Las violencias
Sobre el tema de este artículo escribí más de una vez en El Diario de la Educación. En cada una, cimbrado por acontecimientos en escuelas mexicanas o estadounidenses.
No es una materia agradable. No para mí. No por el asunto en abstracto, cuanto por las realidades dolorosas que revientan y empujan a no insensibilizarse con la nota roja que conquista mayores espacios en medios informativos.
Hay distintos tipos de violencias, como se sabe. La violencia en Ucrania, por ejemplo. Las interminables luchas entre palestinos y judíos. Hay otras formas, como las provocadas por las pandillas que azotan inmisericordes en países centroamericanos. O las que emergen del grito de inmigrantes que buscan un sitio donde vivir en países como Francia o España.
También hay violencias menos estridentes, pero mortíferas, como las del hambre y la desigualdad en naciones como Haití o las del África subsahariana. Aunque esta variante no es exclusiva y campea casi por todas partes, así sea Sudamérica o Asia meridional.
Violencias en grados salvajes (si las otras no lo son) sufren las mujeres en muchas áreas del mundo. Misma suerte sufren otros grupos humanos por ser distintos.
En fin, la historia de la Humanidad se ha escrito, es la carrera entre civilización y barbarie.
Ahora quiero detenerme en otra expresión de la violencia. La producida por la economía del narco que va saltando de país en país y, donde encuentra condiciones propicias, se instala larga y nocivamente.
México es, de larga data, uno de los paraísos del narcotráfico. A las razones de las políticas internas fallidas con gobiernos de divergentes signos políticos, se suma la vecindad con los Estados Unidos y el consumo desenfrenado de drogas. Las sustancias que un día fueron principalmente mariguana y cocaína, hoy se expanden sobre las alas letales del fentanilo, que produjo unos 275 muertos diariamente en los Estados Unidos entre 2020 y 2021.
Escuelas y violencia
Vivo en el conurbano de la capital del estado mexicano de Colima. Es el más pequeño de los 32 que conforman la geografía del país.
17 de las ciudades mexicanas se ubicaron en 2022 entre las 50 primeras del nada prestigioso ranking de ciudades más violentas del mundo, según el Consejo para la Seguridad Pública y la Justicia Penal.
Colima es la campeona mundial, con un promedio de 181,49 homicidios por cada 100 mil habitantes. El tercero más alto en la historia de dicha clasificación desde su origen en 2009. La capital del estado menos poblado del país, junto con otras diez ciudades, es comparada por Daniel Alonso Viña, periodista de El País, como más peligrosa que Puerto Príncipe, Haití, donde prácticamente no hay Estado y la mayoría de los barrios son controlados por bandas criminales. Su conclusión es contundente: “Esa ciudad sin agua potable y sin Ejército es más segura que (las mexicanas) Colima, Zamora, Ciudad Obregón, Zacatecas, Tijuana, Celaya o Uruapan.”
Vivir en Colima fue, durante décadas, motivo de orgullo, por su belleza y riqueza naturales, por la tranquilidad, nivel de vida y apreciada calidad educativa. Mucho de ello se desportilló en los años más recientes y acentuó su deterioro en los meses del nuevo gobierno local, promotor de la política de seguridad nacional que ofrece cuentas pésimas en el resto del país.
En estas semanas se presentó un hecho inédito en algunas escuelas: cartulinas presuntamente de grupos narcotraficantes, denunciando y amenazando a sus rivales. Ese tipo de materiales, mal escritos, descuidados, son comunes; a veces aparecen pegadas a los cuerpos de los victimados, en jardines o espacios públicos. Pero las escuelas no habían sido elegidas para intimidaciones.
La educación es siempre una apuesta por la paz, la formación ciudadana, la convivencia y la civilidad. Para cumplir su cometido, debe estar abrigada ella y tener certidumbre de seguridad
La decisión de las autoridades de la primera escuela en la que aparecieron fue inmediata: suspensión de actividades, abandono del plantel y retorno a las clases remotas, mientras el edificio era resguardado por militares. Otra cartulina en un centro de enseñanza secundaria amenazó a un directivo. Los medios locales tomaron el asunto y consultaron a padres y madres, maestros y el sindicato magisterial. Las respuestas son calcadas: temores, incertidumbre y exigencia de seguridad al gobierno. La contestación oficial es demagogia pura.
¿Es posible enseñar en entornos así? ¿Pueden tener alguna tranquilidad mamás y papás, el magisterio y los propios estudiantes, sabiendo que puede ocurrir algún incidente violento, en una ciudad donde hay ejecuciones en avenidas concurridas y a cualquier hora?
La educación es siempre una apuesta por la paz, la formación ciudadana, la convivencia y la civilidad. Para cumplir su cometido, debe estar abrigada ella y tener certidumbre de seguridad en el entorno. Las escuelas no podrán ser islas seguras en un archipiélago de violencia, parafraseando a Rafaelle Simone. O no lo podrán ser todo el tiempo y en cualquier circunstancia. No lo están siendo ya.
Si la escuela es el espacio republicano más relevante en la construcción de ciudadanía, su protección es una acción pública de prioridad máxima. Como sabemos, el presente de las escuelas es el futuro de las sociedades: ¿Este clima turbio y violento queremos perpetuar en nuestras escuelas y sociedades?
No hay una solución mágica, instantánea ni definitiva para el problema de la violencia social, menos desde el territorio de la escuela, pero soslayarla como realidad con una dimensión pedagógica, o profundizar inercias, puede conducir a una indefensión peligrosa también para los propósitos educativos.
A la acción gubernamental, insustituible y exigible, deben acompañarla estrategias novedosas en el clima escolar. Una intervención de sus protagonistas es también deseable. Maestros y directivos por un lado; estudiantes y maestros en otro ámbito, y todos ellos con las familias.
Escuela y violencia son antitéticos en una sociedad democrática. Aunque diferentes manifestaciones de violencias afloren en los centros escolares, no deben tener cabida y, cuando ocurran, la acción debe ser justa, oportuna y sensible. Todavía estamos lejos de lograrlo: mientras escribo los párrafos finales, leo que una estudiante de secundaria (14 años) murió a consecuencia de los golpes con piedra propinados por una compañera a la salida de clases.
Al desafío de la violencia e inseguridad en sus dimensiones económica, social y policíaca, debemos agregarle el componente pedagógico que reclama a la escuela, y a la sociedad, una determinación que salve del naufragio. El problema es social, pero desde el corazón de la escuela debemos intentar lo hoy impensado.