Durante muchos años, los docentes hemos reclamado poder hacer efectivo ese tercer grado de concreción curricular que la ley nos atribuye. Lejos de vernos como artífices de nuestras respectivas programaciones anuales, nos hemos visto abocados no pocas veces a llevar a las aulas contenidos que nos parecían prematuros o inadecuados y empujados por un ritmo frenético incompatible con el aprendizaje. De ahí que muchas veces hayamos sentido como vana tarea burocrática lo que hubiera debido ser un ejercicio de reflexión, investigación y toma de decisiones.
Para poder hacer realidad la autonomía docente son necesarias, entre otras, dos condiciones. Una: disponer de tiempo para elaborar y desarrollar la propia programación didáctica –selección del qué y articulación del cómo–; de un tiempo que ha de ser tanto más dilatado cuanto mayores son los cambios introducidos en la legislación. Y dos: que realmente haya margen para dicha autonomía en lo relativo a la concreción curricular; esto es, que la Administración educativa no prescriba al milímetro cuanto ha de “verse” en las aulas, invadiendo el espacio que corresponde a los equipos docentes.
Empecemos por lo segundo. La mayor parte de los decretos de enseñanzas mínimas derivados de las diferentes leyes educativas han desplegado unos listados tan exhaustivos de contenidos para cada uno de los cursos, que cualquier decisión que se alejara del frenético cabalgar por los epígrafes del temario era vista con desconfianza. De ahí el clamor de tantos docentes por ver aligerados los currículos y por recuperar una recualificación profesional crecientemente arrebatada.
¿Satisface la Lomloe este anhelo? Sí y no. La Logse y la Lomloe son las dos únicas leyes educativas de la democracia que han planteado currículos semiabiertos y flexibles, proponiendo bloques de contenidos o de saberes efectivamente orientados a los puntos de llegada (sean objetivos o competencias, alineados unos y otras con los países de nuestro entorno), pero dejando margen para su concreción en las aulas.
Veamos un ejemplo. Si el objetivo de la educación literaria es consolidar hábitos lectores, desarrollar habilidades de interpretación de textos literarios y transmitir un cierto mapa de la cultura, son muchos los caminos posibles que se abren ante nosotros. “¿Hay que dar a Lope de Vega?”, me preguntaba hace no mucho un periodista. ¿Y a Calderón?, fue mi respuesta. ¿A Góngora y Quevedo? ¿A Garcilaso? ¿Por qué Lope y no Shakespeare o Molière? Cervantes, por supuesto. ¿Y qué hacer con la inadmisible ausencia de autoras? ¿Incorporamos al currículo escolar también a Teresa de Jesús, María de Zayas, Sor Juana Inés de la Cruz? ¿Debe el currículo nombrarlos a todos? Clásicos sí, por supuesto. La pregunta es cuáles, cuándo y cómo. Y para esa respuesta la Lomloe confía en el profesorado.
Pese a lo que muchos sostienen, los decretos de enseñanzas mínimas no han sido elaborados por “expertos de despacho”, sino por docentes de dilatada experiencia en las aulas. Y la selección de los saberes ha estado orientada por la investigación disciplinar y didáctica.
De este modo, si la didáctica de la literatura subraya la necesidad de configurar itinerarios de progreso a lo largo de la educación obligatoria que conjuguen los criterios de calidad, adecuación a los lectores a que van destinados, y diversidad (en sus temas, géneros, estructuras, lenguajes, contextos culturales, etc.), y ante la imposibilidad –y la inconveniencia– de ofrecer un corpus cerrado para cada uno de los cursos, ¿qué mejor que dejar la toma de decisiones en manos de los docentes?
Lo que no parece sensato, sin embargo, es que algunas administraciones autonómicas, resueltas a sabotear una ley que consideran patrimonio del adversario político, salten por encima del marco estatal, introduzcan desarrollos abiertamente incoherentes con la arquitectura curricular y fagociten, una vez más, el espacio que corresponde al profesorado.
Bien es verdad que la tardanza en la publicación de los decretos de enseñanzas mínimas y la precipitación en los plazos de implantación de la Lomloe han abonado el terreno para este y otros desmanes. Una ley educativa no debiera depender de los tiempos de la política, del cálculo de fechas de la próxima convocatoria electoral y del fundado temor a que un cambio de color político no permita siquiera un mínimo rodaje de los nuevos currículos. No podemos trabajar así. Por otra parte, creemos que la conformación de mesas de trabajo mixtas entre técnicos docentes de las diferentes administraciones –central y autonómicas– hubiera permitido conciliar la coherencia entre el necesario marco común y la diversidad territorial.
Pero es que, además, la distancia entre los tiempos de la política y los tiempos de los docentes es a veces abismal. Cuando aún no nos hemos recuperado de los estragos de la Covid en nuestro alumnado, cuando nos vemos apremiados a poner en marcha planes de digitalización en nuestros institutos que exigen una ingente cantidad de horas de formación, cuando los centros del profesorado han sido prácticamente desmantelados en algunas comunidades autónomas, ¿de dónde vamos a sacar el tiempo, la ilusión y la energía que un cambio como el auspiciado por la Lomloe exige?
Todo esto nos lleva a la segunda de las condiciones que recogíamos al inicio como indispensables para hacer efectiva la autonomía docente: necesitamos tiempo; necesitamos tiempos. ¿Cómo es posible que centenares de profesoras y profesores que no conocen aún sus centros de destino hayan de elaborar programaciones de aula que solo pueden surgir del diálogo y la coordinación de todo el departamento? ¿Cómo hacer propio un nuevo marco curricular sin foros de formación, discusión y debate? ¿De dónde sacar el tiempo para leer, reflexionar, investigar, elaborar materiales? Todo ello parece abocarnos a caer en brazos de las editoriales de libros de texto, que ya tomaron las decisiones por nosotros.
Programar no debería ser, jamás, una tediosa tarea burocrática. Una tarea, además, en ocasiones complicada hasta el absurdo por la imposición de sofisticadas e imposibles tablas que, lejos de facilitar, esterilizan una tarea genuinamente artesanal. Una programación no es sino una declaración de intenciones, fruto del cruce entre la legislación vigente y el conocimiento del propio contexto escolar, que habrá de ser desarrollada en torno a un conjunto de situaciones de aprendizaje cuyo diseño y elaboración también requiere tiempo, mucho tiempo.
Necesitamos un replanteamiento de la jornada laboral docente, lo hemos dicho ya otras veces. Pero, entre tanto, aprovechemos el margen de autonomía que la ley nos confiere. Que la ley no nos obligue a leer textos de la literatura medieval española en 3º ESO, pongamos por caso, no implica que nos prohíba hacerlo. Se trata, sencillamente, de que nos legitima para elegir otros textos y articular otros itinerarios. Esa es, al fin, nuestra responsabilidad.
1 comentario
Muy interesante reflexión, de la que elijo esta imagen: «… que, lejos de facilitar, esterilizan una tarea genuinamente artesanal». Esa genuina tarea artesanal es lo que me gusta reivindicar a través de la palabra oficio, como el equipaje profesional del docente. Enhorabuena.