en la explanada dirigieron sus miradas hacia la carrera: algunas de ellas sonreían divertidas por el espectáculo. Otras evitaban levantar la cabeza y observaban de reojo. Una o dos miraban la escena con desaprobación, pero no se decidían a actuar. La persona dueña del puño amenazante intentó correr detrás de la persona dueña de la sonrisa, pero había perdido cierta distancia y se veía incapaz de darle alcance, así que se paró en medio de la explanada, cogió aire y gritó con todas sus fuerzas:
– ¡Eso, maricón, que eres un maricón! ¡Corre, nenaza, corre! ¡Verás cuando vuelvas!
Pero la sonrisa que ya no era sonrisa y el cuerpo que la sostenía no dejaron de correr hasta que apareció ella.
La profe.
Efectivamente, la persona dueña de la sonrisa que ya no era sonrisa y la persona dueña del puño que se alzaba en lo alto eran niños. Niños de diez años. Y estaban en el cole.
La profe que aparece en la escena no es una vecina del barrio. Lleva varios años trabajando en el colegio y está contenta: los niños y niñas son amables, las familias también. Los conflictos son mínimos y cuando se dan se resuelven de forma muy tranquila. Normalmente las familias colaboran y el colegio es flexible, comprende y acompaña todas las situaciones hasta donde puede y tiene capacidad, obviamente. El claustro también es agradable y no hay grietas ni enfrentamientos, algo que resulta especialmente valioso en estos tiempos, ella lo sabe.
El mismo día del incidente del puño y la sonrisa, la profe se demoró un poco a la hora de la salida. Tenía que llamar a las familias de los dos niños en cuestión y comunicarles el incidente. El niño dueño del puño lloraba amargamente en el despacho de la Jefatura de Estudios:
– ¡Lo he dicho sin querer! ¡Se me ha escapado! ¡No lo he dicho en ese sentido!
El dueño de la sonrisa que nunca más fue sonrisa (al menos durante varios días), observaba y callaba. Miraba hacia abajo y balanceaba distraído las piernas. Cuando le preguntaron que cómo estaba, respondió “bien”. También dijo “no pasa nada”. El dueño del puño aprovechaba esas mínimas intervenciones para insistir:
– ¡Ves! ¡Si él dice que no pasa nada, es que no pasa nada! ¡Ha sido sin querer!
Finalmente llegó la madre del dueño del puño que, alarmada, había salido corriendo del trabajo. El padre no podía venir: también estaba trabajando pero por alguna razón no había salido corriendo. De hecho la profe no le había visto nunca. A la madre sí, cuando el chiquillo había estado enfermo alguna vez y en las reuniones generales.
Entró la madre en el despacho con la mirada gacha. Se puso delante de la profe:
– Perdona, de verdad. No sé qué ha podido pasar. Estoy segura de que no lo ha dicho con mala intención, en casa no decimos esas cosas.
El dueño del puño, ahora sí, agachó la cabeza. Con voz muy baja repitió su mantra:
– Ha sido sin querer. No lo he dicho en ese sentido.
El dueño de la sonrisa que ya no lo fue más seguía mirando hacia el suelo.
El lunes siguiente, la profe juntó a los niños y niñas de aquel grupo en el patio durante la clase de Educación Física. Les dijo que ese día no darían la clase normal, sino que hablarían de la escena del puño y la sonrisa. Les explicó que lo que había ocurrido era un ejercicio de violencia: violencia física, violencia verbal, violencia individual y grupal. Les habló de homofobia y de machismo, les habló de complicidad, de todos aquellos ojos que habían visto pero no habían actuado. Les preguntó, les escuchó. Y les pidió que pensaran acerca del tema para hacer un trabajo sobre ello en la siguiente clase.
Por la tarde, ya en casa, abrió el correo electrónico. Tenía varios mails de varias familias de aquel grupo manifestando su desacuerdo por la conversación mantenida en el patio. Por qué tienen que perder clase, decían unos. Por qué pagan justos por pecadores, por qué tienen que recibir todos el castigo de hacer un trabajo, decían otros. Por qué no se señala solo al culpable y se deja a los demás al margen, decían varios más. En todos los correos se repetía la misma frase: “solo son niños, estas son cosas de niños”.
La profe se preguntó qué concepto tendrían aquellas familias de los niños. De sus propios niños, concretamente. Ella trabajaba con muchos niños, convivía con muchos niños. En su vida había conocido a cientos, a miles de niños.
Tenían cosas de niños, es cierto: había observado que, en general, corrían y saltaban mucho más que las personas adultas, que cuando se caían parecían de goma. Que tenían un vocabulario limitado y que no la entendían cuando se explicaba con palabras y frases grandilocuentes, que usaban mucho el contacto físico para multiplicar su bagaje expresivo. Que tenía que ponerse en su piel para conectar con ellos. Que había tantos niños y niñas diferentes como personas adultas.
Pero nunca había pensado en la violencia como algo que les fuera propio. No más que de sí misma o de las personas adultas que la rodeaban. Y así se lo hizo saber, respondiendo correo a correo, a las familias que le habían escrito.
Le hizo saber que los niños y niñas no le parecían esencialmente violentos, y que los problemas que había en el patio del colegio eran los mismos que ella observaba cuando se reunía con sus propios amigos en un espacio público, o cuando cenaba con su familia, o cuando se iba de vacaciones en pareja: comentarios homófobos, violencia machista, racismo naturalizado, siempre presentes en las barras de los bares, en las cenas familiares, en los destinos vacacionales. Un sinfín de muestras de todo tipo de violencias en las noticias, en las calles, en las instituciones y, evidentemente, en la escuela. Cómo iba a salvarse de eso la escuela, cómo iba a protegerse. No le era posible aislarse, no era una isla que se pudiese fortificar. En ella convivían multitud de personas, mayores y pequeñas, todas nacidas y crecidas inmersas en la misma estructura de barras de bar, cenas familiares, destinos vacacionales, noticias, calles, instituciones. Era inviable protegerlas a todas dentro de la propia escuela que, para colmo, también estaba construida sobre los mismos patrones.
Lo que sí era posible era reflexionar sobre ello, sobre todo cuando se hacía visible, pararse, poner el foco de luz apuntando ahí, directamente y confrontarlo. Y cuando no era visible, visibilizarlo. Eso es lo que estaba haciendo ella, les dijo. No dejarlo pasar. No porque fueran cosas de niños, les dijo, sino porque era cosa de todos. Los niños no son más que una categoría de personas, añadió: forman parte de ese “todos” que deben participar de la confrontación de todas las formas de violencia.
Las familias que se habían quejado no lo entendieron. Algunas pidieron una cita en dirección, otras hablaron de una profe exagerada, amargada, que no entendía a los niños. Que no comprendía sus cosas. Que de una tontería estaba haciendo un mundo. Que estaba creando alarma, que estaba asustando a los propios niños. Alguno apuntó a una medida ideológica: “La educación debe estar exenta de toda ideología” repetían en el grupo de Whatsapp.
La profe lo compartió con una amiga con la que solía hablar: no son los niños, le decía su amiga, es la escuela. Es la escuela la que reproduce las violencias, la que las permite. Deberías pensar en salir de ahí, le recomendó. Buscarte una escuela más respetuosa, más alineada con tus valores. Una escuela con familias comprometidas, que sí entiendan lo que haces, lo que piensas. Una escuela donde seas útil. Ojalá desaparecieran las escuelas como la tuya, amiga. Ojalá, de hecho, desaparecieran todas las escuelas. Siento mucho por lo que estás pasando.
No lo entendía, se dijo la profe. Su amiga tampoco lo entendía. ¿Qué más daba si desaparecían las escuelas? ¿Libraría eso acaso a esos niños y niñas, al del puño, al de la sonrisa, a los que miraban sin decir nada, a las que agachaban la cabeza temerosas de ser las siguientes, de toda esa violencia? ¿Debía explicarle también a su amiga lo que pasaba en los bares, en las cenas familiares, en los viajes vacacionales? ¿Debía hablarle de los medios de comunicación, de las redes sociales? ¿Debía aclararle que no eran cosas de niños, que no eran cosas de las escuelas, que eran cosas de todas, suyas también?
Ese viernes la compañera de Música le hizo un gesto avisando de que la esperaban en el bar para tomar una cerveza. Era una costumbre del claustro que demostraba el buen ambiente reinante. Ella respondió con un pulgar en alto y se dirigió hacia el gimnasio para guardar el material. Cuando apenas unos minutos más tarde se paró en el cruce que llevaba al bar, justo al pie del parque donde estaban jugando muchos de sus alumnos, escuchó a dos hombres hablar. Estaban sentados en un banco en el que reposaban varias mochilas escolares y a su alrededor jugaban varios niños con un balón:
– ¿Viste el partido de ayer? – dijo uno, refiriéndose a un partido de fútbol importante que habían televisado.
– Sí, vaya tela con (aquí nombró a un jugador, la profe le conocía), vaya pedazo de maricón. Le veía correr y me daban ganas de… yo qué sé. Como siga así vamos hacia abajo.
– Ya ves, es que así no se puede.
– No, no se puede.
Al primero no le reconoció. Cuando el segundo levantó la cara reconoció en sus ojos un destello que instantáneamente supo haber visto antes. Brillaba también en los ojos del niño que, puño en alto, había corrido detrás del niño de la sonrisa apenas unos días antes.