Comoquiera que el mítico programa de RTVE lleva en emisión desde 1991, suficiente ha llovido para poder hacer juegos de palabras con su nombre, que a su vez era ya una alusión a los Días de Radio de Woody Allen. Y titulando un artículo sobre educación escrito y publicado en junio, pues ya os podréis imaginar por dónde van los tiros.
Allá por los noventa, este que escribe, que unas veces no recuerda cosas de ayer pero, otras, cree recordar nítidamente lo de hace treinta años, asistía a la que parecía que iba a ser una clase más en su colegio, aunque con una edad que hoy sería de instituto. Seguro que me olvido de muchos detalles, pero mi mente eligió marcar a fuego una excepcionalidad: aquel día nos iban a poner una película.
Y recuerdo bien —o creo recordar— el alborozo general… ¡Una película! Ya daba igual cuál fuera: significaba que no tendríamos clase, o mejor dicho, una clase normal, lo cual siempre produce alegría, claro, ahora y treinta años ha. Pero creo recordar —o recuerdo— que había algo más: que era una alegría compartida por el hecho en sí de ver una película. Incluso aunque solo pudiésemos hacerlo con una pequeña televisión que apenas se distinguía como un punto azul pálido al final de esa alargada aula.
Ojo, que este no va a ser un artículo nostálgico sobre épocas pasadas, supuestamente mejores siempre en lo pedagógico. Seguramente se hacían algunas cosas mejor, pero más probablemente aún, se hacían muchas otras peor. En cualquier caso, mi anécdota se refiere menos a los contrastes con el pasado que, precisamente, al implacable e imperturbable continuísmo pseudodidáctico a lo largo de las épocas.
Porque ya no hay tanto alborozo con las películas en las aulas, eso está claro… pero sí sigue persistiendo la idea del cine como sedante juvenil. Aquel día nos estaban poniendo un chupete, y ese chupete es el mismo que se usa ahora de forma masiva y abusiva en tantas clases actuales, de junio y no solo de junio, que solo hay un final de curso, pero hay otros dos finales de trimestre. La diferencia solo está en que entonces el chupete funcionaba mejor, o eso creo recordar, pero solo porque aún no se había gastado de tanto usarlo.
Tampoco es un artículo contra el cine en el aula. Al contrario, y lo digo ya, que voy por el sexto párrafo y aún no he dicho la obviedad: el cine en el aula es un recurso magnífico, fantástico, potentísimo, dignísimo. Especialmente para trabajar en valores, a propósito. Que nadie hable mal de él por culpa de los días de chupete para tratar de contener al alumnado que aún viene a esas clases sin exámenes ni actividades previstas.
No lo digo solo yo, que no digo nada original. El cine es educativo desde que es cine, y sin metáforas: es tan potencialmente escolar como puede serlo una novela o un experimento científico. El cine, los documentales y cualquier otro tipo de proyección bien escogida. Y ni siquiera hay que esperar a hablar de los Freinet, quizá los más famosos pedagogos históricos promotores en su uso, porque aún los hubo muy anteriores, como relata María del Mar Pozo Andrés en este artículo, que cubre al respecto las tres primeras décadas del siglo XX, ante todo en España.
Os animo a leerlo con calma porque, aparte de ser un relato interesantísimo, no dejarán de sonarnos entre líneas ciertas situaciones asociadas al cine escolar —y a las pantallas, en general— que se repiten desde hace más de un siglo: problemas para financiar recursos y espacios, carencia de películas de libre distribución, envejecimiento de los medios y de las modas, desconfianzas menos o más fundadas nacidas del prejuicio o de un innegable mal uso, etc.
Ahora bien, desde el principio ya había quienes tenían muy claro algo muy coherente: que había que acompañar el visionado de los filmes —entonces, mudos— con las debidas explicaciones por parte de los docentes:
Así, en Bélgica, Alexis Sluys organizó la primera sesión demostrativa en 1908, en la Escuela Normal de Bruselas y ante un numeroso público, proyectándose sendas películas sobre Egipto y la aviación que fueron explicadas y comentadas por dos profesores especializados.
También parecía lógico la importancia de seleccionar bien las películas, adecuándose a la edad escolar y a los fines didácticos:
En Suiza se celebró una sesión inicial de cinematografía escolar el 6 de diciembre de 1913, en un cine ubicado en la localidad de La Chaux-de-Fonds. En ella participaron 3.600 niños, divididos en diferentes grupos y con un horario consecutivo. Los responsables pedagógicos de la experiencia pusieron un especial cuidado en la selección de los films, de manera que todos ellos tenían un carácter instructivo y eran asequibles a la mentalidad infantil.
Pero pronto empezaron a proyectarse filmes sin ton ni son; en efecto, igual que sigue haciéndose ahora e igual que se hacía ya mucho antes que en mi colegio…
La [modalidad de cine escolar en los años diez, veinte y treinta] más extendida por ser menos costosa y muy conveniente para los empresarios cinematográficos, era la organización de sesiones especiales para niños en cines públicos. Este sistema tenía poco de didáctico pues los maestros no podían elegir las películas, ni integrarlas en sus propios programas de enseñanza, ni preparar explicaciones complementarias. Además, la idoneidad de los films escogidos dejaba mucho que desear en la mayoría de las ocasiones.
Con todo, fueron muchos quienes, durante décadas, siguieron —y siguen, ahí tienen a @londones, por ejemplo— luchando por promover un cine en las aulas con verdadero valor educativo, a pesar de estos bucles eternos de los que nunca terminamos de salir.
Andado el socioconstructivismo, de las presentaciones unidireccionales se pasó a una herramienta preciosa: el cinefórum. Este suele describirse como un coloquio grupal a posteriori de la película pero, y tanto más cuanto más jóvenes sean los espectadores, sostengo firmemente que es más adecuado el uso del pause para contextualizar el argumento, para plantear preguntas sin aviso, para responder a las que surjan, para escuchar entre todos las impresiones del alumnado; en suma, para fomentar la interiorización no solo después, sino durante.
Pero nada de esto es fácil, lo fácil es darle al play y desentenderse. El alumnado protestará si detienes la película porque no está acostumbrado, precisamente por las decenas y decenas de largometrajes que puede llevar ya vistos sin supervisión en su paso por la escuela y que lleva años asociando al descanso pasivo. Y porque hay muchos alumnos y alumnas que, como es normal en su edad, suelen preferir desconectarse del todo y ni mirar al frente cuando se va un poco más allá de los lugares comunes, ya sabéis, con las pelis de pensar. Pero para eso estamos nosotros y nosotras.
Para elegir bien, y para garantizar que la película está siendo seguida con la misma atención y participación que la que también querríamos luego en cualquier otra clase. Y para ofrecer algo más que lo que ya se ofrece fuera de las escuelas en plena época del streaming individualizado, con lo que tiene eso de bueno; pero también individualizante, con lo que tiene eso de malo.
El cinefórum promueve que chicos y chicas tomen la palabra y escuchen a sus compañeros y compañeras para una enriquecedora experiencia colectiva, pero estas deben ser palabras inspiradas por la asunción activa del filme, tras la guía de un docente que ha preparado bien las sesiones y no lo ha reducido todo, en el mejor de los casos, a una ficha diseñada con preguntas deslavazadas sin más intención que la de mantenerlos ocupados un rato más.
Por hacernos una idea de hasta dónde hemos llegado con esta forma tan nefasta de desprestigiarnos a nosotros mismos, además de películas chorras de todo tipo, he visto cómo se llegado a proyectar en un instituto hasta Cincuenta sombras de Grey en un 2º de ESO, por no hablar de películas de terror y violencia extrema demasiado fuera de lugar.
Pero incluso cuando la película está bien escogida —que lo está muchísimas veces, quede claro, pues la mayoría del profesorado está empeñado en educar en valores, le pese a quien le pese— la actividad se queda a medias si se limita a una cuestión opcional para quienes les apetezca venir ese día o para quienes prefieran no ponerse mejor a charlar con las persianas bajadas.
Empero, insisto, el problema de verdad con el cine en las escuelas es que, aunque la película esté muy bien escogida y no se proyecte de forma pasiva, aun cuando detrás estén los más nobles propósitos, aun cuando las películas se asocien a la programación de cada materia no como parches improvisados sino de forma integrada con los elementos curriculares, y aun cuando las actividades vinculadas estén diseñadas con todo el mimo del mundo… el problema de verdad, decía, el problema principal es que ha llegado un punto en el que ya no hay alumnado que aguante tantas horas proyección seguidas. Sin más.
Son años y años así. Luego nos quejamos cuando la sociedad nos considera una guardería en el peor de los sentidos. Y ya no es raro escuchar decir a los chicos y chicas de cursos superiores que “para venir a ver películas, no vengo”. En los inferiores, por su parte, se está normalizando la existencia de coles que se emplean denodadamente, en colaboración con el aula matinal y el comedor, en barrer el catálogo completo de películas infantiles de animación, más clásicas o más modernas. Y hablo hasta de estrenos de la semana anterior.
El cine es un recurso excepcional, también con unas virtudes interdisciplinares brutales, pero, a pesar de todas esas semanas invertidas al año por cada curso, en realidad se está usando mucho menos de lo que parece. Hay que planificar las proyecciones con antelación y de forma coordinada entre departamentos —ante todo, para confirmar que el de Religión no las ha puesto ya— y evitar bombardearlos a películas, las que caigan, durante tantos y días al año y de forma además tan acrítica y pasiva.
Además, hay programas de innovación educativa que facilitan la inclusión del cine en las aulas —y la creación de cine, que es el siguiente paso—, aunque podrían ser más y mejor financiados, y disponer de catálogos más amplios con los permisos atados… pero ahí están. Como hace más de un siglo.
Nos corresponde tomar las riendas de este cacao, solo es cuestión de voluntad y de organizarse. Porque una mayor cultura audiovisual es clave para contrarrestar los mensajes de odio que los jóvenes consumen precisamente por la vía audiovisual, pues lo audiovisual tanto puede servir para combatir el fascismo… como, en malas manos, para promoverlo.
Bien, armémonos para la batalla cultural, usemos el cine como espejo del mundo, como toma de conciencia para tantos temas, pero sobre todo, de conciencia de clase que no debería estar adormecida… en clase. Y empecemos por reducir estos días de cine de fondo en favor de más días de aprendizaje real y de más días de cine, cine, cine, que diría Aute..
Más cine, por favor, que todo en la vida es cine y los sueños —pero los buenos— cine son.