Llega septiembre con su tradicional vuelta al cole, y los niños y niñas volverán a encontrarse con otra tradición: las aulas. Réplicas exactas unas de otras, con sus pupitres idénticos, sillas y pizarras. Si echamos la vista atrás, podríamos decir que si las comparamos con las aulas donde aprendían nuestros abuelos, el único elemento diferenciador sería la presencia, en algunos casos, de nuevas tecnologías.
Pero los tiempos han cambiado, y la velocidad con la que se suceden los cambios, también. Nuestro contexto actual está definido por la inmediatez y la hiperconexión, la volatilidad y por grandes retos a escala global para los que debemos plantear soluciones ahora y en el futuro. Hoy sabemos que el aprendizaje está conectado con el contexto físico, y que los espacios educativos que fomentan el movimiento y el juego, que permiten experimentar y probar son la clave para activar la creatividad, que se estimula con el cambio y lo inesperado.
Si queremos que nuestros estudiantes crezcan, aprendan y estén preparados para el futuro, para lidiar con su realidad y con las incertidumbres que vienen, no nos queda otra: debemos adaptar sus espacios de aprendizaje.
Si comparamos un plano de una escuela tradicional con el de un centro penitenciario, encontraremos, por desgracia, muy pocas diferencias. ¿Es una cárcel el mejor entorno para aprender? El mejor, seguro que no. La libertad, el movimiento y la experimentación son elementos esenciales en el proceso de adquirir conocimientos, y para que puedan prosperar, debemos contar con espacios que los tengan en cuenta. Además, si no todos aprendemos de la misma manera, es evidente el problema que nos plantea contar con espacios rígidos y uniformes.
Debemos apostar por espacios de aprendizaje que inviten a los alumnos y alumnas a ser los protagonistas de su proceso, que permitan a los docentes transmitir sus conocimientos y guiarles en sus caminos de estudio y crecimiento, permitiéndoles experimentar y explorar para inspirarse. Cada vez encontramos más proyectos así en todo el mundo, y cada vez son más los estudios de diseño, los centros y las familias que buscan y crean centros de aprendizaje adaptados para la educación que viene y que necesitamos; para el mundo que viene y que queremos construir. Pero aún queda mucho camino por recorrer.
A menudo me preguntan cómo empezar a adoptar estos cambios sin necesidad de adentrarse en un gran proyecto. Aquí va un ejemplo sencillo: prueba a quitar las sillas de las aulas. Obligar a los alumnos a estar quietos es una forma de control y su principal herramienta son las sillas. Eliminarlas transforma la dinámica y la forma de aprender, dando lugar a situaciones inesperadas que desatan la creatividad. Otra propuesta sencilla: salir al exterior, permite despertar la curiosidad innata de los niños y anima la exploración, la imaginación, el juego y la autoexpresión a la vez que favorece el bienestar de los menores y de sus educadores, fomentando la conexión entre ellos y el mundo natural.
Imaginen que comienza el nuevo curso en septiembre y los alumnos se encuentran con esos dos pequeños grandes cambios, con la flexibilidad y el movimiento como vehículo para aprender. Espacios que, con solo estar en ellos, ofrecen un sinfín de opciones, posibilidades para explorar, descubrir, adquirir conocimientos y capacidades.
Y aquí entra en juego otro factor importante. Unas líneas más arriba hacíamos referencia a algo que sí ha cambiado en las aulas: la presencia de dispositivos digitales. Y la digitalización, además de cosas buenas, trae consigo un peligro: la pasividad desde el punto de vista físico. Los alumnos cada vez se mueven menos y en parte es por estar frente a las pantallas. Numerosos estudios demuestran el vínculo entre el movimiento y el aprendizaje, y el efecto del movimiento en la actividad cerebral. Si cambiamos la forma en la que nos movemos, podemos cambiar la forma en la que pensamos. Aprender siempre delante de una pantalla no es ni motivante, ni suficiente. La revolución en las aulas debe superar el avance únicamente tecnológico y que pase a ser un factor más de las distintas alternativas que tienen los alumnos a su disposición.
Jugar es probar, colaborar, experimentar, en definitiva, aprender. No podemos obligar a jugar, pero si introducimos los principios del juego en el aprendizaje, este siempre resulta más efectivo. Los espacios de aprendizaje lúdicos permiten a cada niña y a cada niño ser protagonistas de su aprendizaje y desarrollarse para descubrir sus cualidades, sus preferencias, sus pasiones y sus propósitos. Y al mismo tiempo, establecer conexiones, aprender a trabajar en equipo y colaborar.
Este modelo, además, nos beneficia a todos; a cada persona, a cada comunidad y a la sociedad en su conjunto. Así se estará formando una generación de personas más seguras, más preparadas y con las herramientas necesarias para navegar tiempos inciertos, para plantear soluciones a los grandes retos y necesidades del mundo, desde lo local hasta lo global.
Este es el momento para ofrecer a nuestros jóvenes la mejor educación y preparación para la vida y sus retos. A veces con pequeños cambios se pueden obtener grandes resultados, y es tan sencillo como, un día, quitar las sillas y romper con su disposición tradicional.