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Hoy Maikel está en clase cuando llego. Es un hecho insólito, después de dos meses de pasear, con su inseparable Víctor, despacio, despacio, por el pasillo, solo para llegar lo más tarde posible a todas las clases de la mañana… Acaba de terminar la 2.ª evaluación. Su balance: nueve suspensos y dos expulsiones. Aprovechando que aún no ha llegado casi nadie, me acerco a él y le pregunto qué planes tiene para la tercera evaluación, para el curso, para la vida. «Profe, yo quiero aprobar», me contesta. «Claro», le digo, «pero es que los aprobados no salen de los árboles; los aprobados los tienes que plantar tú». Le he dicho muchas veces que yo sé que puede hacerlo, pero tiene que ponerse manos a la obra, y eso es lo que está en juego, precisamente: que pueda ponerse manos a la obra.
La capacidad de planificación y de adherencia de los adolescentes a cualquier plan es muy escasa, en general. En cambio, su capacidad para ilusionarse es casi infinita. Y la de construir castillos en el aire. Fantasean porque no pueden hacer un análisis ajustado de la realidad en la que están. Tan pronto se sienten capaces de todo como hundidos por la inmensidad de la tarea que tienen por delante. Y para eso estamos nosotras, las personas adultas a su alrededor: para ayudarles a volver al punto de equilibrio, a ajustar las expectativas sobre sí mismos. Soñar es necesario, pero hacerlo con proyectos que te desbordan de autoexigencia es acabar con el sueño tan rápidamente como lo concebiste.
Esta experiencia de desajuste entre lo que deseamos alcanzar y nuestra confianza en nuestra capacidad para alcanzarlo es muy común en las aulas de primaria y secundaria.
Una parte de mi trabajo es poner a mi alumnado delante una imagen de sí mismos que les ayude a seguir avanzando. La educación secundaria obligatoria debe estar al alcance de todos ellos y, por tanto, de una u otra forma, todas y todos deben tener acceso al título. Si partimos de esa premisa, se trata de ver a cada alumno y cada alumna en su propio camino hacia ese título. Sin embargo, de mi alumnado de 4.° ESO, hay quien solo va a poder obtenerlo en la Escuela de Personas Adultas, o accediendo directamente al grado medio. Y hay quien no lo obtendrá nunca: con 17 años y 10 o más asignaturas pendientes de cursos anteriores, ahora se ven con el agua al cuello, boqueando con desesperación porque ven cómo ha escapado, casi sin darse cuenta, la oportunidad de acceder a un lugar mejor, donde no se sientan aprisionados: la formación profesional, básica o de grado medio, les parece la panacea, y los centros de FP el paraíso comparados con su instituto… pero, sin título, no hay paraíso.
«Ya hemos hablado de lo que tienes que hacer para recuperar mi asignatura, pero tienes más asignaturas, y hay que dedicar un poco de tiempo y de ganas en el aula». Mi materia no es importante, se lo digo desde el primer día de clase, pero sí necesito que en nuestra clase se pueda trabajar, porque hay personas con diferentes objetivos. A día de hoy, tengo dos alumnos preparando las pruebas de acceso, varios que hacen tareas de otras materias, y la mitad que se concentran en el trabajo que yo les propongo. Mi batalla está en conseguir que las personas que quieran utilizar su tiempo en aprender, de mi asignatura o de otras, puedan hacerlo. Que los que han decidido abandonar lo reconsideren cada día, con propuestas de trabajo a su alcance, con planteamientos estratégicos que les ayuden a visualizar alguna posibilidad alcanzable para su futuro, con conversaciones sobre la realidad y sobre los sueños. Y con pocos juicios, especialmente si son de tipo final o apocalíptico.
Lo importante es que anden un camino, que no se dejen morir en la cuneta
Para mí, es importante poder decirles que cualquier punto es bueno para empezar a trabajar: lejos de mensajes vengativos sobre asumir la responsabilidad de haber desperdiciado dos tercios de curso (o de la etapa) sin hacer nada; lejos de medias que penalizan sus decisiones pasadas lastrando su futuro. Creo que el mensaje para estas personas, que están ya cerca de la adultez, pero siguen siendo, muchas horas, niñas y, sobre todo, niños, debe ser un mensaje de esperanza: si empiezas hoy tu camino, hoy ya estarás más cerca de llegar a algún sitio. Es obvio que si hubieran empezado antes llegarían más lejos; pero lo importante es que anden un camino, que no se dejen morir en la cuneta.
Maikel me mira mientras hablamos, y se le empiezan a irritar los ojos. Lo dejo tranquilo, porque ya están llegando sus compañeros, y tiene que recomponerse de cualesquiera que hayan sido los pensamientos que han cruzado su cabeza mientras hablábamos del presente y del futuro. Media hora después de empezar la clase, el conserje viene a buscarle: va a firmar, junto con su familia, un expediente de 5 días de expulsión por acumulación de partes. Posiblemente sea el último. Cuando vuelve se sienta en su sitio, y empieza a estudiar con el libro de otra asignatura. Si fuera una viñeta, nubes tormentosas estarían acumulándose por encima de su cabeza.
Mi formación como especialista de mi materia es, a todas luces, insuficiente para acometer estas tareas. Es importante que yo me sienta cómoda soltando y retomando cualquier tema que aparezca en el currículum de mi asignatura, y de otras asignaturas relacionadas. Que lo recorra entero, que lo ofrezca, que evalúe lo que ellas y ellos han logrado. Pero en el momento actual, a muchos de ellos solo les sirve mi humanidad, mi capacidad de entender por lo que están pasando. Sin eso, veo difícil que quieran aprender nada de lo que yo les cuento, que ni siquiera lleguen a entender que necesitan aprender un mínimo de cosas para que yo pueda decir que están aprobados. Mi humanidad es un requisito imprescindible para que Maikel siquiera considere empezar a trabajar en mi materia, y en las demás materias; porque no se atreve a mirar él solo hacia lo que tiene por delante, no vaya a ser un precipicio; y no puede tomar las decisiones necesarias para ser director de su propia vida sin construir una imagen de sus posibles futuros. Mi humanidad, y el reconocimiento de la suya, que en esto somos iguales, él y yo.
PS. Esta es una historia que no acaba bien. Casi nunca acaba bien. Maikel lleva más de un mes sin venir a clase, y no es el único. De mi alumnado de 4.° de la ESO, cerca del 30 % han abandonado ya el curso. Hay quien viene para ver a sus amigos y amigas, o para ocultar a su familia —aún esperanzada— lo que está a punto de ocurrir. Pero de ese 30 % la mayoría, directamente, no viene. No hemos conseguido enseñarles el valor de terminar sus estudios obligatorios con un título. O, simplemente, no hemos conseguido que crean que ese título puede ser suyo.
2 comentarios
Coincido plenamente, despues de 20 cursos en PGS, PCPI y por último FP básica, es necesario un replanteamiento en el marco de la verdadera inclusión educativa.
Desde los años 60 con medidas y más medidas de motivación y demás para al final descubrir que es imposible eliminar el rozamiento de las máquinas (lo de asimilarlo ya cuesta más para algunos). Creo que tu forma de proceder ha sido excelente, pero igual que no le pedimos al repartidor de Telepizza que acabe con el hambre en el mundo, deberíamos pensar también en los límites de la educación.